René Fuentes Gómez
ÉSTE ES un libro raro y de una rara belleza. Y bien podría disfrutarse como otro intento por extender los ecos de la literatura gótica en el Río de la Plata. Lo singular en este caso es que además de la sugestión, la manipulación de la atmósfera, los comportamientos sobrenaturales y otras características de este tipo de literatura, resulta necesario tener en cuenta el desasosiego con que el autor indaga en la historia nacional uruguaya. No por gusto Juan Introini, para sellar aun más la aventura cifrada de su emprendimiento, considera que La Tumba y dos libros de relatos anteriores forman parte de una tragedia fantástica. El autor logra borrar los límites recurrentes entre lo real y lo verosímil, entre el exceso o el hybris de un destino colectivo tangible y la reinterpretación estética de sus fatalismos.
Respondiendo a la simbiosis conceptual de esta aventura literaria, en La Tumba hay dos corrientes textuales que se trenzan y complementan desde el comienzo hasta el final. Una de estas corrientes reúne varios relatos donde aparece Osorio personaje que es algo así como un peón de la burocracia, y a quien le falta parte del dedo meñique de la mano izquierda, tiene un ojo de vidrio y la dentadura postiza, y le gustan el canto gregoriano, los boleros, la magia y el ocultismo. Osorio o "La Tumba", como le apodan en el barrio marginal donde vive, sirve de punto de enlace o médium entre la contemporaneidad y un pasado histórico del cual emerge el espectro de Francisco Acuña de Figueroa (1791-1862, poeta y autor del himno nacional uruguayo). La otra corriente que recorre el libro es una biografía novelada de Figueroa, quien, avistando la cercanía de su muerte, recarga de nuevos significados sus regodeos y recelos del poder colonial y la posterior República Oriental del Uruguay naciente.
"Se trata de determinar si usted es uno de esos que prefiere deslizarse cómodamente como un gusano sobre la superficie insípida, incolora e inocua de las cosas o si elige quebrar la costra, perforar la corteza y asomarse en el magma siempre hirviente (...) desde donde los ancestros claman por lo suyo", le dice Osorio a un periodista novato que visita su oficina en busca de información para escribir una nota sobre el Cementerio Central. También parece ser éste el desafío que Juan Introini propone a los lectores; quienes deberán tener muy en cuenta cada dato ofrecido en los relatos o en los fragmentos discontinuos del "cuaderno marrón" (la voz en primera persona de Figueroa) para develar el tejido de relaciones con que ambas corrientes textuales se potencian mutuamente.
Figueroa comienza el "cuaderno marrón" contando la cifra abrumadora de epigramas que publicó, descartando otros tantos, atesorando la otra parte de su obra en un baúl. Felipe, su interlocutor, sirviente y discípulo, lo escucha expresarse con una sinceridad radical: "Nuestro destino quedó marcado desde el origen: ser un fortín en tierra de nadie, un baluarte en medio del desierto, un antemural contra la lanza y la barbarie". Fortín, que más de dos siglos después, mantiene ciertos paralelismos con la mansión progresivamente deteriorada que Osorio visita para organizar junto a otras criaturas deleznables un coro de castrati. En esa mansión María Pía escucha "un retumbar desde profundidades mucho más hondas que el sótano" y va anotando lo que luego será el "cuaderno marrón"; cuaderno que de algún modo también refleja el escepticismo con que otros personajes del presente enfrentan el abandono, la desidia y la locura. Uno de ellos es Toby, quien se pone los audífonos del walkman, despliega un mapa sobre la mesa de un boliche montevideano y sueña con ganar la lotería para entrar por la puerta grande en Nueva York. Otro es el señor Nobody (Nadie), quien —reforzando las connotaciones de su nombre— se refugia en la coraza invisible de su traje gris y habla un castellano sin regionalismos, desplazándose por varias ciudades del mundo sin señas particulares ni una idiosincrasia específica. Nobody se deleita y celebra además la impersonalidad reinante en los aeropuertos; esas "catedrales. sin Dios" que permiten a Introini hacerle un guiño a la poesía de Alfredo Fressia (quien prologa el libro).
