Pasiones imperdonables

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El País

Mercedes Estramil

EL 15 DE NOVIEMBRE DE 2002 moría en prisión la británica Myra Hindley, recluida desde mediados de los sesenta. En 1966, a la edad de 24 años, había sido sentenciada a cadena perpetua junto a su novio Ian Brady, por el asesinato brutal de tres niños y dos adolescentes. La naturaleza de los crímenes, que incluyeron violación, tortura, grabaciones de audio con los gritos de las víctimas y el entierro de los cuerpos en los pantanos de Saddleworth, generó en la sociedad y prensa británica un odio implacable que llevó a que sucesivos ministros del Interior denegaran los pedidos de indulto de Hindley, quien estudió en la cárcel, se graduó y se autoproclamó "presa política".

Con Brady recluido en una prisión psiquiátrica a raíz de varios intentos de suicidio, el ojo de la tormenta estuvo siempre puesto en ella. Convenció a muy pocos de su rehabilitación. El aristócrata Lord Longford, filántropo que visitaba presos, abogó por su libertad condicional durante años (intentos frustrados que retrató en 2006 la miniserie Longford, dirigida por Tom Hooper y con Samantha Morton en el papel de Hindley). La lectura de sus defensores era que Myra, una chica sensible y con alto cociente intelectual, sólo había podido hacer lo que hizo movida por la pasión sin límite que la ataba a Brady, un neonazi sin escrúpulos.

LA VERDAD COMPLETA. El novelista inglés Rupert Thomson (n. 1955) apenas se conoce en español por El libro de la revelación (Ediciones B, 2003), la historia rebuscada y enigmática de un bailarín que debe lidiar con los efectos traumáticos de un secuestro sexual. En 2007 Thomson se interesa en el caso Hindley y lo toma como despegue de una curiosa novela "negra" donde los crímenes ya están resueltos y los culpables encerrados o muertos. Muerte de una asesina ficcionaliza lo que fue el período posterior al deceso de Myra Hindley, cuando ninguna funeraria quería hacerse cargo del cuerpo, y muestra que las clausuras oficiales suelen tranquilizar pero no dan respuestas. El relato evita el morbo de hurgar en los crímenes y en las víctimas, así como demonizar y menos reivindicar la figura de la acusada. Pero sí deja la puerta abierta para que el lector reflexione sobre la presencia del contexto, no el de los crímenes de Manchester, sino el de tanto posible crimen que (aún) no se cometió. La idea de que la verdad completa no se termina de conocer oscurece en parte la ligera división entre el Bien y el Mal que episodios como ese instalan en el imaginario público.

En Muerte de una asesina, el agente de policía Billy Tyler debe custodiar durante doce horas el cadáver de Hindley, encerrado bajo llave en un casillero de la morgue de un hospital de Suffolk. Provisto de un termo con café y de su habitual bonhomía, Tyler se apresta a lidiar con el aburrimiento y el sueño, pero en esa larga noche lo visitan algunos fantasmas. Mientras dormita llega el de la propia Myra, es decir, el de la iconografía que se tejió en torno a ella y que remite a la foto del fichaje policial: una rubia teñida, de ojos saltones, labios apretados y una expresión frontal ausente de remordimiento; la foto que la hizo imperdonable.

En los cabeceos de esa noche Tyler conversa con ella e incluso parece que tratara de restituirle alguna humanidad (por ejemplo cuando le hace decir que a quien más quería era a la madre, en vez de a Brady), pero es una impresión errónea: la humanidad que el policía trata de rescatar es la propia. Ese es el gran acierto de Thomson, extraer de la historia ya esclerosada de Hindley algún tipo de lección. Tenía que ser a través de alguien así, que fue al "otro lado" en más de un sentido, que un policía conformista se viera a sí mismo, sin expectativas de mejora laboral, sumido en un matrimonio anodino y padre de una niña con Síndrome de Down.

