El mundo puede estallar

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Con el optimismo propio de aquella posguerra, hace 66 años se firmó la carta fundacional de Naciones Unidas, organización creada para mantener la paz en el mundo. El fracaso previo de la Sociedad de Naciones había sido una lección para afinar los instrumentos capaces de coordinar las relaciones entre los países, prevenir conflictos futuros y disuadir a los regímenes turbulentos. En beneficio de Naciones Unidas hoy puede decirse que ha tenido una existencia más larga que su predecesora y no ha ido desmembrándose como ella, logrando en cambio un alcance planetario, ya que alberga a la totalidad de las naciones del mundo. Quienes se sienten satisfechos con las formalidades, podrán celebrar esa estabilidad. Quienes prefieren en cambio ver más allá de la fachada institucional, saben que el organismo ha ido perdiendo por el camino la utilidad operativa que quiso tener y su influencia se ha debilitado. Como espacio de debate es mayormente retórico y como herramienta de prevención es a menudo inoperante, si se descuenta el módico recurso de su gendarmería (los Cuerpos de Paz, que suelen actuar tardíamente). Considerando que es una estructura tan grande y tan cara, sus emprendimientos diplomáticos resultan apenas protocolares, por no hablar de su cúpula regida por un Consejo de Seguridad que funciona como el club privado de ciertas potencias, donde cinco países tienen la exclusividad del veto y el privilegio discriminatorio de una banca permanente en ese recinto.

Lo que sigue funcionando plenamente es el enorme aparato burocrático que la organización mantiene, para que contemple desde su balcón neoyorquino las guerras y demás conflictos que han desfilado en seis décadas, desde Corea, Vietnam, Cambodia, Biafra o Ruanda, hasta Bosnia, Afganistán, Chechenia o Irak, pasando por pleitos regionales nunca resueltos (Tíbet, Palestina, Kurdistán, Congo, Cachemira, Sudán). Actualmente, Naciones Unidas tiene ante sus ojos una variada galería de violencias y disturbios que dejan aterido a cualquier observador, mientras otras burocráticas y a menudo ideologizadas dependencias como Unesco, Unicef o FAO, trabajan a nivel de la cultura, la infancia o la alimentación.

Pero a escala política y social, el mundo demuestra en 2012 que sigue estando dispuesto a destrozarse con unos brotes de barbarie, un primitivismo agresor, unas ráfagas de intolerancia, unas desigualdades y malestares que pueden estallar en cualquier momento y en cualquier lugar. El organismo mundial carece de la autoridad o el coraje que permitan por ejemplo, dar un territorio independiente a pueblos con identidad propia que hasta el momento no lo tienen, como el kurdo o el saharaui, aunque lo hizo en 1948 con los judíos. También carece de la capacidad negociadora que pueda destrabar la crisis siria, donde han muerto 11.000 civiles en 16 meses de enfrentamientos. Le falta asimismo la influencia capaz de detener o atenuar algunos fenómenos como el del crimen transnacional organizado en América Latina, donde en el último año se registraron 357.000 muertes violentas, 150.000 de las cuales han sido homicidios dolosos (14.000 de ellos en Venezuela). Esa órbita criminal descalabra la seguridad, amenaza la estabilidad y puede llegar a quebrantar la vigencia democrática en países de la zona. Porque el crimen organizado parece una bomba de tiempo, cuyos detonadores más visibles son el tráfico de drogas y el de armas, aunque dispone de variantes múltiples y apariencias muchas veces engañosas.

Cuando se echa un vistazo a los sobresaltos que alteran la vida internacional, numerosos testigos de esa realidad piensan en la impotencia o la lentitud con que se la considera en Naciones Unidas, incluyendo los trágicos ejemplos de Darfur o Pakistán, pero también en estos momentos el caso de Nigeria -donde feroces choques religiosos pueden provocar 50 muertos por día- o el polvorín de Sudán y de su flamante vecino Sudán del Sur, entre los cuales se libra desde el mes de abril una guerra sigilosa que prolonga los 30 años de conflictos genocidas en ese país. Cuando se habla de la Tierra en peligro por culpa del cambio climático y el calentamiento global que la acción del hombre sigue fomentando, habría que añadir otro peligro igualmente planetario, el de la violencia siempre latente y el de sus focos explosivos, que también comprometen el futuro de la humanidad.

Quienes prefieren ver más allá de la fachada

institucional,

saben que la

Organización de

las Naciones

Unidas ha ido

perdiendo en el

camino la utilidad operativa que quiso tener.

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