LOS uruguayos, que hemos desarrollado en estos tiempos tumultuosos para las relaciones en el Río de la Plata el hábito de vivir atentos a los medios de comunicación argentinos, fuimos testigos asombrados del largo proceso que culminó con la destitución del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Aníbal Ibarra.
La historia es conocida. Todo comenzó con el incendio de un local bailable, que violaba las más elementales normas sobre seguridad, y donde murieron 194 personas. A partir de allí se inició un proceso marcado por las furibundas pasiones desatadas, intrigas políticas, conjuras y denuncias de conspiraciones a las que nos tiene acostumbrados la vida política del país vecino. Y terminó costándole el cargo a uno de los políticos que en algún momento pareció tener mayor proyección de futuro en Argentina.
LA destitución de Ibarra ha generado una fuerte y comprensible polémica. El propio jerarca se encargó de fomentarla convocando a manifestaciones en su apoyo, y denunciando una suerte de golpe de Estado por parte de la oposición, en medio de un juicio político con pocos antecedentes, donde personajes de mínima relevancia política, como eran los ediles que decidieron su destino, pasaron en pocos días a convertirse en estrellas mediáticas. Todo esto atizado por el dolor de los familiares de las víctimas y el morbo proverbial que los medios argentinos suelen utilizar para cubrir este tipo de situaciones.
Ahora bien, ante el hecho consumado de la destitución de Ibarra se plantean a grandes rasgos dos posiciones. Por un lado están quienes creen que es un tanto exagerado provocar la caída de un funcionario que tiene a su cargo una de las oficinas más importantes del país, y que debe supervisar todo lo que ocurre en una megalópolis como Buenos Aires, por un hecho puntual que evidentemente nadie quiso que ocurriera.
ES claro que no se puede pretender que un jerarca que, si bien es cierto tiene una responsabilidad subjetiva sobre lo que ocurre en su dependencia, esté en condiciones de saber exactamente todo lo que sucede en esa oficina.
En ese caso, realmente parece un poco exagerada su destitución, e incluso es más sencillo aceptar las teorías conspirativas que hablan de un complot, o de las consecuencias de estar en la actividad política sin el respaldo firme de un partido y de una estructura organizada, como era el caso de Ibarra.
POR otro lado es verdad también que cuando ocurre una tragedia de esta naturaleza, es justo que haya un jerarca que se haga responsable y hasta que ruede su cabeza. En un país como Argentina donde la impunidad ha sido muchas veces la norma, y donde existe una desconfianza tan grande de la población hacia su clase dirigente, la destitución de Ibarra puede ser vista como un hecho hasta saludable. Es indudable que de aquí en más los jerarcas argentinos van a tener sumo cuidado a la hora de elegir a sus subalternos, y de hacer respetar las normas en general.
Pero para quienes hemos seguido todo este proceso a la distancia, es difícil que al ver cómo se desarrolló el mismo no nos quede la sensación de algo parecido a un linchamiento político, y de que Ibarra pueda convertirse en un nuevo chivo expiatorio que lave culpas que trascienden a la responsabilidad de un jerarca, para teñir a toda una sociedad.
EL hecho de que en un local cerrado un grupo de descerebrados encienda bengalas, o a alguien se le ocurra instalar una guardería para niños en el baño de una discoteca, habla a las claras de una crisis de valores que está más allá de la supervisión de un funcionario público.
Este fenómeno no es nuevo en Argentina, una sociedad que desde hace muchos años viene arrastrando problemas sociales y estructurales de gran profundidad, a los que nunca parece decidida a enfrentar, ocupada en descargar su furia en la víctima de turno.
CARLOS Menem, Cavallo, De la Rúa, el FMI. Parece que nuestros "hermanos" siempre optan por encontrar una salida fácil para explicar sus tragedias. Siempre hay algún culpable a quien endilgar todos los problemas, y cuando es más difícil identificar a ese ser maquiavélico en quien descargar la ira social, surge el famoso "que se vayan todos", del cual irónicamente el mismo Ibarra fue uno de los abanderados.
Cuando se acusa a Menem por todos los males de "los 90", como gustan llamarlos algunos intelectuales, nadie parece recordar que millones y millones de argentinos lo votaron más que felices, disfrutaron de sus extravagancias y el país entero vivió una década de excesos. Cuando desde programas humorísticos se hace escarnio del ex presidente Fernando de la Rúa, para deleite de las masas populares, se olvida que ellas mismas lo eligieron democráticamente, reivindicando la necesidad de poner fin a la criticada "pizza y champán" menemista.
ES de esperar que el sacrificio público de Ibarra sirva como una catarsis que haga replantearse a los argentinos las normas de convivencia y de responsabilidad que deben regir a una sociedad civilizada. Pero cuando se ven algunas actitudes de sus actuales gobernantes, ensoberbecidos por un transitorio respaldo popular y una momentánea bonanza económica, repitiendo muchos de los errores que criticaron a sus predecesores, no parece realista hacerse demasiadas ilusiones.