El extraño fenómeno de la resurrección de Guayaquil

| Tal vez el punto de partida para arreglar el país sea la ciudad en orden

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En Guayaquil, Ecuador, han instalado murales en los grandes pilares de concreto que sostienen los elevados. La idea es hermosa, pero lo más sorprendente no es eso, sino que no los han embarrado con grafitis o con mensajes idiotas. ¿Por qué? Porque en esa ciudad está ocurriendo un rarísimo fenómeno, muy poco frecuente en América Latina: ha surgido una especie de orgullo citadino, un patriotismo urbano que lleva a los moradores a cuidar el entorno como algo que les pertenece. Nadie pinta un letrero clandestino en la pared de la casa propia.

Tal vez la única identidad posible es ésa: la polis que decían los griegos. Se ama (o se odia) a New York y a Boston, a San Francisco y a París. La nación es demasiado abstracta. Los habitantes de Praga y de Florencia sienten unos secretos vínculos con esas bellísimas ciudades mucho más fuertes que los que los atan a la República Checa o a Italia. Yo no puedo pensar en Cuba. Pienso en La Habana de mi juventud, con sus fachadas luminosas y sus zaguanes oscuros, y de pronto cierto olor a salitre me taladra la memoria. Tampoco España me cabe en la cabeza: son los rincones de Madrid, mi otra ciudad, lo que recuerdo.

Hace veinte años, cuando visité Guayaquil por primera vez, no me pareció una ciudad bonita. La encontré sucia y desordenada. Sufría una sobrecogedora pobreza, y me resultó increíble que una buena parte de los detritus humanos o de las basuras se vertieran al Guayas, un caudaloso río que la incuria de los políticos y la indolencia de la ciudadanía habían convertido en un pestilente desaguadero, cuando era obvio que debía haber sido el punto focal de la parte más noble de la ciudad, como el Sena en París o el Támesis en Londres.

Ese panorama ha dado un vuelco asombroso. En las orillas del río hoy se construye un bellísimo paseo. La parte antigua ha sido casi totalmente restaurada. Los cables de la electricidad se colocaron bajo tierra, se asfaltaron las calles y se limpiaron los lugares infectos.

Crearon o reconstruyeron parques y jardines. Rescataron barrios olvidados y reinventaron otros. De lo que fue un popular mercado de alimentos se sacaron nada menos que seis camiones de ratas muertas.

Por millares, comenzaron a trasladar a las familias más pobres desde sus tugurios de ladrillo y latón a unas pequeñas casas prefabricadas con hormigón, dotadas de electricidad, agua corriente y alcantarillado, vendidas a los nuevos e ilusionados propietarios por unos seis mil dólares que pagarán a lo largo de 15 años con intereses muy bajos. Tendrán, eso sí, que someterse a un acuerdo inflexible: deberán cuidarlas y cuidar el entorno si desean mantenerlas.

¿Cómo se ha llevado a cabo esta metamorfosis, no sólo de la ciudad, sino de la psicología de sus habitantes? Ha sido la obra de dos funcionarios enérgicos y competentes, León Febres Cordero (1992-2000) —también ex presidente del país—, y Jaime Nebot, alcalde desde hace cuatro años.

A lo largo de doce años consecutivos estos dos políticos reorganizaron totalmente el funcionamiento de la ciudad, la libraron de un ejército de burócratas ociosos, y privatizaron o concesionaron a empresas privadas muchos de los servicios estatales, hasta cambiar radicalmente las proporciones habituales del gasto público: un 85% iría a inversiones nuevas o mantenimiento de las antiguas, y sólo un 15 a salarios y gastos corrientes. ¿Resultado? Nebot es el único alcalde latinoamericano que he visto con un respaldo del 90% de los electores en el último año de su mandato. Lo aplauden cuando pasea por las calles.

A dónde quiero llegar es a lo siguiente: la asombrosa transformación de Guayaquil pudiera y debiera ser el punto de partida de una regeneración similar en todo el mapa urbano latinoamericano.

Si lo hicieron los guayaquileños, ¿por qué no los otros? Es muy complicado reformar una nación —su constitución, sus poderes independientes, sus intereses contrapuestos—, pero revitalizar las ciudades, modernizarlas, y convertirlas en lugares gratos para vivir, es algo que está al alcance de las autoridades locales si tienen las ideas claras, la energía y el deseo de servir.

Es muy importante que eso se haga, porque el mayor problema político de América Latina se deriva de la permanente irritación de los latinoamericanos con el ineficiente Estado en el que viven. Tal vez el punto de partida para arreglar el país sea comenzar por poner la ciudad en orden. Acaso la reconciliación de los latinoamericanos con el Estado comienza por volverse a enamorar de sus ciudades.

© Firmas Press

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