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"No me gusta que me llamen folklorista"

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Guillermo Pellegrino

NACIDO en Montevideo en 1939, Marcos Velásquez es reconocido como un creador original dentro del amplio espectro de la canción popular uruguaya. Sus textos-canciones, llenos de ingenio y de humor, fueron grabados por varios intérpretes nacionales y también de fuera de fronteras. Su personalidad errante (que además de recorrer todo el Uruguay lo llevaría a Perú, y por causas de fuerza mayor a Chile y Francia, donde vivió quince años) lo ha convertido en un artista atípico, que ha grabado en contadas ocasiones. Como contrapartida, esa vida trashumante colaboró a acelerar su vocación de estudioso de los orígenes del folklore, rescatando ritmos y costumbres de cada lugar. A raíz de esta tarea ha recogido testimonios sonoros desconocidos y valiosísimos: las voces de cantores como Oscar Villanueva, Nicolás Basso y Humberto Correa (quienes no han dejado registros oficiales), forman parte de sus archivos, hoy algo desperdigados.

Quizás sea por causa de esa singular manera de entender la vida y el arte, que Velásquez ha elegido (cabría preguntarse si realmente lo eligió o el país, como a tantos artistas valiosos, lo dejó sin opción) deambular por los arrabales del olvido. Cuanto menos en lo que hace al gran público, necesitado de aparatos publicitarios y figuración permanente para ejercitar la memoria. Por eso, la charla con él comienza por el final, por lo que está haciendo actualmente. "Me doy el lujo de hacer algunas charlas sobre historia de la ciencia del folklore: de cómo nace, cómo se desarrolla y cómo se inscribe dentro de la antropología cultural. Y si me doy ese lujo no es porque yo sepa mucho, sino porque, en general, la gente sabe muy poco, o más bien nada. Hay que tratar de eliminar la confusión que existe en torno a la palabra folklore, usada casi invariablemente con un sentido despectivo, como sinónimo de viejo, caduco, que no tiene nada que ver con la juventud; o a veces usada como sinónimo de autóctono, algo que tampoco tiene nada que ver".

UNA ESCUELA SINGULAR

—Pero ahora lo encuentro en Paso de la Arena, donde tengo entendido que pasó algún tiempo de su niñez, ¿verdad?

—Exacto. Yo nací en la calle Vázquez Sagastume, en La Teja, pero al año y pico me trajeron al Paso de la Arena, donde me crié. En realidad es entre Paso de la Arena y Nuevo París, al lado del Camino de las Tropas.

—¿Cómo era esa zona en aquella época? Cuénteme cómo era su atmósfera.

—¡Era un cuadro de Blanes! Gauchos a caballo que, desde La Tablada hasta el Cerro, llevaban las tropas por aquel camino. De noche ese gauchaje se reunía en los boliches del barrio por los que pasaban guitarreros, acordeonistas, recitadores y payadores. Tuvimos como vecinos a Aramís Arellano y a Carlos Molina, quien llegó a cantar alguna cosa que escribía mi padre; estábamos permanentemente con ellos. En ese ambiente crecí.

—Una escuela paralela...

—¡Es que para eso no había otra! Yo iba a la 150 donde me hacían cantar cosas como "Alma llanera", por darle un solo ejemplo. No se enseñaba nada de lo uruguayo y hasta hoy no se enseña. Si uno quería aprender a cantar un estilo, una milonga, una vidalita ¿con quién iba a aprender? Los personajes que frecuentaban aquellos boliches eran los únicos maestros posibles. Yo digo que esos lugares, en la época, cumplían el rol de casas de cultura. Aquel mundo me gustaba de verdad, porque uno puede criarse allí y terminar odiándolo, pero a mí me llamaba, lo sentía.

—Imagino que para muchos de sus amigos de entonces no sería nada fácil entender ese mundo que a usted tanto lo fascinaba.

—Tuve un conflicto grande porque me era muy difícil explicarle a una novia que me gustaba el payador Carlos Molina y que me importaban un pepino Elvis Presley o Los Beatles (risas). La cosa cambió cuando en los ’60 se puso de moda y empezó a usarse la palabra folklore. A mí no me gustaba que me llamaran folklorista.

