Virginia Martínez
LA MITAD de la vida de la pintora Séraphine Louis, o Séraphine de Senlis como se la conoce, transcurrió fuera de la sociedad. Durante veinte años fue sirvienta en un convento -en régimen de clausura-, y murió en un hospital psiquiátrico tras diez años de internación. Mística y apasionada, Séraphine dejó una obra sui generis que ha sido calificada como primitiva, popular, ingenua o alienada. Autodidacta absoluta, nunca pisó un museo ni conoció -no le interesaba- la obra de otros pintores. El crítico y marchand alemán Wilhelm Uhde, que la descubrió y fue su mecenas, la consideró una pintora de corazón sagrado.
Séraphine no cesa de despertar el interés de galeristas, psiquiatras, escritores y cineastas. En octubre de 2008 el Museo Maillot de París inauguró una muestra de su obra y en la misma fecha se estrenó en Francia el largometraje Séraphine, del director Martin Provost. La biografía La vie rêvée de Séraphine de Senlis (Phébus, 2008) de la pintora y psicoanalista Francoise Cloarec se suma al movimiento de rescate de su figura.
Nombre de ángel. Séraphine nació en Arsy, departamento de Oise en la Picardía, en una familia pobre. La madre era empleada doméstica y el padre, relojero. Poco se conoce de su infancia. Se sabe que asistió unos años a la escuela primaria; que fue una niña solitaria y que en honor a su nombre -los serafines son los ángeles más devotos de Dios- nunca faltaba a misa.
Un año después de su nacimiento murió la madre y seis años más tarde una enfermedad se llevó al padre. Casi nunca habló de los años de Arsy pero con las pocas personas que le despertaban confianza, y en las muchas cartas que escribió en el asilo de alienados -como se llamaba entonces-, Séraphine evocó sus recuerdos más queridos. En ellos casi no había nombres propios -no había amigas, ni anécdotas familiares-, su evocación estaba poblada de sensaciones: el color y el aroma de las flores, la textura de los árboles, el verde del bosque, las plumas de los faisanes. Hablaba con la Naturaleza, se sentía parte de ella.
A los trece años se fue de Arsy para no volver y se empleó como sirvienta. Tres años más tarde la contrataron para limpiar y cocinar en el Convento de la Caridad de la Providencia, en Clermont. Durante veinte años pasó recluida tras los muros del convento. Aunque no era monja, su vida se parecía a la que llevaban las mujeres de hábito: misa, oración, silencio.
Un día, sin que se sepa por qué, Séraphine dejó Clermont. Muchos años después le contó al médico del hospicio que en el convento había sido testigo de escenas horribles: peleas, un asesinato, el embarazo de una monja. Es posible que algunos de sus relatos no fueran del todo fantasiosos pero ¿quién iba a creerle a una mujer que escuchaba voces, denunciaba conspiraciones en su contra y se decía agente de la policía secreta? En todo caso los documentos médicos y los escritos de Séraphine guardados en el archivo del hospital le permitieron a la médica M.A. Ortas-Peretti hacer su tesis de doctorado, que tituló Séraphine, pintora alienada.
Mandato divino. Cuando llegó a Senlis -pequeña ciudad medieval de calles estrechas y empedradas, y catedral gótica-Séraphine era una mujer de edad indefinida. Se empleó en casas de familias burguesas. No le faltó trabajo pues era respetuosa y no buscaba familiaridad con los patrones ni con el resto del servicio. Saludaba a todos con amabilidad y no hablaba con nadie. Se distinguía solo por la manera austera y extraña de vestir.
El psiquiatra y escritor H.M. Gallot, que la conoció años más tarde, cuando ella ya había empezado a pintar, la describió así: "Era una campesina de alrededor de 60 años, de talla mediana, robusta, de rostro arrugado y salpicado de pecas. La nariz era fuerte, la boca ancha, los cabellos grises, abundantes y finos, enrulados en la punta y cortados al ras de la nuca. (…) Calzaba zapatos de hombre muy limpios. Pollera negra y larga, como las que usan las barrenderas. Llevaba una pequeña pañoleta grisácea, al estilo de las pañoletas de lana de los Pirineos. Era simplemente una mujer vieja, sólida, vestida de una manera anacrónica".
