Nos contamos entre quienes creen que no padeceremos, los uruguayos, un segundo gobierno frentista. Esa creencia no nace de un optimismo infundado, antojadizo, sino de lo que oímos de labios de no pocos compatriotas desde hace más de un año. ¿Conoce el lector algún votante del Partido Nacional en los comicios del 2004 que le haya dicho que no lo va a votar en octubre? Seguramente, no. En cambio, sí debe conocer votantes de Vázquez, un lustro atrás, que proclaman su decisión de no reiterar su error.
Dicho hecho innegable no puede sorprender a nadie. Es la lógica confirmación de la regla del decrecimiento electoral del partido de gobierno, verificada en nuestro país, sin excepción alguna, desde 1958. Cada cuatro años, primero, y cada cinco después. Y no hay razón para que ello no ocurra este año, desde que no ha habido gobierno que alimentara y defraudara más expectativas que el actual. Claro que ello no es razón para bajar la guardia ni para dar por ganada la ardua batalla electoral. Mucho menos, cuando el adversario levanta la candidatura presidencial de quien encarna todo lo contrario a los principios y valores que consagra nuestra Constitución, que cimentaron nuestra convivencia democrática y que prestigiaron a nuestro país en el concierto internacional.
Así fue -¿qué duda cabe?- hasta que los tupamaros, con el hoy presidenciable entre ellos, se alzaron irracionalmente contra las instituciones democráticas y los gobiernos libremente electos, a partir de 1963. Y, tras varios años de violencia delictiva y de lucha sangrienta, nos precipitaron en brazos de una dictadura. Injustificada y harto censurable sí, pero que jamás hubiera existido de no ser por su insanía criminal.
Han pasado 46 años desde que Mujica y quienes, como él, querían instaurar una feroz tiranía marxista, principiaron su trágica aventura. Y ni una sola vez se le ha oído, a pesar de que posa de "todólogo" y habla por demás, abjurar de su negro pasado ni pedir perdón por sus errores, que tanto daño le hicieron a nuestra, hasta entonces, pacífica sociedad.
Ninguno de los que siguen endiosando a Raúl Sendic y celebrando todos los ocho de octubre su demencial copamiento de Pando, han entonado el "mea culpa" que le deben a nuestra sociedad. Lógico es pensar, entonces, que sus confusas y errónea ideas no han cambiado. No tiran bombas ni secuestran diplomáticos, porque ya están viejos para ello y porque el pan les salió torta. Pero que nadie sea tan despistado como para darles patente de demócratas. Usar la democracia no es creer en ella. Es lo que hizo Hitler, tras apelar a la violencia sin éxito. Se encaramó en el poder usando de las urnas.
No somos alarmistas, pero debemos alertar a los compatriotas. Mujica no es Vázquez, que estudiaba y se graduaba de médico mientras él asaltaba bancos y se baleaba con policías y militares. La cuestión no es que no use saco y corbata ni que su lenguaje suela ser de taberna. El problema es lo que harían, él y sus antiguos compañeros, si alcanzaran el poder. En un acto que, como otros, no debió realizarse en el Palacio Legislativo, proclamó su satisfacción por "encontrarme ahora aquí, en el corazón de la democracia uruguaya, rodeado de cientos de cabezas pensantes". Ahora bien, a esa democracia a la que quiso destruir, ¿la respetaría si llegara a la Presidencia de la República?
Quiere convocar a una Convención Nacional Constituyente, lo que obligaría a una nueva elección y paralizaría al Parlamento. Idea peregrina, pues. Y difícilmente practicable. ¿Pero para qué lo quiere? ¿Para habilitar la reelección presidencial más o menos indefinida, como Chávez, Correa y Evo Morales?
En esa Constitución, con la que Mujica sueña, ¿la familia, seguiría siendo definida como "la base de nuestra sociedad" y la propiedad seguiría siendo "un derecho inviolable", del que "nadie podrá ser privado" sin "una justa y previa compensación"? ¿Se consagraría el voto "consular", de modo de que los que se fueron del país decidan quienes nos gobiernan a los que en él vivimos, trabajamos, y pagamos los impuestos?
¿No se constitucionalizarían varios de los disparates a los que el Frente dio rango legal y el próximo Parlamento deberá derogar? Atención, pues, compatriotas. No se trata sólo de no tener un presidente folclórico y, por momentos, cantinflesco. Trátase de un asunto muchísimo más grave. ¿Qué rumbo tomaría nuestro Uruguay si ese personaje accediera al gobierno?