PARRAFO>Dando prueba de una tardía sensatez, la Intendencia Municipal de Montevideo ha emprendido un control de los carros hurgadores. Les impone una sanción que consiste en requisar el carro, extremo que ha sido aplicado en sesenta oportunidades durante el mes de enero, aunque cuarenta y siete de esos vehículos ya han sido devueltos a sus conductores. En el 55% de esos casos, la medida fue impuesta porque el carro carecía de documentación o no se encontraba en condiciones reglamentarias, aunque sería bueno saber lo que la Intendencia considera reglamentario, a juzgar por el estado general de los carros. En otro 20% la sanción se aplicó porque circulaban por lugares prohibidos, el 10% fue por llevar menores a bordo, otro 10% fue por tirar residuos fuera del contenedor y un 5% restante fue por cometer infracciones de tránsito.
Los hurgadores reaccionaron ante esas medidas y el miércoles 13 marcharon hacia la explanada municipal, a la que treparon con carros y caballos hasta situarse junto a las puertas del edificio. Hubo revuelo y proclamas embravecidas con apoyo de Adeom, el inefable sindicato de los funcionarios comunales, el mismo que desde hace años goza de ajustes salariales por el 100% del IPC, entre múltiples beneficios que no alcanzan a ningún otro sector de la administración pública. Ese gremio mantiene sin embargo una actitud beligerante (con extremos de violencia espectacular) ante las pacientes autoridades municipales. La marcha de los hurgadores le sirvió a Adeom para subirse una vez más al carro.
No es fácil ponerse en el lugar de los hurgadores para interpretar la realidad desde su punto de vista, una marginalidad en la cual tampoco es fácil entender ni aceptar las medidas que la Intendencia ha implementado para ellos. Cuando el director de Desarrollo Ambiental de la comuna explica que la requisa de carros es la única sanción aplicable en la materia, eso puede ser comprendido por buena parte de la sociedad pero no por un sector periférico como el de los hurgadores, cuyo nivel de desarrollo intelectual, social y económico los coloca fuera de ese ámbito disciplinario y los convierte en interlocutores casi inaccesibles cuando se trata de negociar con ellos, como ocurrió el viernes 15 durante la reunión con representantes municipales, de la cual los hurgadores se retiraron.
Llegar a ese bloqueo cuando la ciudad ya tiene más de 9.000 carros circulando por sus calles (a los que sigue sumándose promedialmente uno más por día, según se calcula) es un extremo cuya responsabilidad recae por completo en las autoridades, no sólo las actuales sino las de las últimas décadas, que han sido indulgentes con el fenómeno de los carros por razones que cabe achacar a un cómodo simulacro de humanitarismo que termina fomentando lo que debió remediar en tiempo y forma. El truculento desfile de carros cargados hasta el tope, marchando por todos lados detrás de caballos que tocan visiblemente el límite de sus fuerzas y conducidos por menores y mayores ya habituados a ese oficio, es un despliegue obsceno pero también uno de los escándalos imperdonables de la clase dirigente -nacional y municipal- que conviene establecer como raíz del problema.
Esa situación ya es irreparable, dado el volumen de la flota de carros, pero va acompañada de la hipocresía oficial, que emplea un vocabulario eufemístico (clasificadores, residuos, matriculación) para referirse a un caso cuya gravedad sólo se asume si se le aplica el léxico correspondiente. Los hurgadores manipulan la inmundicia, se zambullen en los desperdicios de los contenedores, corren así riesgos sanitarios -propios y ajenos- que una ciudad del siglo XXI no debería admitir, condenan a sus hijos a una suerte similar al arrearlos en su faena callejera, someten al resto de la población a un papel de rehén, como observadora impotente de ese paisaje infamante, y sacrifican a los caballos en un desalmado régimen de tracción que conviene agregar a semejante cuadro de degradaciones.
Ahora los hurgadores son muchos miles y han llegado al umbral de la Intendencia. Tienen su gremio y no están capacitados para escuchar razones. Se han transformado en una fuerza, cuya irregularidad operativa es el fruto de la irresponsabilidad oficial, que en su momento legalizó con matrículas lo que parecía desde todo punto de vista inaceptable. Compadecerse de quienes viajan sobre los carros, tener conciencia de su situación y tomar en cuenta su desventura, obliga ante todo a señalar con el dedo la frivolidad de las autoridades que les abrieron paso, creyendo que un problema de endiablada complejidad podía reducirse a la sencillez de un empadronamiento.