Jorge Abbondanza
EN ABRIL de 1973 este cronista llegó a Nueva York. La ciudad estaba en medio de un revuelo que lo atrajo doblemente por tratarse de algo vinculado a su oficio de ceramista. El detonador de ese fenómeno era un vaso griego del siglo V A.C. que el Metropolitan Museum de Manhattan acababa de comprar y que en esos días comenzaba a exhibirse en el centro de una de sus grandes salas, como convenía a la deslumbrante belleza del objeto. Se trataba de una crátera (o krater), recipiente de cerámica que en Grecia y Roma se usaba para servir el vino mezclado con agua, una costumbre que a los uruguayos nos parece hoy más bien porteña pero en la antigüedad permitía rebajar la densidad de los viejos vinos mediterráneos. Claro que aquella no era una crátera común sino un vaso de notables dimensiones decorado por Eufronio, uno de los mayores artífices de la época en la materia, que había rodeado la pieza con un precioso friso de personajes en torno a un episodio mitológico. Lo extraordinario del caso es que el Metropolitan había pagado por la crátera un millón de dólares, suma inusitada para el momento, respondiendo así al entusiasmo que el director del establecimiento y su curador habían demostrado por ella desde que la vieron por primera vez en Europa.
Para tener una idea sobre la singularidad del episodio, conviene saber que el vaso griego más caro adquirido hasta entonces por los museos norteamericanos, había costado 125.000 dólares. El viajero uruguayo fue a contemplar esa costosa joya del Museo, se demoró alrededor de la vitrina como lo reclamaba el embrujo de la pieza y se enteró de que el júbilo de los neoyorquinos estaba nublándose bajo ciertas sospechas en torno a la gestión que había permitido comprar la crátera. El diario The New York Times ventilaba algunas dudas formuladas por especialistas (y hasta por un arqueólogo que era empleado del propio Metropolitan) que hablaban de una negociación efectuada en Suiza y de una turbia procedencia: el vaso no venía de la colección de un libanés llamado Sarrafian y afincado en Beirut, como se había declarado, sino quizá de una excavación realizada en la antigua Etruria, en el centro de Italia, país del cual la pieza había sido sacada ilegalmente. Aunque se trataba de una cerámica griega, el mercado consumidor de esa mercadería hace 2.500 años era Italia (la Magna Grecia al sur, Etruria al norte) lo cual explica que allí se hayan encontrado casi todas las piezas fabricadas en la región de Atenas y Corinto. Entonces en Nueva York comenzó un escándalo que se ha prolongado hasta hoy, 33 años después, cuando los directivos del museo han accedido finalmente a reconocer al Estado italiano como propietario del objeto, prometiendo restituirlo en fecha aún no determinada.
PRIMER ACTO. Pero la crátera de Eufronio no constituyó un caso aislado sino que sirvió de prólogo al proceso más clamoroso que ha conocido el mundo en torno al saqueo clandestino, el tráfico ilícito y el contrabando de piezas artísticas de la antigüedad griega y romana desde territorio italiano hacia el exterior, especialmente hacia Suiza, un país a partir del cual el millonario negocio se esparció internacionalmente. Para conocer todos los pormenores del asunto, hay que leer The Medici Conspiracy. The Illicit Journey of Looted Antiquities, un apasionante libro de 380 páginas que el investigador inglés Peter Watson escribió en colaboración con la italiana Cecilia Todeschini y que la editorial neoyorquina Public Affairs ha lanzado este año. En esas páginas se destapa el maloliente tarro de un despojo sin paralelo: se calcula que la mitad de las antigüedades de origen griego y romano halladas hasta hoy, han sido traficadas a través de esas redes ilegales.
