Mundo colorido y pragmático

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El País

Jorge Abbondanza

ES UN PLACER múltiple el que despierta la lectura de Shakespeare and Co. (Penguin UK, 2007), libro del erudito inglés Stanley Wells. Luego de haber publicado una docena de trabajos shakespearianos -muchos de ellos material de referencia ineludible- los créditos y cargos del autor son impresionantes, pero también sorprende al lector la gracia con que escribe sobre una materia que quizá conozca mejor que cualquier otro estudioso del momento. Esa gracia es el resultado final de un dominio absoluto y un análisis perforador de la obra del dramaturgo, de su vida, sus actividades profesionales, sus colegas y competidores, sus éxitos, sus astucias y su época. Una exploración doblemente valiosa si se recuerda que hay aspectos de la existencia, la identidad y aún la producción teatral de Shakespeare que permanecen en la sombra y sólo pueden ser objeto de brumosas suposiciones. Ese velo otorga un interés adicional a las investigaciones de Wells, al sentido común y a la prudencia con que las acomete y las transmite, pero además presta un trasluz novelesco al paso del dramaturgo por la Inglaterra isabelina y luego jacobiana, desde su nacimiento en 1564 hasta su muerte en 1616, a los 52 años.

Esa Inglaterra del siglo XVI era un país menudo pero en expansión, frente a una Europa dominada por el poderío de los Habsburgo sobre España, Flandes y Austria. Era una isla de economía modesta y población escasa (tenía la tercera parte de los habitantes de Francia) en la que sin embargo levantaba vuelo una brisa imperial capaz de colonizar la costa de América del Norte, afianzar el control sobre Irlanda, pegar el zarpazo a Escocia, librar alguna guerra contra Holanda y desarrollar una flota capaz de perseguir el dominio oceánico y obligar a dar vuelta a la enorme Armada Invencible despachada por Felipe II. Sobre esa Inglaterra también navegaba el lustre académico de Oxford y Cambridge y por encima de todo ello reinaba una soltera Isabel I, que heredaba toda la energía de su padre, el herético y casamentero Enrique VIII, cuyos torneos con el Papa habían demostrado que la Edad Media quedaba atrás y que en esos pleitos ya no triunfaba la sede de Roma sino los príncipes de la Reforma, por más que ello arruinara las digestiones tan ortodoxas de Carlos V. En esa Inglaterra de cuño mercantil y fervorosa conciencia nacional nació Shakespeare, concurrió a una buena escuela y contempló un prodigio naciente.

El prodigio consistía en la aparición del teatro como forma de entretenimiento popular. Mientras Shakespeare crecía, se abrieron las primeras salas teatrales en Londres y alrededores, porque hasta ese momento los espectáculos se ofrecían en casa de algún noble, en posadas o iglesias, pero en la década de 1590 la escena adquirió velozmente un carácter profesional y una notable capacidad de convocatoria. Lo hizo en un galope sobre el cual prosperaron los empresarios, actores y dramaturgos, de manera que en pocos años lo que había sido una actividad embrionaria, abastecida mayormente por aficionados, se convirtió en un pasatiempo masivo radicado en grandes salas (circulares y al aire libre) que llegaban a contener hasta 3 mil espectadores, como ocurrió desde 1599 con el Globe, en el que actuaba Shakespeare y para cuya compañía -llamada Lord Chamberlain`s Men- escribió durante toda su vida.

AMPLITUD. Ese es el mundo en que se interna con deleite el libro de Wells, que toma a Shakespeare como hilo conductor en medio de un panorama más amplio, múltiple y complejo. El enfoque le sirve para demostrar que el célebre poeta no era un creador solitario o aislado del mundo sino un profesional que vivía del producto comercial de su triple oficio (actor, escritor, accionista de una sala) cómodamente engarzado en un negocio del espectáculo donde no sólo competía con colegas de variado nivel sino que llegó a conquistar fama y fortuna como para mantener a mujer e hijos en Stratford-on-Avon con "cierto esplendor". El teatro londinense de la era isabelina era un medio rendidor pero nada sosegado. El régimen diario de funciones obligaba a desplegar cambios de programación de ritmo devorador que imponía a los dramaturgos una actividad frenética, con fecha fija para la entrega de cada obra y un moderado cobro de honorarios (siete u ocho libras) sobre los cuales a menudo se pedían adelantos para aliviar la tambaleante economía de los más dispendiosos. Esos compases marcaron toda la carrera de Shakespeare, que abarcó unos 25 años, con peculiaridades que agregan abundante color y encanto al libro de Wells.