"Para mí todos resultan iguales en el rasero de los años: a todos me acerqué, a todos serví, a todos alabé, y a todos, cuando llegó la hora, abandoné", confiesa Figueroa. Pero Osorio no tiene la misma suerte. Él se reconoce como parte del sistema, como uno más que revuelve y archiva papeles viejos. La inercia y la chatura donde se encuentra atrapado lo obligan a indagar e imaginar también con su ojo de vidrio. Es por eso que elige el filo de un cuchillo y sus opiniones hirientes para evocar ese "magma hirviente" de donde emerge la voz de Figueroa y un dramatismo que despoja a personajes históricos y de ficción del linaje, poder, dones, méritos, defectos y vicisitudes que en épocas diferentes ostentan o padecen. De este modo las circunstancias presentes en que se escribe este libro intenso y polémico permanecen girando entre las letanías del imaginario de la patria nutricia y el vaciamiento inquietante que recorre la actualidad nacional.
Juan Introini (Montevideo, 1948) ha publicado además El intruso (1989) y La llave de plata (1995), y es profesor de Latín en la Universidad de la República.
LA TUMBA, de Juan Introini. Ediciones del caballo perdido. Montevideo, 2002. Distribuye Gussi. 149 páginas.
Música
DANIEL BARENBOIM — EDWARD W.SAID. PARALELISMOS Y PARADOJAS. REFLEXIONES SOBRE MÚSICA Y SOCIEDAD, prólogo de Ara Guzelimian, Ed. Debate, Buenos Aires 2002, 198 págs.
LA PORTADA acumula título, subtítulos y el reconocimiento del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2002. El carácter heterogéneo del contenido está explicitado en las anotaciones que dicen "Paralelismos y paradojas" además de "Reflexiones sobre música y sociedad". La edición y el prólogo de Ara Guzelimian, sirven al diálogo entre Daniel Barenboim y Edward W. Said. El hecho de que intercambien ideas un músico famoso de origen judío nacido en Buenos Aires y un reputado crítico de arte y profesor de la Universidad de Columbia, nacido en Jerusalén en el seno de una familia palestina y que vivió en Egipto y el Líbano, justifican de antemano el interés del lector.
El prólogo explica las razones y orígenes que han convertido en amigos a Barenboim y a Said. El abanico que abarcan las conversaciones recogidas es muy amplio y no se limita al campo artístico y mucho menos al musical, no obstante la inevitable preponderancia de referencias al mundo sonoro. Los dos interlocutores se sienten sensibilizados ante otros aspectos de la realidad social y política actual, o del pasado con resonancias vigentes como sucede con el caso de Wagner y su antisemitismo.
Una buena parte del diálogo alude a las dramáticas tensiones que separan a Israel del mundo árabe, hecho que Daniel Barenboim no esquiva —incluso pone ejemplos de su experiencia personal con músicos de ambos bandos que bajo su batuta en el Taller de Weimar, en 1999, demostraban cuánto ignoraban del otro—. Wagner y Furtwängler ocupan, no solamente desde el punto de vista estético, buena parte del texto.
Barenboim, que ha defendido la interpretación de la música de Wagner en Israel, no olvida que a los once años cuando era un pianista prodigio, Furtwängler lo escucha, lo aprueba y lo invita a actuar con él y la Filarmónica de Berlín. Eran tiempos muy próximos al final de la Segunda Guerra y no pareció conveniente hacerlo. El director alemán no sólo lo entendió sino que escribió la famosa carta, que en palabras de Barenboim, le abrieron las puertas del mundo musical.
Cuando los interlocutores se sumergen en la música surgen los mejores momentos del diálogo. Por ejemplo, acerca del carácter esencialmente efímero del sonido, la partitura y el texto literario como absolutos. Said es menos flexible que el músico en este tema, quizá porque Barenboim defiende el derecho del intérprete que se interpone en toda visión ortodoxa de una obra.