En la vigilia memoriosa de Tyler llegan más visitantes: el padre músico que lo abandonó antes de nacer; Raymond, un amigo de adolescencia por quien se dejaba influir hasta extremos peligrosos; Venetia, la mujer que amó y casi lo lleva por la senda del crimen; y Trevor, otro amigo que ya adulto le confesó haber sido una víctima silenciosa de los famosos asesinos seriales. Curiosamente Tyler no cree la versión detallada y tardía de Trevor, pero creyó sin dudar cuando Venetia le contó el abuso paterno a que fue sometida de niña e incluso fue capaz de intentar asesinar al padre de ésta. Como en la versión de Myra Hindley, la pasión podría establecer la diferencia también en el caso de un honrado policía de pueblo.

PERFILES DEL MAL. Ese argumento del sometimiento al líder es típico para explicar algunas duplas asesinas y también fue aplicable sin éxito al resonante juicio de una compañera de celda de Hindley, Rosemary Letts, más conocida como Rose West. El matrimonio de Fred y Rose West se hizo famoso en 1994 cuando en su hogar de Gloucester la policía exhumó una serie de cadáveres troceados y enterrados bajo la casa y el jardín. Algunos llevaban años allí; pertenecían a hijas, niñeras y conocidas de la pareja, asesinadas luego de continuados abusos sexuales por parte de ambos y de ocasionales inquilinos del inmueble.

Una crónica novelada de la llamada "casa de los horrores" de los West se puede leer en Felices como asesinos (1998) del periodista Gordon Burn (n. 1948), un libro en las antípodas del de Thomson. La novela de Burn oscila entre una prosa distante y morbosa, con idas y venidas en el tiempo, sin otra sentencia moral explícita que la exhibición de las conductas del matrimonio West.

Tanto Burn como Thomson transmiten la idea de que la pasión sexual es capaz de movilizar regiones enteras y oscuras de la psique, y no sólo en esos ejemplos aberrantes que trascienden y son calificados como patológicos. Tanto uno como otro muestran cómo ese tipo de crímenes moldea una época y provoca en la superficie posicionamientos tajantes, aunque por debajo apañe comportamientos ambiguos. En el libro de Burn es notorio cuánta gente luego no incriminada participó de o sabía o intuía lo que pasaba en la casa de los West y no dijo nada. Es visible cómo la sociedad británica archivó tranquilizadoramente el caso: con los esposos presos (Fred West se ahorcó enseguida, Rose sigue en prisión) y la casa derrumbada y transformada en zona peatonal para borrar su recuerdo.

En el de Thomson, jugado en mayores términos de sutileza literaria, el lector no es obligado a repensar los crímenes de Brady y Hindley, sino a mirar hacia el tipo "normal" que evitó caer en los malos pasos. Sin embargo, Thomson no lo pinta ni como un paladín del bien ni como un hombre realizado o feliz. Cada día demora en regresar a su casa para quedarse sentado a solas en su auto mirando el río, y está claro que en el rubro de las tentaciones (no asumidas con Raymond, a medias realizadas con Venetia, y otras más) es donde su biografía tomó color.

El único personaje infantil de la novela, en tiempo real, es el de la hija de Tyler y Sue. Un retrato brillante de doble indefensión, de egoísmo natural y de entrega desinteresada; alrededor de Emma -que en los registros habituales de la normalidad no es normal- la novela gira y se enfrenta al meollo del asunto, al misterio de cómo las cosas de la vida se tuercen. Thomson lo narra de modo que no parezca inverosímil que los buenos padres de Emma hayan pensado alguna vez en matarla. El último flashback de la novela es un final de antología: una escena hogareña tierna y reconfortante, pero jugada al límite de algo y sólo por estar cerrando este libro, cercana al terreno de la doble lectura. Esa declaración final de pureza en Muerte de una asesina convoca, siquiera por contraste, la eterna posibilidad del mal, su capacidad acuosa de filtrarse. Y muestra la fibra de Thomson como narrador poderoso y complejo, capaz de meterse a fondo en la oscuridad y ver.

MUERTE DE UNA ASESINA, de Rupert Thomson. Editorial Mondadori, Buenos Aires, 2008. Distribuye Sudamericana, 245 págs.

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