JORGE ABBONDANZA
El próximo jueves, a las 19.30 horas, se abrirá en la Alianza Francesa la exposición "Atavismos" de Eduardo Olascuaga. Son pinturas de gran formato sobre los impulsos que arrastra el hombre en la vida social y su conducta personal.
Olascuaga ha pasado largo tiempo radicado en el exterior, pero desde su regreso al Uruguay bastaron unas pocas muestras individuales para revelar su notable personalidad y el sello inconfundible de su trabajo. Con esos rasgos ha asumido compromisos como la serie de Los ocios, cuyos autorretratos expuso en el MAC hace dos años, tiñéndolos con una sensación atmosférica y un sentido del humor tan disfrutables como el propio tema. Pero su independencia expresiva también lo habilitó para abordar propuestas de tono mayor, como Los constructores, la instalación que armó poco después en la Alianza Francesa, donde el andamiaje central y los objetos dispersos se convertían en la metáfora de una realidad desarticulada, como estampa de un gran proyecto a medio hacer, que el artista comentaba con ojo tan mordaz como el de su muestra anterior.
La libertad con que Olascuaga opera al imaginar y ejecutar sus obras, es un proceso donde el goce de la inventiva y el amparo de la inteligencia se codean con la solidez del oficio, para permitirle recorrer airosamente la distancia que debe salvar entre el valor de la idea inicial y la calidad del resultado final. Esa brecha, que suele dejar a mucho realizador en medio del camino, en su caso es simplemente la dificultad que se plantea con gesto desafiante y que sabe resolver con la limpieza de quien domina todas sus herramientas. La habilidad del cálculo y el control de los materiales pesan tanto como los beneficios que provee el ingenio, para obtener el producto definitivo en la altura de interés y de seducción que tiene.
La fórmula se prolonga ahora en Atavismos, una procesión de diez imágenes de gran tamaño que el montaje envuelve en zonas de penumbra y de luz, para que el público circule por la secuencia de un tema que también tiene sus sombras y sus claridades, de manera que los significados cuenten con un entorno que los desdobla, mientras disponen del auxilio adicional de la música, los videos y los textos murales que añaden otras referencias a ese marco. Con el título elegido, Olascuaga alude a un oscuro sesgo de la condición humana, el fenómeno que ocurre también en los animales y que consiste en la reaparición de impulsos o de hábitos propios de los antepasados de cada especie.
Ese secreto biológico, que funciona como un hilo conductor infalible, es el que permite que los felinos hereden puntualmente sus rituales de higiene, que las ratas regulen el altibajo de su fecundidad según las fuentes de alimento, y que el hombre conserve a lo largo del tiempo ciertas manifestaciones -desde las vinculadas con el espíritu hasta las emparentadas con la violencia- como síntomas de un legado que resurge ante cada provocación, para mostrar la fidelidad del lazo genético en que todo acto se reproduce inalterablemente. El enigma de esa obediencia profunda es el que Olascuaga ilustra en los diez cuadros de su friso, que parecen las estaciones de un "Via Crucis" profano, para representar ciertas fuerzas que duermen o despiertan en el hombre, desde la defensa instintiva de un espacio territorial o el estallido de una onda agresiva a través del grupo, hasta los abusos de autoridad o el veloz contagio con que un fragor popular llega al linchamiento. Algo de eso mostraba Alain Resnais en Mi tío de América, donde anotaba las fuentes ocultas del automatismo operativo de las especies.
Estos diez cuadros que se verán en la Alianza Francesa, atravesados por un aliento épico, donde parece asomar Brecht -o acaso Ibsen- están bañados por el frío cromatismo (grises, azules) que les convenía para que la pátina se pliegue al contenido. Así el guante y la mano pueden convertirse en una misma cosa, facilitando la llegada de las señales que emite la muestra y cumpliendo con el papel de sismógrafo de la realidad que Olascuaga atribuye a la sensibilidad de un artista. Según él, esa vibración no alcanza para cambiar el mundo, pero es suficiente para que el artista pronostique o advierta, y el observador descubra o adivine algunas cosas.
Resuelto a desplegar esa comunicación, Olascuaga se vale de una formulación plástica de extrema severidad, que en el tratamiento de la figura humana elude todo vuelo emocional y favorece en cambio el distanciamiento que conviene a la razón. El lenguaje visual se congela voluntariamente, de modo que la pintura no funcione como el clavo que penetra en la receptividad del público, sino solo como el martillo que lo impulsa. Con esos golpes va abriéndose algo más que el ojo del observador, para que las ideas se transmitan como es debido.