Un domingo Séraphine rezaba en la Catedral de Nuestra Señora de Senlis, cuando escuchó las palabras de la Virgen: "Tienes que dedicarte a pintar". Aunque tenía 42 años y llevaba casi tres décadas limpiando casas ajenas, supo que había descubierto su misión en la tierra. Las palabras divinas eran revelación y mandato.
Trabajos negros. Durante seis años llevó una doble vida. La oficial, que llamaba de los trabajos negros, era diurna y tenía lugar en las casas adonde iba a fregar. La otra comenzaba de noche en su pieza taller: una habitación estrecha a la que se llegaba por una escalera de caracol. Una cama de hierro, mesa, taburete y una lámpara era todo su mobiliario. Una estatua de la Virgen presidía la escena. Al pie de la escalera colgaba un cartel: "Prohibido subir bajo pena de persecución. Estoy trabajando". No se quejaba de la vida que llevaba ni pretendía cambiarla."Los patrones son amables y a mí me gusta la limpieza", decía.
Al principio pintó telas pequeñas, luego amplió la superficie. Las volcaba en el piso, se arrodillaba y pasaba la noche trabajando. Las ventanas abiertas, la habitación mal iluminada. Mientras pintaba entonaba himnos religiosos. Cada tanto hacía un alto para tomar un trago de vino -jamás abusaba- y volvía, poseída, a los colores.
¿Qué pintaba? Ramos de flores, hojas, plumas, frutas. Pero su pintura no se parecía en nada a las insulsas naturalezas muertas ni a las estereotipadas escenas de caza a las que tantas veces había pasado el plumero en la sala de sus patrones. En los cuadros de Séraphine no hay figuras humanas, ni se relatan historias. Sus pinturas muestran una naturaleza carnal, transfigurada. "Es claro que las flores le sirven a Séraphine para pintar sus cuadros pero sus cuadros no reproducen flores", escribió André Malraux. Violette Leduc habla del erotismo desbocado de sus flores y de las irradiaciones sexuales que emanan de sus azules y rojos.
Mecenas alemán. Séraphine no mostraba su obra: no precisaba la opinión ajena. No tenía amigos, apenas un amante imaginario. Se llamaba Cyrille. A veces hablaba de él como un oficial prusiano, otras lo convertía en coleccionista español. En todos los casos el prometido le había jurado amor y volvería a buscarla para casarse.
Ignoraba la existencia de galerías y no se interrogaba sobre el papel del artista. Cuando le preguntaron qué la inspiraba, respondió: "Mi mano solo obedece, sigue lo que le dictan que haga, no soy más que un instrumento". Y cuando no tenía dinero, cambiaba los cuadros por comida, vino, telas. Los comerciantes aceptaban el trueque como acto de caridad o quizá para no contrariar a esa mujer enigmática y solitaria que exigía la trataran de señorita.
En 1912 ocurrió un hecho que cambió su vida: se encontró con Wilhelm Uhde. El crítico y galerista alemán había promovido a Picasso -fue el primero en comprarle un cuadro- y a Braque cuando estos eran dos desconocidos; descubrió a Henri Rousseau y a Marie Laurencin, y estaba fascinado con la pintura primitiva. En su autobiografía De Bismarck a Picasso relata cómo conoció a la pintora y su obra. Uhde había llegado a Senlis buscando tranquilidad para escribir. Recién instalado necesitó una empleada doméstica. Contrató a Séraphine por sus buenas referencias. Todas las mañanas ella llegaba a la casa, atravesaba el salón donde había cuadros de Picasso, Gris o Léger, sin detenerse un segundo a mirarlos. Casi no cruzaba palabra con él. Nunca le habló de su trabajo ni le hizo un comentario o apreciación artística.
Un día, Uhde vio en un comercio un cuadro que lo conmovió. Cuando se interesó por la tela, los comerciantes se ofrecieron a vendérsela por ocho francos y le dijeron que la autora no era otra que su doméstica. Días después Uhde logró que Séraphine lo autorizara a subir la escalera de caracol. Descubrió un tesoro. En la pieza había decenas de cuadros magníficos, poderosos."Una pasión extraordinaria, un fervor sagrado, un ardor medieval había tomado cuerpo en esas naturalezas muertas", escribió en sus memorias.