Algunos de esos enfoques conducen a la interesante visión de la Segunda Escuela de Viena con su atonalismo y posterior dodecafonismo como una forma de exilio, no sólo del mundo social sino también del universo tonal.
El concepto de "paralelismo", impreso en el subtítulo, origina paseos sugerentes por el mundo de la literatura, la música y hasta el universo político de los acuerdos de Oslo. Queda de esas divagaciones la sensación de que ambos interlocutores ocupan, desde sus puntos de vista estrictamente personales, esos mundos. Ambos coinciden en la tendencia cultural por comprimir que se vive en los momentos actuales. Ello lo advierten particularmente en el campo de los programas de TV y los 40 segundos que dura "el tiempo de interés": es decir, la fracción que debe atrapar al televidente de manera convincente para no cambiar de canal. Comparten la misma visión moral de la personalidad de Wagner como cercana a la infamia, aunque no duda, particularmente Barenboim, de su importancia musical que, por cierto, el músico analiza en detalle en uno de los mejores momentos que el libro recoge.
El otro aspecto importante y que articula en una coincidencia a los dos interlocutores, tiene que ver con el sentido que se otorga a la historia, al tiempo como flujo que incluye un pasado, un presente y un futuro. Tanto para lo artístico como lo ideológico, es preciso transitar por el pasado para comprender el presente. Una buena lectura de Virgilio, dice Said, me ayudará a entender mejor a Rushdie. Y Barenboim acota que la comprensión del pasado conduce necesariamente al presente, es decir, todo lo contrario de un rígido conservadurismo. Beethoven o Bach son para él, músicos modernos que plantean y responden al mismo universo de "aire sonoro". Quizá sea ésta la virtud básica del libro: recoge una visión crítica y viva —por apasionada—, de la realidad multiforme que implica vivir hoy, o en cualquier tiempo y lugar.
H.G.R.
Ensayo
DOLOR PAÍS, de Silvia Bleichmar. Libros del zorzal. Buenos Aires, 2002. Distribuye Gussi. 91 págs.
DOLOR país es un breve ensayo acerca de los aspectos psicológicos, éticos y metafísicos de la actual situación argentina. Es obra de una psicoanalista y docente universitaria de amplia experiencia, que transcurrió parte de su juventud en los ’60 y escribe bien y con convicción. Fue redactado en marzo de 2002, tres meses después de ese "diciembre" que se menciona una y otra vez. No se trata, por lo tanto, de un ensayo largamente pulido, sino de una "obra urgente". Es un análisis, una denuncia, un desahogo y un intento de indicar algunos caminos éticos, ideológicos y anímicos que conduzcan a la rehumanización de una sociedad devastada.
Queda claro que la pérdida de ideales solidarios, el relativismo moral ("en el que la explicación de un hecho deviene su justificación"), la habituación a pensar en términos económico-financieros (ante los cuales la aspiración colectiva a un futuro mejor es "pura imaginería carente de principio de realidad"), el dividir a los semejantes en ganadores y perdedores (que convierte a las víctimas en responsables de su desamparo) actuaron en paralelo con la corrupción política y la lógica del negocio para deshumanizar una sociedad en la que la miseria y la desesperación coexisten con una casi total desesperanza.
Pero no es extremar los argumentos de la autora ni darles un alcance metafísico mayor del que tienen decir que, en Dolor País, la sociedad argentina está caracterizada como una sociedad del mal. Sólo que en la Argentina que acabó de derrumbarse en diciembre de 2001 "la forma de producir dolor en otro ser humano" ya no se define por la agresividad, el sadismo o la crueldad, como sucedió en períodos anteriores, sino por la "banalidad del mal". La expresión, acuñada por Hannah Arendt en un estudio sobre Eichmann, se refiere a la clase de mal perpetrado por personas no intrínsecamente sádicas o crueles sino incapaces de reconocer la existencia del otro. En las acciones de los últimos gobernantes argentinos y de los representantes de los grandes intereses ecónomicos no ha habido nada de "la crueldad de los viejos patrones de estancia argentinos que sostenían el poder a rebencazo y cepo". Sólo hubo ausencia de empatía y la preocupación por alcanzar ciertas metas (no siempre delictivas y a menudo racionales) con la mayor eficiencia posible. Un mal apático, cotidiano, civilizado, moderno.
