Una historia muy indecente

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László Erdélyi

BASILIO ERDELYI, padre del autor de este artículo, siempre recordaba una anécdota de su infancia. Tenía 8 años, y un viejo sargento de la Wehrmacht lo paseaba en el sidecar de su moto, en su bucólico pueblo natal de Transilvania. Recordaba al soldado alemán, a pesar de su imponente uniforme, como un hombre afable y cariñoso, casi un amigo. Un día fue a verlo y lo encontró llorando, desconsolado. Habían atentado contra la vida de Hitler, su Führer, su amado líder, y no lo podía creer. Era la primera vez que Basilio veía llorar a un hombre grande.

Esa imagen nunca se borró de su mente. Cuando siendo adulto tomó conciencia de los horrores desatados por los alemanes en aquella guerra, la imagen volvió con más fuerza, asociada a una pregunta: cómo hombres buenos, trabajadores, de familia, pertenecientes a la cultura que dio a Goethe y Beethoven, pudieron caer tras el hechizo de hombres toscos como Hitler y apoyarlos hasta la muerte, en un proceso de deshumanización pocas veces visto en la historia del hombre.

Pero no fue el único en plantearse esa pregunta. Se han escrito 55.000 libros diferentes sobre el III Reich en los últimos 60 años, títulos de variado género y extensión. Se agregan ahora cuatro más: El Tercer Reich, Una nueva historia de Michael Burleigh, Los juicios de Nuremberg de Michael Overy, una lujosa reedición de las Memorias de Albert Speer, y también la reedición de Hitler and the Germans de Eric Voegelin, volumen perteneciente a la edición de sus obras completas (34 tomos) que está llevando a cabo la Universidad de Missouri.

El libro que más llama la atención es el de Burleigh, no sólo por su tamaño. Sucede algo curioso: a pesar de ser una historia conceptual, interpretativa, que no respeta lo cronológico de los hechos, se puede abrir en cualquier página y descubrir relatos y conclusiones impactantes, de gran claridad para cualquier lector. Es que Burleigh ha sabido elegir, de la enorme masa de datos conocidos, aquellos que cuestionan las "explicaciones" más aceptadas por el público y por el mundo académico. Una jugada, por cierto, muy audaz.

VIOLENCIA INAUDITA. Por ejemplo, siempre se ha explicado la extrema violencia con que actuaba el ejército alemán como parte inherente a la naturaleza guerrera germana, como el rasgo principal de un pueblo que prefería el lenguaje de las armas al de la diplomacia. Sin embargo Burleigh no se deja encandilar y va al mínimo componente, al soldado común, el que luchó por ejemplo en el frente del Este contra la Unión Soviética. Entre 9 y 10 millones de soldados alemanes participaron en este frente, con un porcentaje altísimo de bajas. Un regimiento de elite, el Gross Deutschland, comenzó la campaña del frente ruso en 1941 con seis mil hombres; a finales de año había perdido cuatro mil hombres, y dos meses más tarde, en febrero de 1942, sólo quedaban tres oficiales y treinta miembros de la tropa original. Las pérdidas se reponían en forma rápida, pero el resultado era el de unidades militares integradas por desconocidos reunidos en forma precipitada, sin vínculos sociales o regionales que los unieran. Frente a un enemigo poderoso como el ejército Rojo, en una guerra sin cuartel donde la vida humana valía muy poco, la sobrevivencia sólo era posible en base a una férrea disciplina. Se castigaba cualquier pequeña infracción —ni hablar de la deserción o el automutilamiento— con el pelotón de fusilamiento. Por penas de este tipo los alemanes fusilaron, sólo en el frente ruso, a 15 mil de sus hombres. Los ingleses, durante toda la Segunda Guerra Mundial, sólo ejecutaron a 40 de sus soldados, y los franceses a 100.

