De ojos cubanos

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Guillermo Cabrera Infante es tajante: "El hombre no inventó la ciudad, más bien la ciudad creó al hombre y sus costumbres". En su prólogo, el cubano demuestra su enorme amor por la constitución de un núcleo urbano y lo expresa claramente en el título que le puso (Elogio de la ciudad) pero también en la disección que lo guía: ese concepto que llegó a su cumbre con lo que Aristóteles llamó "una vida común para un fin noble". Está hablando de la polis.

Como puntapié inicial de su propuesta, Cabrera se detiene especialmente en el esplendor romano: "Roma misma, edificada originalmente sin plan ni orden, creció hasta convertirse en el modelo de otras ciudades creadas a su imagen y semejanza". Sin perder sus bríos de exaltación, el escritor-viajero no deja de reflexionar sobre algunas sombras: "Pero la ciudad ha sido destruida más de una vez por el hombre que creyó que la creó. Según la leyenda Nerón incendió Roma, pero Roma fue reconstruida y vive hasta nuestros días; la única ciudad que es una lección de historia". Y sigue: "Otras ciudades como Berlín y La Habana han sido destruidas por la guerra o la desidia de sus habitantes". Dolido porque le toca personalmente, ya que dejó la isla en 1964, apartándose del régimen castrista y pasando a vivir en Europa, el novelista reflexiona: "De hecho, La Habana hoy parece una ciudad derruida, no desde el aire como Berlín, sino desde dentro. Pero Berlín, como la Roma antigua después del incendio, ha sido reconstruida, y La Habana guarda una extraña belleza entre las ruinas. Aunque, como Horacio, digo que las ruinas me encontrarán impávido".

Y remata: "Es así que he buscado en otras ciudades el esplendor que fue La Habana".

LOS PASOS PERDIDOS. Esa búsqueda es lo que lo ha convertido en un vagabundo infatigable, un andariego con ancla en Londres por muchos años, aunque sus pasos lo han llevado por todo el mundo, como queda bien aclarado en El libro de las Ciudades. Es comprensible que pueda hablar tan libremente de las tres ciudades en las que vivió: La Habana, Londres y especialmente Bruselas, por la que siente una profunda estima. (El capítulo referido a ella se llama, cariñosamente, Brubru). A propósito de Brubru: "Las casas hacen la ciudad tanto como la ciudad hace las casas. La arquitectura es el único arte que uno no sale a buscar (en un libro, en un museo, en el cine) es el arte que nos busca, que nos encuentra y a menudo nos asalta. Hay sin embargo en Bruselas una arquitectura que vale la pena buscar". Obviamente, a paso seguido, escribe sobre la ciudad como cuna del Art Nouveau y de su gestor, el arquitecto Víctor Horta, que nació en un hogar de zapatero y termino siendo barón. Se refiere, por supuesto, a la famosa Casa de Hierro, de 1895, un hito que sigue asombrando a los visitantes de la ciudad de los waffles y del meón Mannekin pis, símbolo mayor de Brubru.

Cosa curiosa: poca gente se ocupa de Torcello, esa isla remota donde nació Venecia y que empieza por ser ignorada por la propia Venecia. En este libro, Cabrera le dedica un barroco y muy encantador relato donde se aúnan la cultura, la memoria, los devaneos amorosos personales y el misterio de ese pedazo de tierra abandonada en medio de marismas y lodazales con una magnífica catedral. Además de los apuntes de viajero, aquí también hay una historia que vale la pena conocer. El cubano sabe contar como el mejor.

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