Porque en él surgen datos que no siempre se divulgan. Se sabe que en el teatro isabelino estaba prohibido que las mujeres subieran a un escenario, de manera que los papeles femeninos quedaban a cargo de los varones más jóvenes del elenco. Puede ser fascinante imaginar cómo rendiría esa trasposición de sexos -el propio Wells se lo pregunta- cuando se trataba de compromisos mayores como Lady Macbeth, la madura reina de Antonio y Cleopatra o la madre de Hamlet, y cómo eso otorgaría un doblez adicional a las comedias donde la heroína se disfraza de hombre, porque lo hacía en verdad un hombre vestido de mujer, lo cual multiplicaría la ambigüedad del recurso. Pero eso en general ya se conoce, aunque en cambio no siempre se sabe que en los teatros a cielo abierto las funciones comenzaban a primera hora de la tarde para aprovechar la luz natural y allí las obras se representaban de corrido, sin intervalo alguno. En cambio en las salas techadas ("privadas", como se decía entonces, y más pequeñas) las funciones eran nocturnas y se introdujo la división de las obras en cinco actos con los correspondientes intervalos, para proceder al cambio de las velas que iluminaban el escenario y se consumían rápidamente. Siempre hay una razón de orden práctico en el origen de las estructuras artísticas.

En el ajetreado Londres de la época, los elencos teatrales solían emprender o prolongar sus giras por el interior del país cuando la capital era golpeada por alguna de las epidemias de cólera que la castigaban frecuentemente y que solían diezmar a una población de 200 mil personas. Las plagas explican en parte la altísima mortalidad infantil y la corta vida de algunos de los compañeros de Shakespeare, aunque la buena salud de esa gente también podía cortarse de repente por una cuchillada en medio de una pelea de taberna, como le sucedió a los 29 años a Christopher Marlowe, el más brillante de los competidores literarios de Shakespeare bajo el reinado de Isabel. La turbulencia de esas vidas (Shakespeare sin embargo era más tranquilo y formal) se asocia con otros datos igualmente turbios, como el rumor de que sus obras habrían sido escritas por Marlowe, una posibilidad apoyada en varias similitudes de estilo y proximidades de lenguaje que aún hoy inquieta a los estudiosos. Pero el tembloroso territorio de la autoría de los textos se extiende a otras dudas en torno a lo que era una práctica habitual en aquel teatro.

PLURALIDAD. Rara vez los dramaturgos escribían solos. Era usual que dispusieran de "colaboradores" más o menos adiestrados, de manera que una obra de Shakespeare podía provenir del embrión escrito por otro o completarse con el aporte de un asistente. En ocasiones, un empresario teatral encargaba a un autor notorio la modificación de una obra ajena que pretendía alargar, abreviar, aligerar o depurar. Esto sucedía sobre todo cuando la censura amenazaba el funcionamiento de los teatros con disposiciones que ya regían en el período isabelino (prohibiendo alusiones religiosas o políticas a la actualidad) y que se reforzaron luego en la etapa de Jacobo I, desde que en 1603 ese monarca escocés sucedió a Isabel, con la ironía de que el trono inglés recayera en un hijo de María Estuardo, la decapitada rival de aquella reina. La censura, que imponía multas, cierre de salas o penas de cárcel, explica el hecho de que tantas obras de Shakespeare, pero también de sus contemporáneos más notables, desde el propio Marlowe hasta el iracundo Ben Jonson, ubiquen su acción en lugares remotos (Chipre, Verona, Egipto) y sus personajes tengan pintorescos nombres, a menudo italianos, aunque cierta transparencia permite descubrir entrelíneas que apuntan a la realidad inglesa del momento.

Esa resbaladiza ubicación se vincula con otro campo igualmente deslizable, el de la verdadera identidad de los autores. Según Wells, hay obras de Shakespeare donde es indudable la participación de otras manos y obras en las que apenas puede sospecharse esa responsabilidad compartida. En el filo de 1600 no existía el celo actual por defender la propiedad de un texto y hasta se imprimían obras teatrales de autor desconocido atribuyéndolas a otro más prestigioso para facilitar su difusión y su venta. El mercantilismo de los escritores estaba a salvo de la solemnidad de hoy, de modo que el libro de Wells también es útil para desacralizar el oficio y los métodos del más célebre de los dramaturgos británicos, el más admirado de todos ellos y el más popular a escala planetaria y a través del tiempo. La gente de la era shakespeariana era pragmática, mezclaba gustosamente su obra con aportes ajenos, el plagio era un hábito desprovisto de toda gravedad y nadie se quejaba de que lo copiaran mientras el negocio siguiera funcionando. Ni siquiera se ocupaban (excepto el vanidoso Ben Jonson) de autopromocionarse. La primera edición "in Folio" de las obras casi completas de Shakespeare se produjo en 1623, siete años después de su muerte.

