Mariano Grondona
Una nueva palabra nos visita. Se trata de la "hipnocracia". La utilizó primero el columnista Miguel Ángel Bastenier en un artículo titulado "El peronismo hoy se llama cristinismo", que reprodujo el diario "La Nación" en su edición del 29 de diciembre pasado. En dicho artículo, Bastenier se preguntaba si los argentinos no estaremos viviendo bajo Cristina Kirchner en una suerte de "hipnocracia", es decir, en un "estado hipnótico colectivo" en virtud del cual un gobernante omnímodo atrae de modo irresistible a gran parte de sus gobernados mediante un discurso reiterativo y dominante.
Dos días después, en una columna para "La Nación", señalé que, para que la "hipnocracia" exista es necesario que un líder cuasi omnipotente ametralle cada día a su audiencia a través de la red nacional de televisión hasta que, al fin, su insistente discurso le penetre bajo la piel. El 17 de enero, el presidente Julio María Sanguinetti habló de la "hipnocracia" en un artículo para "El País" que tituló "La sombra populista", advirtiendo que "en algunos países de América Latina, la `hipnocracia` sustituye a la libertad de prensa".
Distingamos, para empezar, entre las dos formas políticas que violan a la democracia. Una de ellas es el autoritarismo. La otra es el totalitarismo.
Es propio del autoritarismo concentrar en manos de un gobernante todo el poder, desconociendo de este modo la división de poderes del régimen republicano.
Pero el totalitarismo va aún más allá porque pretende no sólo concentrar el poder sino también persuadir a los gobernados de que esta concentración es lo mejor que podría pasarles. La meta del gobernante autoritario es mandar sin cortapisas.
La meta del gobernante totalitario es convencer sin atenuantes. Por eso, en tanto que el campo de acción preferido del autoritarismo es el de las decisiones del gobierno y su límite posible reside en el Congreso y en los jueces, el campo de acción preferido del totalitarismo es el área de las comunicaciones y su límite posible es la pluralidad de las opiniones que protege la libertad de prensa.
A partir de estas premisas, podríamos definir a la "hipnocracia" como el método que utiliza un gobernante con vocación totalitaria para monopolizar las comunicaciones. El precursor de este método en nuestra América fue Fidel Castro.
Bombardeando al pueblo mediante una oleada incesante de discursos sin respuesta, Castro trasladó a nuestra latitud el monopolio de las comunicaciones que preconizaba el ministro de propaganda de Adolfo Hilter, Joseph Goebbels, cuya frase "miente, miente, que algo queda" ennegreció la historia.
Pero Goebbels dijo que, de la propaganda monopólica, "algo" queda. Algo, no todo. Que él era conciente de que no todos sus oyentes quedarían subyugados por su propaganda invasiva lo demuestra esta anécdota que protagonizó el propio Hilter.
Una vez, cuando el futuro Führer no había llegado aún al poder, invitó a un universitario a presenciar uno de sus discursos multitudinarios. Después de hablar, le preguntó al universitario qué le había parecido su actuación. Este le respondió "repugnante". A lo que Hilter contestó: "¡Menos mal, temí que te hubiera gustado!". Es que Hitler, al igual que los actuales cultores de la "hipnocracia", sabía de antemano que ella puede encantar a las masas pero no a las minorías ilustradas.
Por eso Castro se aseguró en Cuba de que estas minorías resisentes a su discurso nunca tuvieran la oportunidad de refutarlo. Podríamos decir por ello que en nuestra América sólo el totalitarismo castrista ha llegado a ser "perfecto".
Otros cultores de la "hipnocracia" latinoamericana como Hugo Chávez y Cristina Kirchner sólo han conseguido hasta ahora un "totalitarismo imperfecto" porque todavía subsisten en Venezuela y en Argentina muchos que resisten la ofensiva estatal de las comunicaciones.
Lo que ha pasado en Argentina en torno del discurso prácticamente cotidiano de Cristina Kirchner a través de la red nacional de comunicaciones es, en este sentido, revelador. Al principio, la mayoría de quienes la escuchaban, cambiaba de canal.
Poco a poco, sin embargo, la reiteración presidencial dio sus frutos a un punto tal que el 23 de octubre del año pasado Cristina resultó reelecta nada menos que con el 54 por ciento de los votos. El otro 46 por ciento de los votantes, empero, no le creyó.
¿Qué hará entonces Cristina ante esta falencia de su "totalitarismo imperfecto"? Seguirá insistiendo.