La sugerencia de Mujica a su futuro gabinete de conducir automóviles de clase media y de repuestos baratos, y sus repetidas decisiones de alejarse de los símbolos propios de su futura investidura, son interpretados como signos simpáticos de austeridad. En realidad, son medidas que desvirtúan lo propio del ejercicio del poder y que ceden a la prepotencia del igualitarismo.
En primer lugar, lo obvio: hay una razón de seguridad vial evidente para que ministros y presidente se desplacen en automóviles de categoría por rutas y calles del país. A partir del 1º de marzo, no se desplazará solamente la persona Mujica, sino que lo hará quien será jefe de Estado y que por tanto, precisa de la mayor seguridad posible para desempeñar su cargo. Sus ministros deben ejercer altos cargos en la jerarquía del país y también precisan de seguridad en sus traslados.
Pero además, hay una razón simbólica que atañe a la esencia del poder y que impone que los altos funcionarios públicos muestren claramente que son distintos al común de los ciudadanos.
Por supuesto que en una democracia no han de aceptarse como legítimas las diferencias por razones nobiliarias o de realeza. Pero todo poder, siempre, precisa de símbolos, imágenes y códigos que reflejen, justamente, el sentido de la autoridad.
Es por eso que se construyeron, sobre todo en el siglo XIX, liturgias republicanas que, apoyadas en el origen popular del voto, aseguraban ritos y costumbres que dejaban bien en claro dónde radicaba el poder. Fueron signos materiales y símbolos colectivos que se respetaron rigurosamente a lo largo del siglo XX, y que se siguen respetando en las principales Repúblicas del mundo. Marcan una continuidad histórica; sirven para designar el poder; definen claramente quiénes y cómo tienen la obligación de mandar. Por eso los juramentos, por eso los desfiles militares, por eso los bastones de mando, por eso los automóviles importantes y sus choferes. Porque no hay poder que se ejerza sin reconocimiento de su ubicación y de sus límites.
El sentido de la igualdad de los ciudadanos no puede ir contra la necesaria distancia que impone el ejercicio del poder.
La igualdad de todos se manifiesta en el momento supremo de la liturgia republicana que es el ejercicio del voto secreto, cuando se eligen las autoridades. Pero una vez cumplido el proceso, esas autoridades deben ser reconocidas y reconocibles. Para poder, desde la dimensión ciudadana, exigirles responsabilidades y asumir cabalmente el papel de representado.
Negar esta realidad es caer en la decadencia del igualitarismo. Es querer hacer creer que da lo mismo un presidente que un ciudadano común. Es querer esconder demagógicamente las graves responsabilidades que deben cumplir quienes tienen la obligación de conducir los destinos del país, tras las simpáticas medidas que diluyen diferencias y entreveran roles. Es querer borrar que lo propio de los servidores públicos es guiarse por un sentido de excelencia que por definición debe intentar sobresalir de la media nacional.
La estética, el vocabulario y los signos exteriores que desde hace tiempo convergen en Mujica han consolidado un liderazgo que se apoya en la mismidad con lo popular. Sin embargo, profundizar esa mismidad desde el ejercicio del poder, desde la supresión de los signos exteriores que dan sentido a la jerarquía institucional, es permitir que la envidia se apropie de la lógica republicana de gobierno.
Como las mayorías no alcanzan a poseer nuevos automóviles de marca, entonces las autoridades deben renegar de su condición de representantes del Estado y asumir para sí, como personas, la medianía de quienes los llevaron al poder. Se trata de legitimar que nadie sobresalga del montón; se trata de aceptar y reflejar desde el poder el castigo que nuestra sociedad impone a quien asciende socialmente por el esfuerzo personal y la búsqueda de la excelencia.
Ningún país de primera confunde austeridad con demagogia. Ceder al igualitarismo no conduce a la excelencia nacional.