SABOR. El formidable colorido de este texto de Wells se extiende a las diferencias que había entre las compañías teatrales de adultos y las de niños (boys, es decir púberes) para las cuales algunos dramaturgos escribían especialmente, como Thomas Middleton, y que tenían un carácter propio, aunque de ninguna manera infantil. Ese sabor del texto se mantiene cuando Wells alude a la intimidad de ciertos autores, desde la homosexualidad de Marlowe hasta la estrecha relación entre los comediógrafos John Fletcher y Francis Beaumont, que además escribían a cuatro manos. Hay enormidad de detalles sobre obras perdidas por el paso de los años (incluida una de Shakespeare), cambios impuestos por la conveniencia de un momento, tarifas cobradas por los actores más cotizados de la época, servicios prestados por grandes autores para celebraciones en la corte donde el teatro se combinaba con música y danza, peculiaridades de un público que podía ser elegante en localidades caras del teatro pero podía oler a ajo y a otras cosas en las ubicaciones más baratas.

Cuatrocientos años después de Shakespeare, la escena británica ha mantenido en pie su renombre y su apego por la calidad. Buen número de obras isabelinas y jacobianas han sido repuestas últimamente por la Royal Shakespeare Company mientras en el público sigue con vida la veneración por aquella época, cuando el teatro inglés nació con prodigiosa vitalidad anunciando entre otras cosas su larga perduración. El libro de Wells celebra sin decirlo esa energía inmortal.

Nota: una entrevista a Stanley Wells, de László Erdélyi, se publicó en El País Cultural Nº 832.

Ladrones, prostitutas

EL TEATRO isabelino no se salvaba de los carteristas, según relata Robert Greene, que fue un poeta y dramaturgo de la época de Shakespeare. Sus crónicas aluden a la conducta del ladrón, "parado cerca de la puerta de la sala como un espectador más", vigilando disimuladamente al público que ingresaba para ver dónde -un bolsillo o una manga- guardaba su bolsa y cuánto parecía haber dentro de ella, para planificar así sus operativos una vez que comenzara el espectáculo. Los ladrones, empero, podían ser "castigados sumariamente" como informa el libro de Stanley Wells. Hacia 1660, el actor Will Kemp hablaba de un notorio carterista que fue descubierto y arrastrado hacia el escenario para denunciarlo y que todo el público lo viera. "Esos ladrones" señala Wells "tenían suerte de no ser entregados a las fuerzas del orden, ya que cualquiera que robara más de doce peniques (el equivalente a un chelín) podía ser llevado a la horca".

Pero Wells habla asimismo de las prostitutas que concurrían al teatro para conseguir clientes, "un hábito que prosiguió durante el siglo XVIII, el XIX y aún el XX", aunque las autoridades del Londres de la época "hacían grandes esfuerzos para controlar esas actividades". Según cuenta Thomas Platter, un médico suizo que visitó Inglaterra en 1599 y puso por escrito muchas de sus impresiones, la prostitución era severamente reprimida, ya que "el cliente de una de esas mujeres podía ser castigado con prisión, mientras la propia mujer era llevada a la cárcel de Bridewell (un establecimiento de corrección para vagabundos y mujeres de la calle) y exhibida desnuda ante el público". A pesar de todo, como comprobaba Platter, "verdaderas oleadas de prostitutas llenan las tabernas y los teatros", donde el comportamiento del público solía ser informal y ruidoso. Conviene recordar que en la era isabelina podían servirse comidas y refrescos durante la función, pero también se producían discusiones y peleas con cierta frecuencia entre los espectadores. El mundo de la escena no era ceremonioso ni plácido.