—¿Y usted cómo se define?

—Lo que yo hago se llama canto criollo. ¡Pero mire que a gente como Alberto Moreno y Oscar Villanueva también les ofendía que los llamaran folkloristas! Para ellos "los folkloristas" no eran más que una manga de disfrazados que cantaban cualquier cosa. Acá hubo una gran cantidad de cantores criollos, la mayoría de ellos murió sin haber grabado nunca. Es que se empezó a grabar tardíamente, el que no iba a Buenos Aires la quedaba. Estos antiguos cantores criollos no se vestían de gauchos; ¡al contrario! cantaban de frac y de moña.

—En este punto, en general, hay una idea distorsionada.

—Seguramente. También hay una confusión cuando se cree que el cantor criollo le canta al campo y al gaucho ¡Nada más alejado de eso! Los cantores criollos cantaban cosas de los grandes poetas de la lengua hispana, a quienes adaptaban a nuestras formas tradicionales: el vals, la milonga, la cifra, el estilo.

EL HUMOR Y LA CRíTICA

—Usted estuvo algún tiempo ligado al carnaval ¿no es cierto?

—Sí, claro. Arranqué en 1988, cuando regresé de Francia. Salí en humoristas cuatro años, algunas veces solo y otras con mi hermano Jorge. Desde siempre estuve ligado al humor, inclusive a través de mis canciones. Pero en esos años pude advertir que el carnaval es muy cruel: que a la gente si no le cantás lo que le gusta puede hasta "tirarte piedras". En diversos tablados me pedían canciones que no estaban en el repertorio, y algunas, al final, yo incluía; por eso una vez me suspendieron una semana. El público que me reconocía quería escuchar "Nuestro camino", "El gallo pato", "El tero tero".

—A propósito, muchas de sus canciones tienen que ver con animales...

—Sí, Soy un gran admirador de la fábula. He escrito muchas (aún inéditas), y no solamente en verso sino en formato cuento también.

—Hay otra conocida que es "El sapo y la comadreja", que además de ser original por cortar las últimas sílabas, y conjugar a los animales con el humor, no excluye, a pesar del tono jocoso, una crítica a la iglesia.

—No creo que sea una crítica en el estilo que usted plantea. Pienso que el humor sirve para no decir "esto es así", sino demostrar "esto no debe ser de tal manera". Por ahí hay una estrofa ilustrativa: "-Yo no los puedo casá-/ si no comulgan o al mé-/ dan algún peso a la iglé-/ dijo el peludo enojá-".

—He notado que algunas de sus canciones se cierran con una especie de sentencia, varias con un remate inesperado.

—En el humor se usa mucho eso. El remate de la cosa humorística es lo que tiene que impactar más a la gente. Pero en general el remate de la canción siempre es importante, ¿no?, incluso creo que es lo más importante, a veces conviene comenzar por el final y después construir la primera parte de la canción.

—¿Ha construido alguna canción de esa manera?

—Sí, sí, es muy común que primero se me ocurra el final. A veces uno piensa el tema en su totalidad y ya sabe cómo va a terminarlo. Es raro que empiece a trabajar una canción sin saber cómo la voy a concluir.

—Recién hablamos de la iglesia, ¿qué es eso de su "Misa canyengue" que aún permanece inédita?

—¿Sabe cómo surgió eso? Una vez con Numa Moraes estábamos escuchando distintas misas del continente; eran todas misas panfletarias con el pretexto de Jesucristo. Así nos pusimos a jugar, y a tratar de inventar una misa rea, una misa nuestra. Hasta que un día me dije: ¡y porqué no lo hago en serio! Entonces conseguí en unas iglesia algunos libros de todos los tipos de misa que hay, tomé la misa clásica, la de ocho partes, y me puse a componer "La misa canyengue". Cuando terminé la grabé solo, en mi casa, con un grabador Revox. Yo hago todas las voces y todas las guitarras. No creo que sea editable así como está, sería lindo grabarla bien, con una murga, con tamboriles. La hice en serio, no es irrespetuosa, porque es tal cual cree la gente aquí en Uruguay; así creía mi madre: creía, pero desconfiaba. En todo el texto aparece eso del hombre que le pide a Dios y se enoja porque Dios no le cumple.