Como señala Watson, que es un célebre estudioso de las culturas del Mediterráneo, lo más grave del caso es que al profanarse los sitios arqueológicos para robar las piezas enterradas, el comercio furtivo destruye todo el contexto en que se encuentran esos objetos desde hace dos milenios. La rapacidad no es metódica sino brutal, de manera que su procedimiento operativo también destroza el marco donde yacen los tesoros de la antigüedad y así cierra las vías de información y conocimiento que permiten acceder al pasado, borrando el rastro de la ubicación geográfica, el momento histórico, el entorno o el rango social de la tumba donde se encontró cada pieza. Pero ese es apenas el desastre cultural derivado de tales maniobras, que han llegado a extremos monstruosos en las excavaciones ilegales efectuadas en China, donde se utilizaba dinamita para desenterrar reliquias. El otro desastre contemporáneo es la dispersión de los tesoros, que se venden en el mercado negro disimulando su procedencia para ocultar las etapas del saqueo. Como consecuencia de esa atrocidad, que reditúa opulentas ganancias a los traficantes, muchas piezas terminan en grandes museos del mundo sin que se aclare su origen, con la frecuente complicidad de autoridades aduaneras sobornadas y de directivos de museos empujados por la codicia de tener objetos artísticos sin igual. En la lista de museos que han incurrido en compras dudosas y en arreglos clandestinos, figuran el Getty de Los Angeles, el Miho de Japón, el Metropolitan de Nueva York, el Museo de Cleveland y hasta el Louvre y el British Museum, nada menos.
El personaje central del libro de Watson es un traficante italiano llamado Giacomo Medici, por cuyas manos pasó la mayor parte de los objetos desenterrados secretamente en Italia. Sin parentesco alguno con la familia de mecenas florentinos, Medici se hizo de la nada a partir de una infancia pobre en Roma, escalando posiciones en la red de compraventa de antigüedades, hasta convertirse en un magnate y dos décadas después en un convicto, condenado en 2005 a diez años de cárcel por conspiración, exportación ilegal, contrabando y asociación para delinquir, junto al pago de diez millones de euros por daños ocasionados al Ministerio de Cultura. Pero el cabo del ovillo que permitió descubrir ese gigantesco sistema de venta ilegal, estuvo inicialmente algo lejos de Medici y asomó en 1994 con el robo de ocho vasos griegos de terracota que desaparecieron del museo ubicado en el castillo de Melfi, al sur de Italia.
SEGUNDO ACTO. Un llamado telefónico de la policía alemana (alertada por colegas griegos en torno a una denuncia) sacudió a los carabineros italianos del Escuadrón de Arte. Los convocaban en 1995 para participar del allanamiento a la "villa" que poseía en Munich un comerciante italiano en antigüedades llamado Antonio Savoca. En esa casa se encontró gran cantidad de obras artísticas sacadas de Italia, entre las cuales figuraban los maravillosos vasos de Melfi, que fueron devueltos a su castillo. A partir de esa operación, algunos documentos condujeron hasta ciertas empresas de Ginebra, ciudad suiza cuyo puerto franco albergaba enormes depósitos de mercadería. Uno de esos depósitos pertenecía a Medici y allí la policía (suiza e italiana) localizó miles de piezas contrabandeadas junto a una formidable documentación (facturas, recibos, cheques, fotografías, cartas) que abrió la caja de Pandora.
La investigación que Watson detalla en su libro con apasionamiento detectivesco, pudo llevarse a cabo gracias a un abnegado coronel de los carabineros (Roberto Conforti), un fantástico experto en documentación (Mauricio Pellegrini), una curadora del museo romano de Villa Giulia especializada en obras de la antigüedad (Daniela Rizzo), un fiscal italiano capaz de encarar el asunto con ojo perforador (Paolo Ferri) y el propio autor del libro como arqueólogo y colaborador de tenacidad indomable. El caso no fue breve ni fácil y se dilató a lo largo de una década, pero dio resultado y reveló más cosas de las que Watson hubiera podido esperar en su mejor pico de optimismo. Porque no sólo llevó ante los tribunales a un delincuente como Medici y no sólo permitió que Italia recuperara miles de piezas que habían salido ilegalmente del país, sino que también habilitó a la Justicia romana a procesar a otros traficantes o encubridores de talla similar a la de Medici, entre ellos el norteamericano Robert Hecht, que había sido declarado persona no grata en Turquía y después en Italia en virtud de los saqueos que patrocinó, todo lo cual no impidió que siguiera operando durante años desde su nueva sede en París.
