Muchos uruguayos de 18 años están inactivos. De hecho, un 22% de la población de esa edad no estudia ni trabaja. La cifra representa a unos 100.000 individuos que han abandonado el ciclo educativo y no pueden (o no quieren) incorporarse al mercado laboral. Por debajo de la punta visible del iceberg, que es la de los jóvenes calificados, dinámicos, provistos de una vocación entusiasta y una capacidad de triunfo, en esa inactividad radica la masa menos visible del desánimo, el abatimiento, la caída de todo impulso enriquecedor y la sensación de fracaso bajo el sello del escepticismo. Una sociedad que pretenda mantenerse en marcha no puede permitirse esos niveles de deserción, ese fatal 22% que en el futuro inmediato determinará un duro quebranto en los promedios nacionales de rendimiento y de productividad.
Según la Encuesta Permanente de Hogares que realiza el Instituto Nacional de Estadísticas, ese cálculo puede ampliarse a la juventud comprendida entre los 14 y los 24 años de edad, franja en la cual hay un 16,7% que no estudia ni trabaja. Eso significa que una sexta parte de la población juvenil se mantiene al margen de toda dedicación provechosa y todo esfuerzo productivo, aplastada quizá por desventajosas condiciones ambientales. Lo que se pierde así en el proceso de desarrollo de los jóvenes durante edades decisivas para su formación, se pierde también como fuerza de trabajo y como fuente de energía potencial para la evolución del país.
No parece aventurado suponer que el ritmo en que se reproducen las clases sumergidas de esta sociedad (mucho más veloz que en las clases medias y altas) influye en los volúmenes de ausentismo escolar o liceal, en la falta de capacitación para desempeñar cualquier ocupación, en el declive hacia un ocio paralizador y en la inutilidad (y violencia) de una vida callejera que es reflejo del desmembramiento familiar y de las carencias culturales de ese medio, por no hablar del freno adicional que suponen las precariedades económicas y del problema emocional que genera en los jóvenes la falta de un marco afectivo.
Sería un error considerar los porcentajes de inactividad juvenil sin vincularlos con otras cifras referidas a distintos hábitos y aspectos del comportamiento, para poder apreciar los fenómenos en su debido contexto. Por ejemplo, la comisión especial de la Cámara de Diputados encargada de examinar las adicciones, señala que en el Uruguay existen 230.000 consumidores problemáticos de bebidas alcohólicas y 20.000 adictos a la pasta base. La degradación de conductas que implican dichas tendencias -y la presencia en ellas de un sector juvenil- tiene sus fuentes en conflictos personales pero también en la escasez de estímulos y oportunidades, en la pérdida gradual de valores de índole moral, en la evaporación de principios formativos dentro del marco doméstico o académico, en la paulatina desaparición de una noción de autoridad que sufren esos ámbitos.
Una juventud que no estudia ni trabaja representa no solamente un lastre que tendrá consecuencias en el proceso de cambios, en el funcionamiento y en los altibajos que atravesará el país. Es además un cuadro crítico que puede conmocionar a los estudiosos, un verdadero desafío para las autoridades y un compromiso que el Uruguay debe asumir si aspira por ejemplo a que los menores infractores -esa categoría alarmante y cada día más expandida- sean capaces alguna vez de tener un sentido de culpa luego de cometer un delito grave como el asalto a mano armada o el homicidio. Por el momento parecen inmunes a ese sentimiento, lo cual es un resultado del raquitismo cultural y de los estados embrionarios de la conciencia, que son su dramático reflejo. Esos vacíos se producen cuando se interrumpe la transmisión de ciertas reglas que sirven para encauzar la vida de cualquier ciudadano útil, y obliga a pensar en la titánica labor que deberá emprenderse para rescatar a la juventud inactiva de su pozo de desconocimiento, de su inmovilidad y su anemia espiritual.