Dos historias

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Ariel Muniz

Rueda de la fortuna

ACASO ENTENDIÓ su destino un vertiginoso segundo antes del salto, pero había ido lejos para echarse atrás. Demasiado lejos o, por más exactitud, al callejón de medianoche donde alguien pasaría, luciendo un clavel rojo en la solapa. Así que lo dio: impecable, serenísimo salto de puma. Y hundió el puñal con limpieza entre los omóplatos del hombre elegante.

Hurgando bolsillos hondos, sacó tarjetas de crédito, una pluma fuente, listín profuso en direcciones, manoseada pata de conejo, reloj platinado con áncora de 17 rubíes, llaves, la cédula de identidad cuya foto, por las dudas, mantuvo bocabajo, como bocabajo yacía el cadáver entre sus piernas.

Subió del lupanar oscuro al centro pródigo en luminosas plenitudes, en mujeres de placer. Se le ofrecieron varias. Sólo aceptó la más vieja y grotesca, quien leyó en silencio sus manos.

Ante un parque de juegos ensimismóse contemplando la rueda de la fortuna.

Luego alternó casinos y dancings, flotó envuelto por burbujas de champán, lo paralizó el halalí ansioso (bramando magia simpática) de una valquiria, se casaron, tuvieron hijos y perros doberman y esa finca con diez sirvientes y cuando quisieron ir a Europa fueron, y cuando quisieron volver volvieron.

Huelgas abortadas en fábricas partieron de una astucia suya. Aturdió espacios sobre primera plana, no sin fasto pero sí con aprensión. Vivió el sonido y la furia de la opulencia.

Sobradas causas para quien lo divisa surcando otra medianoche que también puede ser la misma. Va por el agujereado suburbio, con un clavel rojo en la solapa. Cualquier móvil debe haberlo traído; menos entender un destino insaciable, notar ya resignado el movimiento leve cerca, sentir cómo algo se abre por entre sus omóplatos. l

Secuencias

SE DURMIÓ MIENTRAS descansaba junto a sus pinturas.

Soñó y en el sueño (o en muchos que compusieron a ese) estaba él mismo leyendo piedras, ladrillos, adoquines, bloques de granito, de mármol.

Cada prisma era una palabra. Ahilados, formaban frases, cláusulas, pensamientos e informes. Estelas, frescos y grafittis hablaban desde cada muro.

Hubo viviendas. En sus recámaras se contaban historias, se rendían cultos, nacían para morir generaciones de humanos.

Como quien reconstruye, dejó desfilar ante sus ojos (miró dispositivos con indicaciones al margen) dólmenes, pirámides, torres de Babel, templos mayas, palacios grecorromanos, Santas Sofías, catedrales góticas, Mecas, Taj-Mahals, Pisas, Kremlins, Potalas, parlamentos ingleses, Eiffels, Empire-State Buildings, edificios brasilianos...

Allí estaba él, en medio de todo, viéndolo girar despacio, contemplando cada extraña secuencia. Su tiempo, difícil de medir, era sin duda prolongado.

De pronto, una chispa tocó al pintor.

Como de ceniza o arena, los edificios se desbarataron, galvanizados por el trueno amarillo cuya cauda fue una onda radiante. Sólo quedaron negros esqueletos retorcidos, sobre montones de escombros. Entre esa escoria vagó el pintor, buscando descifrar, recomponer.

Los escombros formarían ladrillos; los ladrillos palabras, frases. Tarea descomunal, pero necesaria.

En todo caso, el pintor había descansado, y en esencia nada ignoró.

Supo que acababa de despertarlo la chispa de un fulgor próximo.

Se desperezó; miró piedras huecas con pigmentos rojo, dorado, azul, verde y añil; expresó su buen ánimo mediante voces guturales.

Comprendió que sería escandaloso representar los objetos de aquel sueño.

Siguió dibujando bestias flechadas, para la caza vencedora, acompañadas por pictogramas mínimos, a la luz de teas de grasa de jabalí, en los socavones de la caverna de Altamira cerca de Santillana del Mar, Santander y España.

El autor

ARIEL MUNIZ nació en Minas en 1942 y murió en México en 2005. Escribió su primer relato a los 20 años, deslumbrado en partes iguales por Julio Cortázar y William Faulkner. Fue maestro de primaria en comunidades campesinas: allí absorbió buena parte de los ambientes de su obra. "Por norma general no hago algo que no tenga implícita una vivencia", declaró. En 1977 decidió exiliarse con su esposa e hijos. Emigraron a México y se establecieron en la ciudad capital. Allí se dedicó al periodismo cultural en sus diversas facetas: trabajó en diarios como Excelsior, Novedades y El Día. Además de las notas se encargaba de escribir los guiones de historietas como "El libro policíaco". Redactaba también "Novelas inmortales", adaptando libros célebres y populares. Escribió decenas de relatos para las series de Raffles y Rocambole, y adaptó novelas de Karl May. Diez años después de llegar a México se trasladó con su familia a León (Guanajuato). Allí escribió los cuentos de Circuitos raros, Cuentos cruentos y Los ojos del niño. Poco antes de su muerte publicó la novela corta Una temporada en el edén. Dejó inéditos dos volúmenes de relatos y dos novelas: Judith Blues y Magóg y los clowns.

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