—Recuerdo un disco donde usted explica detalladamente el origen de cada género que interpreta, eso es algo que no es habitual.

—Es que a mí me interesa todo eso. Fue en el disco Raíz y Copa. Lo hice como un homenaje a don Lauro Ayestarán, un hombre del que yo aprendí mucho.

—Usted es de los pocos creadores que ha trabajado haciendo un collage musical. Me refiero a la canción "Aquilino y su acordeón" ¿Cómo surgió?

—Es verdad, porque en la primera grabación aparece él mismo tocando. Yo acababa de componer el tema, lo había conocido hacía poco tiempo en Salto y tenía grabaciones de él, tocando en los boliches. ¡Era un personaje Aquilino Pío!, recuerdo que se había compuesto una canción para él mismo: "Se va y Aquilino pa’ Constitución/ Catica que sí, Catica que no"; El Catica era otro negro amigo de él. Y así fue que un día se me ocurrió meterlo a él mismo comenzando y terminando esa ranchera.

LA FUNCIÓN ESTÉTICA

—Además de ese tipo de textos y música de corte costumbrista, hay en su repertorio otras como "La rastrojera" o "El león ciego" con un claro formato de la canción protesta de fines de los 60.

—Sí, claro, pero además de esas dos hay algunas otras que pertenecen a la época. La polca "El tero tero", que en Argentina fue muy difundida por Los Arroyeños y prohibida por la dictadura, era una alusión a la necesidad de estar preparado para las posibilidades de un golpe, aunque reconozco que puede prestarse a otras interpretaciones. "Juan" es otra de las canciones políticas, su letra es bien concreta. También en ese lote incluyo a "La polka infantil", que la escribí durante la guerra de Vietnam, aunque cuando volví a grabarla años después debí cambiar algo de la letra porque ya no correspondía. Tuvo mucha aceptación ese tema.

—En esa época usted, como varios de sus colegas, evidenciaban una visión muy política de la canción, seguramente ayudados por un contexto propicio ¿Cambió con el tiempo?

—Creo que no he cambiado. Eso sí: adhiero a que una canción puede decir cosas políticas muy justas, pero si no tiene calidad artística no sirve para nada. Nuestra función es estética y no ética, lo ético —si se quiere— entraría un poco por añadidura. Las canciones que han quedado en la memoria de la gente no son las que contienen determinadas ideas políticas, son las que fueron concebidas con el alma, porque el autor sintió necesidad de crearlas.

—Uno de sus canciones que más ha quedado en la memoria de la gente es "Nuestro camino", una canción de amor. ¿Cómo nació? ¿Tiene alguna referencia personal concreta?

—En esa época yo vivía en el Prado. Hice el liceo allí. Pero surgió de mi imaginación, nada que ver con una historia real. Le diré que, a pesar de ser el tema más famoso, no es de los que más me agradan. "La lluvia", por ejemplo, me gusta mucho más. Fue una canción escrita con el alma, una de los últimos textos que escribí antes de venirme de Francia. Está hecha casi toda con imágenes, habla de la lluvia como si fuera una persona que viene a golpear a nuestra ventana.

—Entre sus textos hay una frase que cuando la escuché por primera vez me llamó la atención: aquella del obrero que ve "al picaflor de fuego de un soplete,/ sobre la orquídea roja del acero" ...

—¡Ah, sí!, aparece en la canción "Juan". Un día observé que cuando el obrero soldador mira con los lentes oscuros el fuego que pega sobre el caño, aprecia como una orquídea que se abre, y ahí es cuando ve al soplete como un pájaro posado en una flor. Creo que esa tiene que ser nuestra función: mostrarle a la gente cosas que mil veces vio, pero que en realidad no vio. Y pongo un ejemplo bien concreto: ¿Quién no ha visto la caída del sol en un horizonte alguna vez?. Sin embargo Osiris Rodríguez Castillos una vez que la observó, escribió: "Levantando las copas del monte/ bebe el horizonte su vino final". En pocas palabras, y con gran belleza, pintó un paisaje entero. l

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