"La compensación por una disciplina de combate draconiana consistía en una virtual licencia para hacer con otros lo que a uno le apeteciese" explica Burleigh. Los civiles rusos lo vivieron en carne propia más que nadie; los hacían sufrir brutalidades inauditas, saqueos sin sentido, hasta les robaban la ropa a los niños. "A la más leve resistencia se aplicaba una violencia extrema". Las atrocidades raciales, a su vez, se engloban dentro de este fenómeno con una diferencia: estaban planificadas de antemano.

Otro tema es el debate sobre el alcance de la ideologización nazi en filas de la Wehrmacht, es decir, hasta qué punto oficiales y soldados del ejército regular compartían las fobias racistas contra judíos y —en el caso del frente ruso—contra los "inferiores" eslavos. Michael Burleigh encuentra un camino para desenmascarar teorías perimidas: decide analizar la política de directrices dadas por los mandos alemanes sobre cómo tratar a los prisioneros rusos en cautiverio.

Entre 1941 y 1945 los alemanes tomaron prisioneros a 5.700.000 soldados del ejército soviético: sólo sobrevivieron al cautiverio 900.000. Durante esos cuatro años el alto mando alemán emitió numerosas directivas sobre cómo se debía tratar a estos prisioneros, cuánto pan debían recibir por día (20 gramos), cómo implementar la disciplina en los campos de concentración, cómo aplicar castigos, etc. Todo dentro de un marco general que pretendía transformar la invasión en una guerra ideológica contra el "bolchevismo judío", más que en un conflicto convencional. Este punto, para Burleigh, resulta central, pues en el tratamiento del enemigo, "la eliminación general de contenciones jurídicas significó que la única fuente de decencia era la conciencia humana". Y entonces descubre el dato: la Orden de los Comisarios emitida el 6 de junio de 1941, que ordenaba que los funcionarios del Partido Comunista, civiles y militares, debían ser asesinados in situ por el ejército alemán, no se los podía tomar prisioneros. El autor investiga la aplicación de este decreto, y descubre que no se ejecutaba en la generalidad de los casos, al punto que en los campos de concentración en Alemania había numerosos comisarios políticos entre los prisioneros. A diferencia de los altos mandos de la Wermacht, donde las pruebas de comportamiento racista abundan, muchos mandos medios no aprobaban la crueldad de estas medidas, y sencillamente las obviaban. El dato dice mucho de hasta dónde estaba podrida la manzana.

Otra fuente para Burleigh fue la de las cartas que los soldados enviaban a sus familiares. No le sirven las cartas de los soldados que Goebbels hacía públicas —seleccionadas, por supuesto— en la cual sólo hablaban de su odio al judío y al bolchevique. Le sirven, en cambio, las cartas capturadas por los soviéticos en trenes postales alemanes, guardadas hasta hoy en día, donde muchos soldados buscaban compartir con sus seres queridos las penurias diarias, la incertidumbre y el temor a la muerte, dejando entrever un genuino rechazo a la violencia que los había embrutecido.

UNA NUEVA HISTORIA. Podrá decirse que el trabajo de Burleigh fue el de un ratón de biblioteca muy inteligente, y nada más. Basta descubrir en la bibliografía del libro a quién agradece el autor, para saber que no es así. Reconoce una gran deuda intelectual con un libro fundamental para la historia del siglo XX, El pasado de una ilusión de Franois Furet, pero también con Eric Voegelin, Raymond Aron y el polaco-israelí Jacob Talmon. El primero en realidad escribió sobre el comunismo luego de la caída de la Cortina de Hierro. Sucede que con este derrumbe se fueron al tacho muchos preconceptos, como el del antifascismo militante que ejercían los comunistas y que impedía estudiar bajo una misma lupa tanto al comunismo como al nazismo. Llegó a la conclusión de que es imposible explicar el nazismo sin el comunismo. A cierta izquierda melancólica esto le ha caído muy mal.

