El imperio del ruido

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A medida que la revolución industrial fue invadiendo todas las facetas de la vida social y cotidiana, el ruido generado por las máquinas que la caracterizan y definen invadió hasta los puntos más recónditos del quehacer diario. A las innegables ventajas que trajo consigo -que constituyen el llamado progreso de nuestra época; algo ya irreversible- hay que agregar, lamentablemente, sus connotaciones negativas. El ruido es una de ellas. Un ruido inherente a su funcionamiento, a los implementos que utiliza, a la publicidad que implica su desarrollo, a sus actividades específicas y a las que se derivan de ellas mismas.

Ruidos y más ruidos: unos pueden ser evitables, otros, controlables o moderables. De todos modos, vivimos inmersos en una polución sonora o, peor aún, en una agresión sonora. Porque su constante presencia resulta un atentado al individuo concreto, a su salud física y mental pues le quita el derecho a gozar de tranquilidad, a vivir en armonía con su entorno, a descansar cuando quiera o necesite y a mantener, por ende, su equilibrio emocional.

Para encarar este acuciante problema, esta presencia hiperacústica que nos rodea, las autoridades pueden y deben adoptar medidas, tanto preventivas como disciplinarias. Algunas intendencias se han preocupado de dictar ordenanzas y reglamentaciones al respecto y, en menor escala, de aplicarlas. Porque en esta materia -y en tantas otras- las buenas intenciones pueden no ir más allá de su conversión en una circular, o en un expediente, o en una resolución. Con el paso del tiempo, la voluntad ordenadora decae y, finalmente, termina durmiendo el sueño de los justos en algún cajón.

Sin embargo, el ruido continúa sin cesar, torturante, malsano y desquiciante.

La Organización Mundial de la Salud ya se pronunció en el sentido de que el ruido excesivo que genera el tránsito urbano, por ejemplo, provoca pérdida de memoria, reduce en años la vida saludable y trae consigo discapacidades y hasta la muerte prematura. Pero las malas costumbres continúan impertérritas: vehículos que circulan sin los silenciadores que traen de fábrica, moticiclistas que se solazan compitiendo a quién es más veloz y hace mayor ruido -a cualquier hora del día y de la noche- o vecinos que oyen y hacen oír la música de estruendosos aparatos... y así se podría seguir con esta enumeración de actitudes antisociales. Con un agregado que perturba más que cualquier otro: las nuevas máquinas cortadoras y sopladoras de pasto. Si bien es verdad que el jardinero, con ellas, puede trabajar más velozmente, aumentar su clientela e incrementar su jornal, lo cierto es que el vecindario tiene que pagar un elevado precio pues se ve obligado a soportar un ruido muy elevado y continuo durante el par de horas que insume dicha tarea en cada cuadra.

¿Es que en el siglo XXI aún no se ha inventado ningún silenciador para poner fin a este atropello auditivo? Los jardineros utilizan una protección en sus oídos -por algo será- pero, ¿y los vecinos?

Tenemos a la vista la Ordenanza sobre Ruidos Molestos de una intendencia del interior. Es perfecta, no le falta nada. Distingue entre ruidos innecesarios y ruidos excesivos, determina prohibiciones y responsabilidades que rigen en los locales emisores de ruido, impone límites a la propaganda oral pública, concede garantías de tranquilidad a los hospitales, a los establecimientos públicos y privados de enseñanza y a los centros religiosos e, incluso, a los enfermos que se asisten en su domicilio y, por último, reglamenta cuidadosamente horarios y máximo de decibeles permitido así como las respectivas sanciones a los que infrinjan sus disposiciones. La pregunta de rigor es la siguiente: ¿se aplican o no estás sensatas normas de convivencia? Porque, allí y en todo el país, el ruido continúa campeante, trastorna, y nunca es dable apreciar que las autoridades hagan uso de las ordenanzas existentes. En resumen: el ruido sigue afectando a la paciente población de nuestro país. ¿Hasta cuándo dispondrá de nuestro descanso?

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