Durante dos años, Séraphine contó con el apoyo de su mecenas. La estimulaba a seguir y la ayudaba económicamente. Pero la relación se cortó al estallar la guerra. Uhde tuvo que dejar Senlis: imposible para un alemán, por pacifista que fuera, vivir en Francia. Su colección fue rematada en una subasta: perdió 17 telas de Braque, 15 de Picasso, 5 de Rousseau, además de trabajos de Gris, Léger, Dufy.
Séraphine volvió a sus trabajos negros y siguió pintando. Intentó con motivos patrióticos. Los ejércitos y las banderas desplazaron a las flores y las plumas. Según Gallot el resultado de ese período fueron cuadros mediocres e impersonales.
Plumero por pincel. En octubre de 1927 se realizó en la intendencia de Senlis la Exposición de los Amigos del Arte. El abuelo de Gallot le propuso a Séraphine que enviara sus telas. Al principio se resistió, temía que el público se burlara de sus flores, que la virgen se enojara y hasta pensó que quizá fuera pecado exponer cuadros de inspiración divina en un salón municipal. Finalmente decidió enviar tres obras.
El día de la inauguración llegó a la sala vestida de gris, con su pañoleta, sus zapatos toscos y el infaltable sombrero negro. Se paró firme al lado de sus obras, sin hablar con nadie. Desentonaba con las señoras elegantes y perfumadas que recorrían el salón con mirada curiosa. Al día siguiente, Le Courrier de l`Oise publicó una reseña de la exposición, escrita por el barón de Maricourt, el hombre culto de Senlis. El barón elogió la iniciativa, felicitó a cada uno de los artistas pero no dedicó una palabra a Séraphine. La omisión seguramente se debía a que Séraphine había sido doméstica en casa de Maricourt.
Uhde se enteró de la exposición por casualidad. Luego de la guerra había regresado a París pero no había vuelto a saber nada de la vida de su antigua protegida. Cuando leyó en el diario la noticia de la exposición, se largó a Senlis. Al recorrer la sala no vio otra cosa que las típicas acuarelas y dibujos que hacen los aficionados. Hasta que descubrió los cuadros de Séraphine:"en un rincón había tres grandes telas de una potencia sobrecogedora: un ramo de lilas en un jarrón negro, un cerezo, dos racimos de uvas, unas blancas, otras negras". Compró las tres y se las llevó a París.
La obra de Séraphine encantó a los amigos surrealistas de Uhde y a los críticos de la capital. Los diarios hablaron de gran descubrimiento artístico, compararon su trabajo con el arte de la Edad Media y con el espíritu del Lejano Oriente. La repercusión fue tan fuerte que Maricourt se vio obligado a enmendar la omisión. El 23 de octubre de 1927 publicó un artículo en Le Courrier de l`Oise, que lejos de admitir el error, reforzaba el estigma: "Esta excelente persona dejó el plumero por el pincel. Es una curiosa autodidacta. Jamás tomó clases y no conviene que lo haga. Es un temperamento artístico cuya atrayente ingenuidad recuerda al arte medieval. (…) Cierto es que hay que animarla. Su pintura es un documento psicológico. Pero no por eso descuidemos el arte clásico ni la antigua belleza francesa".
Fama y locura. A los 63 años Séraphine había hecho su primera exposición. Con la ayuda de Uhde pudo dedicarse los siguientes tres -entre 1927 y 1930- a crear. Llegó a pintar tres cuadros por semana. Uhde le compraba materiales y telas. Anne-Marie, la hermana de Uhde, la visitaba una vez por semana para llevarle dinero.
De esa época data una de las pocas fotos que hay de Séraphine: parada junto a un cuadro, paleta en mano, el rostro ligeramente elevado. "Tengo que levantar la frente, mi inspiración viene de lo alto", le dijo a Anne-Marie para justificar la pose. La prensa de París, Londres y Estados Unidos elogiaba su obra. En Senlis le decían, más con intención de burla que de halago, que un día la ciudad le haría una estatua. Años después, en el asilo, ella escribió que el reconocimiento le había llegado por dictado divino. La Virgen le había anunciado que le enviaría admiradores y que ganaría dinero.
