MIGUEL CARBAJAL
LAS COLUMNAS
El mundo era del todo mediterráneo cuando surge la idea de seleccionar las siete maravillas. Las civilizaciones se enroscaban y desenroscaban en los alrededores de Asia Menor, en una cadena donde cada nuevo eslabón era más perfecto que el otro.
Más de tres cuartas partes del mundo no existían o eran invisibles para el pequeño ojo proto occidental que terminará por cristalizar en Grecia, bastante después, cuando Pericles invente la democracia y los refinamientos urbanos. Pero cuando Pericles construye el Partenón la lista está hecha y es antigua. Ni siquiera las murallas chinas ingresaron al conteo porque el Lejano Oriente era sólo una fábula cuando la descubrió Marco Polo y lo tornó un conocimiento del etnocentrismo. Egipto con su peso histórico ocupa dos sitiales. El Faro de Alejandría que ahora se reconstruyó como biblioteca, y las pirámides que son las únicas que se mantienen en pie.
La Unesco se enfunfurruñó con esa especie de remake por Internet para elegir las Siete Maravillas del mundo, parte II. Dijeron que no tenían ni valor artístico, ni rigor científico y ni siquiera los trámites de una preselección. La impusieron cinco locos sueltos, es verdad, que actuaron con el criterio geopolítico que rige al Premio Nobel y repartieron los puestos entre los escenarios mayores de la última memoria colectiva: justicia para los chinos finalmente, imposibles de saltear ahora, tan voraces y tan poderosos; algo para los incas, algo para los mayas, algo para los romanos; algo romanticón para los hindúes; algo para los nabateos, gracias a Indiana Jones, y una excentricidad para los cariocas porque después de todo se queda bien con la Iglesia, aunque los masones se sientan desplazados. Y nada para los pieles rojas en parte por la desidia indígena del Norte; en parte para darle un chirlo más a Bush.
¿No merecían un poco de atención las torres neoyorkinas con la Chrysler Building a la cabeza? Pero conviene no tomar en cuenta las omisiones porque quedaron fuera París, Londres, Florencia, Estambul, San Petersburgo, Venecia, Brujas y Andalucía para citar sólo algunas delicadezas. En realidad también había sobra de razones para criticar la lista fundacional en donde no primó el sentido estético sino el aluvión monumental.
¿Qué pasaría si hubiera que corporizar el registro de las maravillas uruguayas, las naturales, porque de las otras sólo estarían Artigas, Gardel y ahora el ronco López y Abigail Pereira. El resto se discute a todos. Puede haber cierto consenso entre lo que vino hecho y no se hizo. El Valle del Lunarejo, la Quebrada de los Cuervos, Cabo Polonio, el cerro de Arequita, la panorámica de Punta Ballena, los palmares de Rocha y el Rincón de Pérez. Bastante gente quedaría conforme. Y furiosas las mayorías que siempre permanecen afuera.