En defensa de una ciudad viva

La relación del hombre con los árboles no siempre es alentadora. Cuando se observan cifras sobre la deforestación en la Amazonia, o cuando se repara en la desaparición de los bosques del Chaco a lo largo del último siglo, hay razones para preocuparse por el papel depredador del hombre y ante el futuro que le espera a un planeta cuya devastación acompaña la estampida demográfica de estos tiempos. Sin embargo la vecindad de los árboles es un privilegio que se comparte no solamente en las zonas rurales o las regiones salvajes, sino también en las ciudades, o por lo menos en las que cuentan con el beneficio de una presencia vegetal, como la verde Montevideo. Pocos habitantes, empero, son conscientes de que la masa humana no es la única población viva de la ciudad.

Los árboles son la otra parte que también nace, respira, crece, enferma y muere en medio de un tejido urbano. Como señaló atinadamente un especialista, la presencia del árbol en la ciudad es provechosa no solo porque su follaje ayuda a regular las temperaturas y su silueta embellece el paisaje, sino además porque disimula la fealdad de algunos ejemplos arquitectónicos que pueden desmerecer ese paisaje. Las copas frondosas que se unen en lo alto desde ambos lados de una calle, forman una bóveda encantadora y convierten la perspectiva de algunas cuadras en un placer visual, que mucha gente mira sin ver (y sin disfrutar), mientras el perfil boscoso de ciertos barrios les confiere un carácter inconfundible que los valoriza desde todo punto de vista, constituyendo un aporte inseparable de su imagen, una hermosura identificatoria en la que pocos reparan, quizá porque siempre estuvo allí.

Imaginar a Montevideo sin un solo árbol, es una idea deprimente que casi nadie se plantea como ejercicio útil para reforzar la estima que merece ese marco de vegetación que ampara a la ciudad y en medio del cual una gran cantidad de nativos ha vivido sin mirarlo (ni admirarlo). Más permeables a esa belleza son los visitantes de paso, que a menudo se maravillan ante el copioso arbolado montevideano, con la capacidad de reconocimiento que solo tienen los que miran las cosas desde afuera. Eso explica la indiferencia de numerosos criollos ante sus árboles, la ligereza con que a veces piden -y obtienen- el retiro de un ejemplar que se levantaba ante la puerta de su casa, la violencia con que tajean la corteza para matar el árbol que no les gusta, o la desaprensión con que cubren de cemento su cuadrilátero de tierra.

A pesar de ese maltrato, de las talas injustificadas, del menosprecio popular o del descuido con que muchos árboles muertos siguen en pie sobre las veredas. A pesar de la insuficiencia con que el servicio de Acondicionamiento Urbano de la Intendencia Municipal renueva los ejemplares envejecidos o en peligro de caer, y a pesar de la decrepitud de una parte de esa población vegetal, Montevideo sigue teniendo una envidiable mancha verde bastante única en el mapa urbano de Latinoamérica, un bosque habitado que alberga 400.000 árboles sobre calles, plazas y parques, tantos como la Capital Federal argentina, que es más grande y más poblada. La compañía de los fresnos, paraísos, tipas, plátanos, olmos, jacarandaes, eucaliptos y palmeras, a los que se agregan los ombúes (que no son árboles sino hierbas gigantes), es la mejor vecindad que tienen los montevideanos, aunque a veces lo ignoren.

Esa proximidad es también un patrimonio que pertenece a todos, incluso a quienes no han tomado conciencia de él, aunque por ser un bien común es algo que genera derechos y sobre todo obligaciones, para custodiar debidamente lo que se ha heredado y poder transmitirlo a los que vendrán. Eso sucede igualmente con ciertas edificaciones valiosas que han enjoyado la ciudad y que no siempre han sido salvadas en tiempo y forma por los organismos encargados de su defensa, su mantenimiento y su conservación. Con los árboles montevideanos ocurre lo mismo, y por eso existe una ordenanza municipal que respalda la categoría patrimonial de ciertos ejemplares extraordinarios, cuya preservación y cuidado son obligatorios. No harían falta esas disposiciones si toda la gente aprendiera a solidarizarse con los árboles que se alzan a su alrededor, una tarea sensibilizadora que debería emprenderse desde la escuela. En una civilización arrasadora como la de hoy, eso sería algo urgente.

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