Estimaciones recientes han determinado que entre los mayores negocios ilícitos del planeta, el tráfico de obras de arte ocupa el tercer lugar, luego de las armas y las drogas. Eso no debe asombrar a nadie si se observa que al margen de los colosales negocios urdidos por Medici o por Hecht (cuyos clientes eran grandes coleccionistas particulares y eminentes museos del hemisferio norte) otros traficantes de similar calibre estaban activos en el mercado durante los años 80 y 90, desde el siciliano Gianfranco Becchina, la suiza Frida Tchecos o el polaco- israelí Eli Borowsky, hasta la familia libanesa Aboutaam y el británico Robin Symes, en cuyos 33 depósitos de Londres la policía encontraría miles de piezas contrabandeadas por un valor estimado en más de cien millones de dólares, incluidas estatuas griegas de mármol o bronce y piezas de platería romana de hace dos mil años.
TERCER ACTO. Toda esa gente tenía cómplices. La primera categoría eran los coleccionistas, habitualmente individuos millonarios deseosos de figurar como dueños de piezas valiosas aunque fueran incapaces de estimar (y hasta de disfrutar) tales hermosuras. Entre esa resbaladiza estirpe deben figurar unas cuantas colecciones norteamericanas, empezando por el matrimonio Fleischman, Leon Levy y su mujer Shelby White, George Ortiz Patiño o Maurice Tempelsman, que en buena medida terminaron vendiendo o donando sus mejores objetos. Por el camino, empero, y ante los problemas que podían causarles las adquisiciones de procedencia turbia, organizaron con su patrimonio algunas exposiciones de gran trascendencia en un museo de prestigio, lo cual ayudaba a legitimar la posesión de ese botín y a legalizar lo que hasta entonces podía tener un origen incierto.
Esas exposiciones tuvieron títulos fulgurantes (Las glorias del pasado, El deleite de los dioses, En busca de lo absoluto, Encrucijadas de Asia) aunque en sus catálogos la procedencia de los objetos estuviera establecida con vaguedad, la misma vaguedad en que se refugió la curadora Marion True del Museo Getty de Los Angeles cuando debió hacer frente a imputaciones muy graves de parte de la Justicia italiana, al descubrirse el camino delictivo que habían recorrido numerosas piezas exhibidas en esa institución. El submundo que quedaría al descubierto gracias al tesón de Conforti, Ferri y Watson, arruinó la carrera de galeristas, anticuarios, restauradores, conservadores y curadores en Suiza, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, empezando por la impagable True, cuyo apellido parece inventado por algún humorista, aunque más irónicos son todavía los nombres de algunos "tombaroli".
El "tombarolo" es en Italia un ladrón de tumbas históricas, oficio que figura como el eslabón inicial en la cadena del comercio de obras de arte desenterradas fuera de la ley. Uno de ellos se llama Evangelisti y otro Casasanta, aunque éste tuvo más suerte que nadie: cavando en tumbas etruscas al norte de Roma encontró una máscara de marfil que había pertenecido a una estatua de Apolo. El hallazgo de esa obra (atribuida a Fidias) fue el mayor de su vida por lo valioso y por lo raro. Aunque la máscara sería vendida por Casasanta a Symes, luego debió ser devuelta a Italia y hoy es una de las piezas mayores en el Museo Nacional Romano de las Termas de Diocleciano, con un valor estimado en cincuenta millones de dólares. Hubo alguna otra rapiña mayúscula, como la de los murales de una casa de Pompeya desenterrada por los "tombaroli", que fueron arrancados de la pared, partidos en trozos y vendidos separadamente a cambio de sumas astronómicas. Pero claro que esos saqueadores son apenas los peones de un negocio monumental, porque luego de ellos viene el "capo zona" que controla las actividades de una región, y por último los comerciantes al por mayor como Medici y Becchina, encima de los cuales está todavía un jefe continental como Hecht, que se crió en los mejores colegios de Baltimore, hizo estudios académicos en Roma y sin embargo terminó en esta mafia, que finalmente ha sido descabezada con enormes dificultades en los últimos años.
