Cinco años atrás, al promulgarse la ley de Migración en nuestro país, en sendos artículos se tipificaron los delitos de tráfico y trata de personas. Si en aquel momento apenas algunos casos aislados suscitaban la inquietud de las autoridades, hoy puede asegurarse que este tipo de figuras penales se registra entre nosotros cada vez con más frecuencia.
Procedimientos policiales como los concretados en las últimas semanas permiten corroborar que Uruguay es una escala cada vez más utilizada en el tránsito ilegal de personas desde y hacia los países vecinos. Las víctimas de ese comercio inhumano suelen ser ciudadanos chinos y dominicanos que traspasan nuestras fronteras de manera clandestina, por lo común, rumbo a Argentina.
Ese tránsito se realiza bajo dos formas delictivas previstas en la ley 18.250. La primera penaliza a quienes participan en el tráfico de personas, es decir a quienes intervienen en el ingreso o egreso ilegal de seres humanos al o desde el territorio nacional "con la finalidad de obtener un provecho para sí o para un tercero".
La segunda, o sea la trata, hace lo propio con quienes intervienen en el "reclutamiento, transporte, transferencia, acogida o el recibo de personas para el trabajo o servicios forzados, la esclavitud o prácticas similares, la servidumbre, la explotación sexual..." entre otras aberraciones. Como puede apreciarse, el objetivo de la trata es la explotación de la persona en trabajos en condiciones denigrantes y reñidos con la dignidad humana. El tráfico, en tanto, apunta al traslado ilegal de emigrantes.
Este último caso es el que se registra con más asiduidad con ciudadanos de las provincias más pobres del interior de China que procuran llegar a Argentina para integrarse a la nutrida colonia de compatriotas radicados en ese país. Los chinos arriban a Brasil por avión, entran subrepticiamente a Uruguay y desde aquí son reenviados, también de manera ilegal, al país vecino. A modo de ejemplo cabe recordar que dos meses atrás la justicia decretó siete procesamientos por tráfico de chinos. Entre los procesados figuró como cómplice un funcionario de la Dirección de Migración que facilitaba esos movimientos.
Las situaciones detectadas con ciudadanos de la República Dominicana tienen otras características puesto que se las vincula a la explotación sexual de que son objeto. Al respecto, hay fuertes sospechas sobre la existencia de una banda de proxenetas que actúan entre la capital y el interior de nuestro país en cuyas redes cayeron varias mujeres dominicanas que fueron retenidas aquí o transportadas a Argentina.
A este sombrío cuadro deben agregarse los datos que surgieron el año pasado cuando en una eficaz intervención la policía desbarató una organización dedicada a medrar con la prostitución en varias ciudades del litoral del río Uruguay, responsable además de haber enviado a Europa, en especial a España, a unas quince mujeres jóvenes, víctimas de una deleznable explotación.
Los antecedentes reseñados confirman así el diagnóstico formulado tiempo atrás por una experta de Naciones Unidas quien determinó que "Uruguay es origen, tránsito y destino de trata de personas". Por esa razón, es preciso que las autoridades extremen esfuerzos para desalentar y perseguir estos ilícitos muy redituables para las bandas criminales. Bandas que, como se ha comprobado, utilizan rutas y esquemas de trabajo que también se emplean para el tráfico de estupefacientes.
Con razón se observa que nuestra ley de Migración, en su capítulo XV, no contiene previsiones sobre la asistencia y reparación de las víctimas de esta clase de delitos. En los hechos, toda vez que la policía logra rescatar a las personas en las situaciones descritas ha sido el ministerio de Desarrollo Social quien se ha encargado de atenderlos. Desvalidos, sin los más mínimos conocimientos del país y en ocasiones sin siquiera dominar el idioma, las indefensas víctimas de tales crímenes deberían recibir una protección legal preestablecida consistente en proporcionarles seguridad personal, asistencia y reparación. A ello se comprometió nuestro país al suscribir en el año 2000 la convención de Palermo contra el tráfico ilícito de migrantes y ratificarla en 2005.
También lo hicieron los demás socios del Mercosur así como Chile lo que posibilita una efectiva cooperación regional para combatir estos delitos sin fronteras.