FRancisco Faig
En agosto de 1994 el periodista César di Candia entrevistó a la médica rural María Mirandette, que llevaba seis años trabajando en la policlínica de Curtina, un pueblo que queda por ruta 5 a unos 50 kilómetros al sur de la ciudad de Tacuarembó y que hoy tiene 1.037 habitantes. No fue un reportaje anodino.
Mirandette dijo que en Curtina las adolescentes tenían "relaciones sexuales y cobran por eso"; "le hablo de prostitución clandestina, no controlada y por lo tanto expuesta a todo tipo de enfermedades".
También mencionó que existía el derecho de pernada: a una jovencita de catorce años le habían hecho saber que en su noche de bodas iría el patrón de su marido a desposarla. La médica lo impidió. Hurgó, y pudo saber que esos casos eran relativamente frecuentes. Y reflexionó: "El cáncer de estos lugares es precisamente eso: el sentirse las personas en todo momento bajo el dominio de otras que tienen más dinero o más poder o más inteligencia".
Curtina era un infierno de repetidos escenarios de violencia doméstica, hombres ganados por el alcoholismo, pobreza, prostitución de niñas adolescentes, clientelismo e ignorancia.
Diecisiete años más tarde, un operativo de la unidad especializada en violencia doméstica de la policía descubrió allí un caso de explotación sexual comercial de jovencitas de catorce y quince años. Las crónicas han señalado, como había dicho Mirandette en su momento, que estas prácticas abusivas eran desde hace mucho tiempo un secreto a voces en Curtina.
En el medio de esta tragedia que ahora sale a la luz pública, importa señalar la siguiente diferencia sustancial que habla de una positiva evolución de nuestra sociedad. Hoy, se procesa con prisión a los involucrados en este caso de prostitución adolescente; en 1994, la que tuvo que renunciar a su cargo fue Mirandette. En efecto, a los pocos días de la publicación del reportaje -que fue incluso considerado como agraviante por la Junta Departamental de Tacuarembó-, la doctora entendió que debía irse del pueblo, porque luego de sus denuncias corría peligro su propia vida.
Se terminó así, vilmente, con la mensajera. Pero perduró allí el feroz entramado de violencia contra los más débiles -los niños y jóvenes, y en particular las mujeres- que ella se atrevió a narrar. ¿Y cuántos Curtina, verdaderos infiernos terrenales para los más indefensos, quedan hoy? Más de los que imaginamos.
Son demasiados los pueblitos en los que las relaciones políticas y económicas de patronazgos y clientelas comportan una profunda indignidad. Ella es justificada, en el discurso conservador tan afecto al mundo rural, con cierta práctica caritativa de lógica feudal.
En estos años se han multiplicado las políticas que procuran enfrentar la violencia doméstica, desde el Estado y a través de la concientización social sobre esta terrible, extendida, silenciosa e inadmisible realidad cotidiana.
Con mayor determinación y eficiencia, debemos ir más a fondo. Porque oprobios como los que denunció con coraje María Mirandette en 1994 son, lamentablemente, verdad.