Frente a la honestidad, sagacidad y contundencia con que Bleichmar analiza la situación, resulta descorazonadora la sensación de que, a pesar de las buenas intenciones, ella tampoco sabe cómo "comenzar a recuperar la dignidad de ser quienes somos". De hecho, el problema parece radicar justamente en ese elusivo "quienes somos" y Bleichmar no se da cuenta que mientras fustiga a sus compatriotas por el deseo de aparentar un poder económico que ni siquiera fue real en la época del granero del mundo y de ocultar por vergonzoso cualquier signo de pobreza, presenta como ejemplo de dignidad, de "ser quien se es", a una señora "sobria y educada" de su barrio que gasta lo poco que obtiene en limosnas comprando no pan sino medialunas de manteca rellenas. Que Bleichmar, con todo su corazón y toda su inteligencia, no perciba esta y otras contradicciones no invalida el análisis desarrollado en el libro. En realidad, muestra cuán diseminados y profundamente implantados están los oscuros deseos colectivos que ayudaron a quienes reemplazaron una clase de mal por otra.
J. G.
Novela
HOT LINE de Luis Sepúlveda, Ediciones B., Barcelona, 2002. Distribuye Ediciones B. 94 pp.
HOT LINE es una novela corta del chileno Luis Sepúlveda, que, no por su dimensión escueta, atrapa al lector desde el primer párrafo, lo lleva de un tirón hasta el final del texto en un viaje directo y llano, promete mucha fruición de lectura y concreta poca. Se lee rápido y se olvida con igual ritmo. Sin desconocer el goce real del paso de las páginas mientras duran, la novela confirma los atractivos indudables y las limitaciones no menos ciertas del prolífico escritor.
Conquistador del gran éxito internacional con su anterior Un viejo que leía novelas de amor y reiterado en diversos géneros literarios (Mundo del fin del mundo, Patagonia Express, Historias marginales, Desencuentros), Luis Sepúlveda aplica en Hot Line la misma tijera narrativa, reveladora de su militancia en la promoción de la lectura, en el arte de contar y gozar al hacerlo, en el culto de la novela de aventuras. Su prosa rezuma alegría y contento del acto de escribir, pese a tratarse de una historia de policías y criminales. Y de contener los tópicos, en toda la obra del autor, de su preocupación por la ecología y por el reciente pasado político chileno —Pinochet, la revolución, el ‘no olvido ni perdón’, etc.—, con rasgos, a veces, de obviedad y panfleto.
Publicada primero como folletín en un periódico español, en homenaje al género y a Alejandro Dumas, padre, uno de sus máximos representantes, Hot Line sigue las andanzas de un policía rural de origen mapuche. En la Patagonia chilena, el policía sorprende a una partida de militares ladrones de ganado, hiere en forma humillante y nalguera al hijo de un general pinochetista. Para evitar las represalias castrenses, es transferido a Santiago a la sección de delitos sexuales, allí languidece con fama de gatillo nervioso, y falto del amplio espacio patagónico, entabla relación con una mujer taxista, cuyo compañero ha desaparecido durante la dictadura, se involucra en un caso de amenazas telefónicas contra dos actores ex-exiliados y gestores de una "línea caliente" de sexo.
En Hot Line todo es rápido, sugerente, prometedor, pero superficial en último término: los capítulos, cortos; las situaciones ocurren veloces; los personajes, con rasgos poco comunes, pintorescos, atrayentes, se presentan fulgurantes y se pierden en una dimensión plana; el paisaje, urbano o a cielo abierto, se enroca y diluye en trazos sucintos; la peripecia, intriga o lo que sea, galopa entre cabos sueltos. Todo eso sucede a través de una prosa ligera, fluida, armoniosa de elevado corte periodístico. De algún modo seduce, pero no convence. A mitad de camino queda una posible buena novela.
O. I.