CUARTO ACTO. Una de las conexiones más inesperadas de la red fueron no ya los museos sino las grandes casas de subastas como Sotheby`s y Christie`s, a las cuales los traficantes llevaban sus piezas y en pleno remate volvían a comprarlas, para que el estampillado de esas empresas sirviera de "lavado", como en el otro lavado de capitales que provienen de la droga y se enmascaran pasando por varias manos hasta que se pierde su rastro. De hecho, la subasta (con la colaboración de jerarcas de esas lustrosas firmas) era simplemente una escala en la "cordata", nombre que en Italia designa a la cadena que comienza con el "tombarolo", sigue con el "capo Zona", desemboca en el negociante mayor como Medici o Symes y culmina en el acervo de un museo o de una colección particular. Pocas ramas del hampa han sido tan prósperas a lo largo del siglo XX y posiblemente ninguna fue tan ultrajante cuando se propuso violar un patrimonio histórico, artístico o cultural como el de Italia.
Algo similar ha ocurrido con tesoros del pasado en Guatemala, México, Perú, Irán o la India, pero nunca ese negocio había resultado tan descubierto como en el escándalo que barrió con Medici, Tchacos, True y el curador Dietrich von Bothmer del Metropolitan de Nueva York, que tuvo un papel protagónico en el caso de la crátera de Eufronio hace tres décadas. Todo el panorama que se abre en el libro de Watson es una telaraña policíaca que por un lado tiene la fascinación de los casos espectaculares y por otro luce el sesgo deprimente de un atentado contra el conocimiento científico y el amparo de los bienes artísticos, a una escala en que el término conspiración no resulta para nada exagerado.
La realidad puede ser a veces más sorprendente que la ficción. Hace diez años, en el comienzo de todo este proceso, el auto en que viajaba cerca de Messina un comerciante de antigüedades llamado Pasquale Camera se salió de la ruta y volcó, matando a su ocupante. En el apartamento de ese hombre en Roma, la policía encontró luego un organigrama donde Camera había anotado de puño y letra los nombres de toda la organización que traficaba con antigüedades, incluidos Hecht, Medici, Savoca, Symes, Becchina y los colaboradores secundarios, facilitando así las actuaciones posteriores contra ellos. No hay que asombrarse de que los nazis filmaran el tétrico manejo de los cuerpos de las víctimas en sus campos de exterminio, porque medio siglo después esta mafia procedió esmeradamente a documentar el esquema entero de su organización. Quizás el doctor Freud podría explicar por qué las bestias dejan el testimonio de sus crímenes. Pero ahora, por lo menos, el Museo Getty y la casa Sotheby`s han tenido que replegarse, porque no les conviene correr riesgos suicidas en momentos en que los países del primer mundo y hasta las propias Naciones Unidas han reforzado sus normas legales para castigar a los ladrones del arte. Y eso ha sido consecuencia de investigaciones como ésta, que por suerte tuvo éxito y ha puesto unas cuantas cosas en su sitio. Doscientos años antes había otra impunidad cuando Bonaparte arrasaba en Italia con los sarcófagos romanos que todavía se exhiben en el Louvre y con los caballos de bronce del circo de Constantinopla. No todo tiempo pasado fue mejor, como lo sabe un público informado de las apropiaciones cometidas por los nazis hace siete décadas, aunque la devastación del Museo de Bagdad en abril de 2003 demuestra que el presente también puede ser temible y no empieza ni termina en la conspiración de Medici.
Detalles del saqueo
EN 1983, UN informe hizo saber que el 58,6 por ciento de todos los sitios mayas en Belice había sido destruido por saqueadores. Otro informe sostuvo que en el norte de Pakistán la mitad de los santuarios y monasterios budistas han sido gravemente dañados o destruidos por excavaciones ilegales. En Andalucía, según datos oficiales españoles, el 14 por ciento de las zonas arqueológicas está destrozado por intervenciones ilícitas. Entre 1940 y 1968 se calcula que se cavaron 100.000 pozos ilegales en Batán Grande (Perú) para buscar piezas antiguas. Las autoridades chinas calculan que entre 5.000 y 12.000 objetos artísticos saqueados llegan anualmente al mercado. En Turquía, entre 1993 y 1995 hubo más de 17.500 investigaciones policiales sobre antigüedades robadas. La policía griega recuperó 23.007 piezas antiguas entre 1987 y 2001. En un solo año (1997) la policía alemana secuestró en Munich sesenta cajas conteniendo 139 íconos, 61 frescos y 4 mosaicos que habían sido robados en iglesias de Chipre.