Los otros tres autores, Aron, Voegelin y Talmon, hablan un mismo idioma: el de los movimientos políticos como religiones. Lo explica el mismo Burleigh al decir que su libro es "una crónica del desmoronamiento moral y la transformación a largo plazo de una sociedad industrial avanzada" donde "las masas, estimuladas por sectores irresponsables y egoístas de la elite, a los que el filósofo de la historia Eric Voegelin calificó memorablemente como ‘una chusma malvada’, arremetieron contra la caridad, la razón y el escepticismo, depositando su fe en el personaje por demás ridículo de Hitler, cuya propia existencia miserable adquirió sentido cuando descubrió que su propia rabia contra el mundo podía alcanzar a ser una rabia indefinida". El proceso por el cual un pueblo deposita su fe en un movimiento político queda plasmado en el primer capítulo del libro, que cronológicamente se inicia antes de la Primera Guerra Mundial. Allí está la Alemania sumida en una brutal crisis etica y moral, que se agudiza con el clima de desesperanza de la década del ‘20, hasta que aparece el nazismo, prometiendo redimir todos esos dolores. Resulta memorable el relato de cómo el movimiento nazi estableció su base de poder social, peleando los militantes palmo a palmo a los comunistas alemanes, mucho antes de que cristalizara lo que Burleigh llama "el dominio cinemático", el de las demostraciones públicas, donde los actos llegaron a tener una liturgia impresa que detallaba el ritual hasta en sus mínimos detalles.

Pero la preocupación central de Burleigh, que campea en todo el libro, es "el ataque a la decencia" de los nacionalsocialistas. "Nunca llegó a surgir nada tan coherente como una ‘etica’ nazi para rivalizar con, digamos, la ética judeocristiana o utilitarista, y el racismo extremo carecía por definición de aplicación universal". Ese racismo estaba dirigido contra muchos pueblos y etnias, pero alcanzó categoría de absoluto contra los judíos.

EMPRESA VASTA Y MINUCIOSA. En el caso del Holocausto Burleigh también cambia la pisada, pide "dejar el análisis no muy esclarecedor de la excepcionalidad", para hacer del fenómeno algo mucho más complejo.

Los crímenes contra la población civil de los nazis fueron "de tal vastedad y de tan minuciosa ejecución, incluyendo entre sus víctimas desde comunidades urbanas enteras a niños pequeños escondidos en pajares" que el abordaje debe ser cuidadoso, citando casos de todos los países implicados. Describe los vaivenes y la escalada de las órdenes dadas tanto por Reinhard Heydrich como por Himmler a lo largo de los años, primero en la eugenesia de los enfermos mentales alemanes, hasta la rapida operación para deportar a todos los judíos húngaros (1944) hacia las cámaras de gas. La realidad de las matanzas en Polonia, Rusia, Ucrania o Francia, por citar algunos de los países, también plantea diferencias sustanciales. El antisemitismo de los polacos o de los ucranianos, por ejemplo, es un factor que no puede quedar fuera del análisis, pues influyó en la modalidad con que los nazis aplicaban las matanzas, cuando no las ejecutaban ellos mismos.

Un aporte interesante pasa por el estudio de la mentalidad de los asesinos. "Hans Krüger supervisó en octubre de 1941 el asesinato de diez mil judíos en un cementerio en las afueras de Stanislau, paseando delante de una tumba colectiva disparando su arma furiosamente, mientras comía salchicha y tomaba vodka de una botella que le habían llevado. Luego cobró al Consejo Judío 2.000 zlotys por la munición" relata el autor, para aclarar luego que "estos son casos extremos, que nos dicen poco sobre la mayoría de los asesinos".

Himmler buscó que los miles de hombres encargados de estas tareas (los Einsatzgruppen en Rusia contaban con 100.000) conservasen la normalidad mientras hacían cosas anormales. El líder nazi insistía en equiparar "dureza y decencia", y recalcaba la necesidad de que a las matanzas le siguieran "reuniones amistosas" abstemias para comer y comentar lo "sublime de la vida emocional y intelectual alemana". Claro que la fórmula no siempre funcionaba, y los predadores humanos daban rienda suelta a sus perversiones. Pero en general se consiguió lograr una desconexión moral selectiva en la mente de los asesinos, individuos que tampoco responden al estereotipo del asesino racista ideologizado de las SS o los Einsatzgruppen. La gran mayoría eran policías de edad madura, formados antes del advenimiento del gobierno nazi, y no precisamente de las clases sociales que más siguieron a los nazis. El estudio que cita Burleigh, el de Christopher Browning sobre el Batallón de Policía de Reserva 101, pone los pelos de punta, no tanto en el tipo de crímenes que cometieron ("yo sólo maté niños, porque mi compañero ya había matado a sus madres" se disculpó uno), sino porque el antisemitismo no surgió como una motivación para asesinar. Habrían matado a cualquier grupo o etnia que les hubieran ordenado.

