Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez

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Luciano Alvarez

La idea del amor considerado como condición para el matrimonio y éste como medio social para consolidarlo de por vida, tiene menos de 200 años. Vista la evolución de la sociedad contemporánea esta alianza parecería no estar destinada a un futuro muy promisorio.

Desde la Antigüedad más remota, el matrimonio fue una decisión racional subordinada a intereses políticos y económicos. Por el contrario, el amor solía manifestarse como una pasión, incómoda e irracional, capaz de entorpecer esos asuntos fundamentales. Tal es el conflicto que alimenta las más grandes leyendas de amor: Tristán e Isolda, Romeo y Julieta o los amantes de Teruel.

Pero, precisamente, su base real nos permite encontrar historias que parecen tomadas de las antiguas leyendas y sin embargo son estrictamente reales.

Tal es el caso de Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, dos jóvenes castellanos que vivieron en la primera mitad del siglo XVI.

Gonzalo es el hijo de una noble familia de judíos conversos de Toledo. Huérfano, fue criado por unos tíos ricos, dueños de un negocio de tejidos de seda, que lo iniciaron desde muy joven en el comercio.

Es así que Gonzalo recorre regularmente el camino que va de Toledo a Medina del Campo, plaza comercial de primer orden.

En su camino debe hacer alto en nueve localidades donde hay tejedores que trabajan para su familia y con ellos trata. Una de esas villas es Fontiveros, situada entre Arévalo, Medina del Campo y Salamanca en una llanura que producía, en aquel tiempo, pan, vino, ganados, caza, aves y algo de azafrán. Gonzalo suele pasar la noche en el taller de tejidos de una rica viuda del lugar. Allí conoce a Catalina Álvarez, una tejedora de seda, hermosa y pobre.

Catalina trabaja con tal destreza y produce tan hermosas piezas que el experto comerciante toledano no se cansa de verla tejer.

"En la noche dichosa / en secreto, que nadie me veía, / ni yo miraba cosa, / sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía"

Gonzalo de Yepes se enamora perdidamente de ella y Catalina le corresponde. Hermosa historia de amor, si no tuviera tan penosas consecuencias.

"Oh llama de amor viva, / que tiernamente hieres / de mi alma en el más profundo centro!"

Los orgullosos Yepes rechazan el matrimonio; más allá de las acreditadas virtudes de Catalina, el matrimonio era una cosa seria que no podía perderse por arrebatos de amor. Gonzalo se debe a otro destino, acorde con su estatuto social

Sus tutores le recuerdan que un casamiento sin el consentimiento paterno implica, como poco, la pérdida de sus derechos a la herencia, la ruptura de todos sus lazos familiares, el consecuente vacío afectivo y el quedar librado a sus propios medios.

A pesar de todo, se casaron en el año 1529 y su familia dio cumplida cuenta de las consecuencias.

Gonzalo no pudo siquiera mantener su oficio de comerciante. Entonces, Catalina le enseña el oficio de tejedor y así tratan de vivir.

En medio del amor y la lucha por sobrevivir, el matrimonio construye su familia. Al año de casados nace Francisco, luego Luis y por último Juan, cuando ya llevaban doce años de matrimonio, en 1542.

En aquella España, cabeza del Imperio en el que nunca se ponía el sol, la vida de los pobres no tenía nada de imperial.

Gonzalo y Catalina viven en el ambiente, tiempo y territorio retratados en el Lazarillo de Tormes, cuya primera edición data de 1554.

La vida es costosa, comen más a menudo pan de cebada que pan de trigo, cuando no pasan hambre. Gonzalo de Yepes enferma y, después de dos años de sufrimiento, muere en 1545. Al poco tiempo muere también el pequeño Luis.

En Torrijos, sobre las tierras toledanas, viven los ricos tíos de Gonzalo. Nunca el orgulloso Gonzalo de Yepes habría aceptado pedirles ayuda, pero, Catalina, se decide a emprender a pie y con sus dos hijos, el largo viaje de treinta leguas -más de 160 kilómetros- para golpear las puertas del Palacio de uno de los tíos de Gonzalo. Le suplica -al menos- que se haga cargo de Francisco su hijo mayor. Recibe un no categórico.

Entonces camina otras cinco leguas hasta Gálvez, donde vive Juan de Yepes, tío de Gonzalo, médico. Este sí se conmueve ante esta mujer acosada y valiente, delante de los ojos tristes de Francisco y la delgadez asombrosa del pequeño Juan.

El médico, que no tiene hijos, se compromete a hacerse cargo de Francisco. Más tarde, lo hará incluso heredero de su fortuna.

Catalina provista de algún dinero, recorre las treinta y seis leguas a pie desde Gálvez hasta Fontiveros, con su pequeño Juan. Este será en adelante la luz de sus horas.

Mientras teje la seda con su nunca perdida habilidad, Catalina, le enseña la virtudes de las plantas y hierbas, le enseña también a rezar, le habla de su padre, que descansa en la iglesia de Fontiveros.

Cada día, van a visitar su tumba. El pequeño Juan tiene cinco años. Catalina lo envía a la escuela donde demuestra un espíritu vivo y aprende con una facilidad desconcertante.

Pero no ha pasado un año cuando Catalina se entera que las cosas no van bien para Francisco. La mujer de su tío lo mata de hambre, lo maltrata y se sirve de él como doméstico, en vez de enviarlo a la escuela. El joven sigue iletrado y el pobre médico carece de carácter para contradecir a su mujer.

Catalina retoma el camino hacia Gálvez; las 36 leguas a pie, a través de montañas y colinas, y se trae a su hijo consigo.

Como antes lo hiciera su padre, Francisco aprenderá el oficio de tejedor. Pronto se hace cargo de la familia y al cumplir dieciocho años, le propone a su madre dejar Fontiveros para intentar su oportunidad en Arévalo, seis leguas hacia el noreste.

Arévalo tiene la elegancia de una vieja capital castellana, con sus murallas, sus iglesias y sus conventos.

Es paso obligado de los negociantes que vienen del sur hacia Medina del Campo. Allí, el tejido de la seda es una actividad floreciente. La situación mejora un poco, aunque deben trabajar agotadoras jornadas.

Al poco tiempo Francisco se enamora de Ana Izquierdo, una muchacha de un pueblo vecino.

Francisco no habrá de sufrir el calvario de sus padres. Luego del matrimonio, Ana aprende a tejer la seda y la vida empieza a ser benévola con Catalina y su familia.

Juan es él único que no toma el camino de los telares. Prueba toda clase de oficios (carpintero, sastre, entallador y pintor), pero en ninguno consigue echar raíces.

Por fin, Catalina logra que sea admitido en el colegio de los niños de la Doctrina, en Medina. Pronto aprendió a leer y escribir. La mínima formación recibida en el colegio le capacitó para continuar su formación en el recién creado (1551) colegio de los jesuitas, que le dieron una sólida base en Humanidades.

En 1563 ingresó en el Carmen, tomando el nombre de Juan de Santo Matía, se matriculó en Salamanca y se ordenó sacerdote en 1567.

La historia lo conocerá como San Juan de la Cruz, uno de los mayores poetas del siglo de Oro español.

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