Lo que la Virgen no le dijo es que no sabría cómo manejar el dinero ni la fama. Incapaz de administrarse, gastaba todo lo que le entregaba Anne-Marie. Compraba objetos caros e inútiles, que amontonaba en la pieza a la espera de una futura mudanza. Se olvidaba de ellos tan rápido como los había comprado. Encargó un lujoso ajuar para su matrimonio con Cyrille. Y como él no venía a buscarla planificó un viaje a España.
Se llenó de gestos extravagantes, obsesivos. Ahora también los ángeles le hablaban y no le decían cosas buenas. Que había gente que la envidiaba, que le deseaba el mal. Si estaba conversando con alguien, de pronto le pedía silencio para escuchar los mensajes que bajaban del cielo. Dejó de comer y empezó a tomar demasiado.
Uhde le pedía que se administrara con más cuidado, que no se endeudara y le habló de la crisis que había estallado en Estados Unidos. Las cosas se habían puesto difíciles y no sabía cuánto tiempo más podría sostenerla. Después, dejó de darle dinero.
Séraphine se aterró. No podía pintar. Vagaba por las calles atormentada y sucia. Los niños le tiraban piedras y la seguían gritándole insultos. Estaba segura de que querían envenenarla. Los mensajes eran confusos: le anunciaban castigo a los malvados y el advenimiento de una nueva era de riqueza. Le hablaban de cuadros sagrados, de mujeres vestidas de negro. "Solo los justos se salvarán", repetía Séraphine.
Una mañana la Virgen le dijo que habría una revolución y le ordenó que dejara la casa y llevara sus cosas a la comisaría. Arrastró todo lo que pudo -cajas, adornos, cuadros- hasta la explanada frente al edificio de la Policía. Se plantó allí, aferrada a la estatua de la Virgen. Temblaba, la mirada perdida. Soplaba un viento helado. De pronto las voces le gritaron que el enemigo estaba entrando en la ciudad. Tenía que huir. Corría de un lado a otro. La estatua sagrada se le cayó de las manos y se estrelló contra el piso nevado. Séraphine se derrumbó.
Años de encierro. Bajo el título de "Debilidad mental", Le Courrier de l`Oise dio cuenta de la internación de una mujer sexagenaria que se decía artista-pintora. El 25 de febrero de 1932 la trasladaron al hospital psiquiátrico de Clermont. El parte médico de ingreso consignó que la paciente sufría de psicosis crónica con ideas de grandeza; que se proponía viajar a España para casarse con un capitán; que tenía manía persecutoria -querían matarla con veneno para ratas- y alucinaciones auditivas -escuchaba la voz de la Virgen-.
Séraphine fue una internada obediente y resignada. Nunca más volvió a pintar. Y cuando alguien quiso enviarle material para trabajar, lo rechazó: "Soy demasiado vieja… No se trabaja en arte en establecimientos como estos", dijo. Pidió lápiz y papel. Escribió sobre los temas de siempre: las voces, los malos, el complot para matarla. El 1º de octubre de 1937, sin embargo, redactó una carta de gran lucidez: "Es una desgracia ver que el buen tiempo pasa y estar siempre aquí aburriéndose. Sería mejor el camino al cemen… antes que seguir viendo estas construcciones".
Al estallar la Segunda Guerra Mundial las precarias condiciones de vida del hospicio se agravaron. La mayor parte del personal, hombres y mujeres, partió al frente. Quedaron tres médicos para ocuparse de más de cuatro mil pacientes. Los enfermos pasaban hambre y frío. Dormían en los corredores, semidesnudos, llenos de piojos. Séraphine comía pasto y basura.
En octubre de 1942 se cayó en el baño y se quebró un brazo. Casi enseguida le diagnosticaron cáncer de mama. Volvió a caerse y se lastimó la frente y la nariz. Murió el 11 de diciembre de ese año.
Cuando llevaba seis años internada, había redactado las instrucciones para su funeral. Quería un entierro de primera clase, con música, en Arsy, donde había nacido. Pidió que no hubiera peregrinaciones a su tumba y que no la canonizaran. Dejó escrito su epitafio: "Aquí yace Séraphine Louis Maillard, la sin rival, a la espera de su bienaventurada Resurrección". Nadie reclamó el cuerpo. La pintora que creía ser la más grande artista de todos los tiempos porque hablaba con Dios fue enterrada en una fosa común.