Pero el ejemplo más duro es el de los 90 niños de hasta 5 años que los hombres del Sonderkommando 4to. y las Waffen SS olvidaron asesinar junto a sus padres en Bjelaja-Zerkow, cerca de Kiev, en agosto de 1941. Dos capellanes de tropa alemanes intervinieron para que no los mataran, pero al final la discusión entre los mandos volvió a un plano meramente "técnico" y decidieron ejecutarlos, aunque nadie quería hacerlo, todos argumentaban que sus hombres también tenían hijos pequeños. Al final le dieron la orden a unos paramilitares ucranianos, quienes temblando los fusilaron en un bosque cercano. Nadie les preguntó a los ucranianos si tenían hijos.

Pero a Burleigh también le preocupa la trivialización del Holocausto, producto de "ciertas formas coléricas en que se está conmemorando e institucionalizando", que en los hechos "poco tienen que ver con la enormidad del acontecimiento original en sí" porque "el Holocausto rompe los límites de cualquier esquema intelectual que pretendamos imponerle".

ANTES DE NUREMBERG. Otro episodio clave para el tipo de enfoque de Burleigh fue el de los interrogatorios previos a los juicios de Nuremberg, lo cual motiva el libro de Richard Overy Interrogatorios, El III Reich en el banquillo. Muchas veces se ha contado el juicio en el cual se juzgó a la camarilla de Hitler, "pero el período que medió entre su captura, en mayo y junio de 1945, y la apertura del proceso, el 20 de noviembre de ese año, sigue sumido en la oscuridad" explica Overy. Lo que muchos han considerado un entreacto es, en realidad, mucho más. Fueron dos mil interrogatorios a los hombres que comandaron la atrocidad nazi. Un festín para historiadores, y para el lector ávido de nuevos testimonios.

El libro consta de dos partes. La primera, Introducción a los interrogatorios, sirve como contexto informativo para comprender mejor la segunda parte, Los interrogatorios, donde está el jugo del libro. Allí contestan preguntas Hermann Goering, Rudolf Hess, von Ribbentrop, Wilhelm Keitel y Albert Speer, entre otros. Deja sin aliento el testimonio del médico Franz Blaha, testigo y participante de los experimentos con seres humanos en Dachau. Pero Overy también entresaca, en forma inteligente, frases o comentarios de todos los protagonistas secundarios, ya fueran guardianes, mozos, traductores o jueces. Porque esta banda de criminales patéticos y tristes era, aunque pareciese mentira, todo lo que quedaba de un régimen que había aterrorizado al mundo a una escala sin precedentes en la Historia, cuyas características provocaba y aún provoca asombro. "El sistema político nazi" escribía un funcionario británico, "era tan fantástico como una aventura del barón de Munchhausen".

El que se diferenciaba en forma notoria de esta banda era Albert Speer, por su capacidad analítica para desnudar el carácter de la dictadura nazi. Resultaron claves sus observaciones sobre cómo dominaba Hitler al entorno cercano, o los resortes de la macroeconomía del III Reich, sobre todo luego de que él tomó las riendas de la producción de armamentos. Se comportó en forma sutil y elegante, "sedujo" a la mayoría de sus interrogadores y colaboró en forma amplia, aunque pidió que quedara escrito en forma explícita que "él no iba a figurar entre los que calumniaban para exculparse".