El cisne en las tablas criollas

LOS TEXTOS de Shakespeare han sido frecuentados con cierta regularidad por elencos montevideanos, aunque el resultado de esos abordajes fue sumamente desigual. Si se estira la memoria hasta una fecha tan remota como 1950, puede emprenderse la tarea arqueológica de rescatar un montaje de Romeo y Julieta para el cual la Comedia Nacional construyó un enorme puente sobre el escenario del Solís, de cuyas alturas pendía el balcón donde asomaban los juveniles Concepción Zorrilla y Horacio Preve. El resto de la versión figura en el recuerdo con un estilo tan macizo y un perfil tan aparatoso como el de aquella escenografía.

Dado que las versiones shakespearianas demandan largos repartos y cierto despliegue, no es casual que haya sido el elenco oficial el encargado de recrear más a menudo ese repertorio, desde el abanico de multimedios que se abrió para Sueño de una noche de verano en el Parque Rivera -con apoyo de los cuerpos estables del Sodre- o el imperdonable Macbeth que Margarita Xirgú dirigió e interpretó bajo un vestuario que parecía emigrado de las carnestolendas y que obligaba a Candeau a inmolarse en el papel protagónico. En décadas siguientes, la Comedia tuvo mejor fortuna con la gracia que Eduardo Schinca impuso a Noche de reyes, convirtiendo a ese título en el mejor triunfo isabelino del elenco, luego de lo cual hubo aciertos menores del conjunto municipal en El mercader de Venecia, aproximaciones más discutibles en Hamlet o en Otelo y destellos más recientes en el Pericles que dirigió Héctor Manuel Vidal con su habitual puntería.

Fuera de la troupe oficial se emprendieron versiones de suerte dispar, desde un esmerado Hamlet que Laura Escalante hizo con el T.C.M., dos de las tragedias históricas que tenían varios niveles de interés a cargo de El Galpón (Julio César, Ricardo III), una variante experimental de Macbeth en el Anglo, que comenzaba en el escenario pero culminaba con clima cautivador en la catacumba del teatro, o en los últimos tiempos un Rey Lear donde Antonio Larreta defendía airosamente la figura central. Al margen de todo ello, y abarcando una perspectiva más larga, hubo tres versiones que por diferentes motivos deben quedar como las mejores referencias del teatro montevideano en la materia. Se trata del formidable Rey Lear que Omar Grasso montó en 1969 con el Circular, respaldado en una propuesta escénica y un reparto que será difícil igualar, junto a la gozosa resurrección de Sueño de una noche de verano por Club de Teatro con dirección de Villanueva Cosse, que fue un modelo de absoluto desenfado para visitar a un clásico. El tercer espectáculo fuera de serie es el Hamlet que Teatro Uno hizo con revolucionaria puesta en escena de Alberto Restuccia, un ejercicio de irreverencia que hace 38 años barrió con casi todo el texto pero lo cubrió con una libertad expresiva y unas osadías de lenguaje sin par.

Elencos extranjeros en gira, ofrecieron a lo largo de cinco décadas recitales shakespearianos a cargo de personalidades tan eminentes como John Gielgud o Michael Redgrave, pero brindaron también textos íntegros del dramaturgo, incluyendo el tenue encanto de Vivien Leigh en Noche de reyes y ante todo la inventiva con que el Bristol Old Vic ambientó La fierecilla domada en un circo de la era victoriana, revistiéndola con unas bellezas de indumentaria y unos dinamismos del elenco (donde figuraba Jeremy Irons en papel secundario) que han quedado fijos en la memoria de los espectadores de aquellos años 70.

El vestuario de los actores

UNA CRÓNICA de 1600 afirma que los actores del teatro londinense "están vestidos con elegancia y a veces con exquisitez", lo cual podía deberse a la costumbre vigente en Inglaterra según la cual cuando un caballero moría, solía dejar su mejor ropa en legado a sus sirvientes. Pero esa servidumbre no estaba habilitada para usar tales trajes, por existir "un sistema de clases en el vestido", determinando qué colores, telas, prendas o pieles podía usar cada categoría de la sociedad. Ello obligaba a los sirvientes a vender la ropa "en general a los actores, por unos pocos peniques".

En el libro de cuentas del empresario londinense Philip Henslowe (propietario del teatro Rose, competidor cercano del Globe) que se ha conservado hasta hoy, consta que ese hombre pagó siete libras en mayo de 1598 por un traje con lazos dorados y en agosto otras diez libras por un traje masculino con capa, para otra obra. Esas eran cifras considerables para la época. Stanley Wells señala que "un maestro o un clérigo podía considerarse satisfecho si cobraba veinte libras por año", que era lo que Henslowe gastaba por mes en ropa de escena para sus espectáculos.

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