Carlos Alberto Montaner
Se hacen llamar, con cierto orgullo, los "antisistema". En España miles de jóvenes han ocupado algunas plazas para protestar contra la falta de oportunidades. El desempleo general ronda el 20% de la fuerza laboral, pero entre los menores de 30 años ese porcentaje se eleva al 43%. También les llaman los indignados por un texto escrito por un anciano francés, Stephane Hessel, titulado ¡Indignaos! El artículo, de 10 páginas, bien intencionado aunque disparatado, se ha convertido en una especie de memorial de agravios que los jóvenes esgrimen como sustento ideológico.
Los indignados no solo protestan contra la falta de oportunidades laborales. Protestan, además, contra los políticos que recortan el Estado de bienestar, y contra el sistema económico, que supuestamente es el culpable de los quebrantos que ellos padecen. Quisieran disfrutar de un Estado bondadoso que les facilite una vivienda digna, atención sanitaria y educación gratuitas, y un puesto de trabajo bien remunerado que culmine, al cabo de la vida, en una jubilación decorosa. ¿Acaso no son esos los "derechos" que se mencionan en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales firmado por 160 países en las Naciones Unidas?
En realidad, estas aspiraciones no son descabelladas y algunas sociedades las han satisfecho, pero si los jóvenes desean, realmente, poseer un Estado de bienestar la única oportunidad que tienen de lograrlo es dentro del sistema, no fuera. Eso es lo que han hecho los escandinavos, Canadá, EE.UU., Suiza, Nueva Zelanda y el resto de las naciones del primer mundo.
Todas esas sociedades, dotadas de un vigoroso sistema financiero privado, han desarrollado un tejido empresarial altamente competitivo, que, con los naturales altibajos, absorbe a los jóvenes que llegan a la edad de trabajar. En todas ellas, la mayoría entiende que el enemigo no es el sector empresarial, dado que es donde se crea riqueza, y sabe que los bancos, aunque hayan actuado irresponsablemente durante la crisis, no son otra cosa que instituciones que intermedian entre los que tienen capital y los que lo necesitan.
Por otra parte, los países en los que encontramos algo parecido a un Estado de bienestar, los electores están conscientes de la relación que existe entre los excedentes disponibles y el gasto público. La mayor parte de ellos sabe que para consumir, previamente hay que producir, de manera que ponen el acento en fomentar la creación de empresas y, mientras admiran a las personas emprendedoras capaces de descubrir una oportunidad de obtener beneficios satisfaciendo las necesidades de la sociedad, desprecian y persiguen a quienes se enriquecen por amiguismo y corruptelas.
Sin embargo, muy pocos de los antisistema parecen darse cuenta de las relaciones que existen entre el gasto público y la crisis que a ellos les afecta. Y son incluso menos los que están dispuestos a admitir una de las más elementales verdades del análisis económico: un gobierno no puede permanentemente gastar más de lo que ingresa sin que, llegado cierto punto crítico, sobrevenga la catástrofe. A lo que se agrega otra ley inexorable: y si ese gobierno absorbe vía impuestos una parte exagerada de los recursos que genera la sociedad, acaba por destrozar el aparato productivo y por empobrecer a la totalidad de sus miembros. Es cierto que en España, como en Grecia o en Portugal, hay una crisis económica aguda, aunque pasajera, pero el alivio y la superación, insisto, no están fuera del sistema, sino dentro. Fuera sólo quedan el error, la frustración y el abismo.