Lo que Speer no pudo decir antes ni durante Nuremberg lo escribió luego en sus polémicas Memorias (1969), porque a diferencia de sus compañeros en el banco de acusados esquivó la horca y sólo ligó 20 años de prisión. Las Memorias, reeditadas 35 años más tarde en tapas duras y con un lujo pocas veces visto, es uno de los testimonios más importantes que han dejado los jefes del nazismo. Si bien Speer, como arquitecto predilecto de Hitler, no fue una luminaria en la materia ("no fue ningún Bernini, Wren o Lutyens" afirma Burleigh), estaba orgulloso de su capacidad organizativa, y tenía por qué. No sólo alcanzó cifras récord en la producción de armamentos alemana; la organización Todt, mientras estuvo bajo su mando (1942-45), realizó bunkers, caminos, fortificaciones, puentes, aeropuertos, y mucho más "a una escala como no se había visto desde el Imperio Romano" señala el Oxford Companion to World War II. Esto fue el pilar fundamental de su postura como mero tecnócrata del régimen, "ajeno" a las barbaridades nazis. Los jurados de Nuremberg le creyeron.

UN ALEMAN INCOMODO. En 1938 la Gestapo invadió la casa de Eric Voegelin y su mujer, confiscándole libros prohibidos por el régimen nazi como El Manifiesto Comunista, entre otros. "Llévense también Mein Kampf de Hitler" les dijo, "aunque sólo sea para demostrar la catolicidad de mis intereses intelectuales". Más tarde la Gestapo intentó confiscar su pasaporte y puso su casa bajo vigilancia. Allí Voegelin hizo valijas, huyó primero a Suiza y luego a Estados Unidos, donde pasó toda la guerra.

El temor de los nazis tenía razón de ser. A diferencia de la mayoría de los alemanes, que ante el ascenso de Hitler aplaudieron embelesados, a otros pocos alemanes como Voegelin "su instinto, su humanidad o su inteligencia les prohibieron esa suspensión del sentido crítico, o sus valores políticos y religiosos básicos les impidieron descender a la neobarbarie moral" escribe Burleigh. Simplificando, para Voegelin el movimiento nazi tenía mucho de religión, no por su capacidad de trascendencia, sino por la caricaturización de esquemas fundamentales de la fe religiosa. A raíz de dos libros que publicó en 1937, La idea de raza en la historia intelectual y La raza y el Estado, y otro de 1938, Las religiones políticas, los nazis catalogaron su obra de "inaccesible", no sólo porque dejaba en evidencia el mamarracho de las teorías científicas nazis, sino también porque consideraba al nazismo "como síntoma de una enfermedad espiritual más amplia" escribe Burleigh.

La Universidad de Missouri está llevando a cabo la monumental tarea de publicar las obras completas de Eric Voegelin en inglés, en 34 tomos, de los cuales ya han publicado 31. En español hay numerosas ediciones académicas parciales de estos textos, y se puede bajar en forma gratuita una selección de los mismos vía Internet, en el sitio del Centro de Estudios Públicos de Chile (www.cepchile.cl).

El último título publicado en la serie de la Universidad de Missouri es Hitler and the Germans, una recopilación de conferencias que Voegelin dió a su regreso a Alemania en la Universidad de Munich, año 1964. Allí dijo, entre muchas otras cosas, que sin sentimiento de culpa nunca se daría una desnazificación completa en la cabeza de los alemanes. El conferencista recibió del público insultos y amenazas, igual que bajo el nazismo. Pero una parte del auditorio lo aplaudió, cosa que nadie pudo hacer en 1938.

EL TERCER REICH, UNA NUEVA HISTORIA, de Michael Burleigh. Taurus, Buenos Aires, 2003. Distribuye Santillana. 916 págs.

INTERROGATORIOS, EL TERCER REICH EN EL BANQUILLO, de Richard Overy. Tusquets Editores, Barcelona, 2003. Distribuye Urano. 653 págs.

MEMORIAS, de Albert Speer. El Acantilado, Barcelona, 2003. Distribuye Gussi. 932 págs.

HITLER AND THE GERMANS, de Eric Voegelin. University of Missouri Press, Columbia, 2003. 286 págs.

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