Jorge Abbondanza
Una reciente nota del diario The New York Times habla del desnudo en teatros de Broadway, que parece tener un nuevo auge y que en ese texto es considerado como una herramienta expresiva para ciertos momentos de ciertas obras, aunque "el vestuario suele tener más fuerza que la piel para transmitir señales". Se alude allí a que Stanley Tucci y Edie Falco "salen desnudos con toda naturalidad desde el principio de Frankie y Johnny al claro de luna", se agrega que "doscientos jóvenes se desvisten por unanimidad en la apoteosis del strip que contiene Broadway Bares" y se observa que "la campaña publicitaria de Sesame Street se basó en que presentaba desnudos completos", un dato que —conviene advertirlo a los montevideanos— no es para nada novedoso en escenarios de medio mundo.
El diario neoyorquino reconoce que "siguen mostrándose cuerpos para estimular la inquietud que acompaña al desnudo en teatro" pero finalmente bromea sobre ese recurso ya que "una vez que se llegó tan lejos, qué más se puede hacer". Sin hurgar demasiado en la memoria, en años recientes hasta la madura Kathleen Turner se desnudaba para interpretar a la descarada señora Robinson en una adaptación escénica de El graduado que se estrenó en el West End y después saltó a Broadway. La propia Nicole Kidman se desabrigaba totalmente en The Blue Room de David Hare, con lo cual obtuvo un largo éxito de público sobre ambas orillas del Atlántico. El hecho se repetiría con Soledad Silveyra cuando la pieza llegó al circuito porteño. Casi nadie tiene ya reparos en sacarse toda la ropa frente al público, exigiendo en primer lugar la calidad del pretexto dramático y reconociendo en segundo lugar el refuerzo que ello significa para los resultados de boletería.
Hace treinta años, este cronista vio en el Shubert de Nueva York una comedia llamada Changing Room, que ubicaba su acción en un estadio de béisbol y estaba actuada por un elenco inglés nada friolento, que sabía desvestirse como corresponde al entrar en los vestuarios. En aquella misma prehistoria, también vio en el Empire de Londres una versión de Oh Calcutta donde toda la compañía se mostraba como vino al mundo, sin que eso agitara al sector más maduro de la platea. Pero en pleno siglo XXI el tema sigue dando que hablar, por lo visto, a pesar de la antigüedad de esos antecedentes, que por cierto incluyen los múltiples montajes —Río de la Plata incluído— de la opereta Hair, o las versiones de Equus de Peter Schaffer, donde Miguel Angel Solá (en el estreno porteño dirigido por Cecilio Madanes) y Ricardo Beiro (en el montevideano que puso en escena Arturo García Buhr) tenían su famosa escena de desnudo, aunque bajo la penumbra que aconsejaba en los años 70 la uniformada moral rioplatense.
Después de las dos décadas de permanencia en cartel de La lección de anatomía en Buenos Aires (con más de una visita a este costado del río) y después de los varios minutos de Katja Alemann sin abrigo alguno en La señorita de Tacna (1980), sin descontar tres o cuatro estrenos del circuito independiente local donde también hubo ejemplos al respecto, la larga historia de los desnudos en teatro permitiría escribir un libro en dos tomos, preferentemente con ilustraciones.