Mercedes Estramil
ANDRÉS CAICEDO tenía la certeza de que vivir más de veinticinco años era una insensatez. Fiel a esa declaración, se mató a esa edad, con igual método que el empleado por Alejandra Pizarnik cinco años antes: pastillas de Seconal. Dejaba atrás mucha obra inédita, que su madre guardó en baúles (novelas inconclusas, cuentos, obras teatrales, cartas personales, guiones y críticas de cine), más una novela que acababa de publicarse, ¡Que viva la música!, adjetivada como "jubilosa" por Ángel Rama en su ensayo "Los contestatarios del poder" (incluido en La novela en América Latina, Universidad Veracruzana, 1986).
Caicedo dejaba de lado la fachada mágico-realista en la que no había querido ni hubiera podido entrar, interesado como estaba por otras magias y otros realismos. La literatura que hizo no tenía por escenario pueblos imaginarios sino la Cali de su época. Manejaba el argot callejero, antiacadémico, y el tipo de sensaciones que provocaba podía llevar el distintivo de no apto para pieles sensibles.
Sus personajes eran urbanos y marginales, pero de una marginalidad elegida: niños bien que renunciaban a la seguridad familiar y se perdían en el submundo de la calle, la prostitución, la droga y el crimen, en una línea que siempre iba in crescendo. El chileno Alberto Fuguet lo señala como "el primer enemigo de Macondo" y "el eslabón perdido del boom", extremos curiosos que lo alejan y a la vez lo conectan con el referente más famoso de la literatura colombiana.
En todo caso, no tuvo tiempo de ver en qué se convertía el boom, ni de asistir a la muerte prematura de muchos de sus desterrados. Luis Andrés Caicedo Estela había nacido el 29 de setiembre de 1951 y tras varios intentos se dio de baja el 4 de marzo de 1977. Fue un estudiante expulsado de varios liceos por mala conducta, co-fundador del cine club de Cali con los cineastas Luis Ospina y Carlos Mayolo, escritor a tiempo completo y admirador de Lovecraft, de Poe, de Vargas Llosa y de la novela negra norteamericana. Las angustias y negruras que pudo conocer en estas fuentes no se las quitó la rumba con la que hizo bailar a sus personajes, ni el humor corrosivo que empleó para contar sus historias.
CUENTOS CALEÑOS. La temática de Caicedo es provocativa: violencia extrema, sexo promiscuo, canibalismo, vampirismo. El lenguaje también se sumerge en el bajo, pero conserva una línea de amarre a las "bellas letras", con un regusto poético donde pueden sonar fácilmente Lautréamont o Rimbaud, algo que no desentona entre sus personajes, estudiantes capaces de esnifar cocaína sobre la novela Los de abajo, del mexicano Mariano Azuela, mostrando de paso en qué pueden acabar las revoluciones.
Voces de estudiosos y amigos coinciden en señalar la incidencia que tuvo en Caicedo su ciudad natal, generadora de propuestas culturales, de excesos corporales y de un espíritu contestatario y reacio al orden establecido. En Cali transcurre la mayoría de sus textos, y la ciudad aparece tan cargada de cotidianeidad e inocencia como de un aura ominosa. Es el espacio sustancial de una novela misántropa, ¡Que viva la música!, de los relatos conectados de Angelitos empantanados, y de los cuentos siniestros y refrescantes de Calicalabozo, algunos publicados en vida en revistas y suplementos dominicales. La presente edición de este último libro ofrece un prólogo originariamente publicado en un volumen más completo, titulado Destinitos fatales (1984, que incluía su novela inconclusa Noche sin fortuna y algún cuento que aquí no se recoge, por ejemplo "Maternidad", considerado por muchos el mejor). Aparecen sí textos menores pero viscerales como "Infección" (1966), una diatriba contra todo y contra todos donde Cali es definida como "una ciudad que espera, pero no le abre las puertas a los desesperados"; o "Calibanismo" (1971), donde un joven narrador asegura que ha visto comerse a mucha gente y termina hablando del director de cine Roger Corman y de una amiguita que se prostituye a la entrada de los cines. Cuando Caicedo visitó Estados Unidos en 1973, uno de sus proyectos era entregarle cuatro guiones de cine a Corman pero ni siquiera llegó a verlo. Ese procedimiento de comenzar con un gancho truculento y desembocar en algo de apariencia menor, es usual en Caicedo. También lo es lo inverso.
La saga de Angelita y Miguel Ángel, protagonistas de Angelitos empantanados, escrita entre 1971 y 1972, se hilvana en varios relatos y comienza como un enamoramiento entre adolescentes ricos, con sus peleítas y celos, hasta irse complicando hacia una foto social más perturbadora: policías custodiando las casas ricas, bombas en colegios, compañeros antropófagos, abusos sexuales, asesinatos de prostitutas. La incursión de los chicos en la zona pobre de la ciudad sella su destino, aunque luego las versiones sobre lo ocurrido sean contradictorias.
NOCHES DE RUMBA. La libertad expresiva de Caicedo se manifiesta en la manera en que subvierte las reglas, conociéndolas. La fragmentación del discurso, su particular elipsis en materia de conjunciones, la pluralidad de narradores dentro de un mismo relato y la variedad de versiones sobre un mismo hecho, colaboran para nutrir su visión caótica del mundo. En ¡Que viva la música!, única novela que publicó, logra calar hondo a través de una heroína muy particular, María del Carmen Huerta. La chica narra su descenso en vertical a los infiernos o paraísos de la droga. Y si bien lo hace desde un presente de prostitución, parece más triste de que el viaje haya terminado que arrepentida de haberlo iniciado. Mientras esta María del Carmen, bisexual y pre-sicariato, anterior a la Rosario Tijeras de Jorge Franco, prueba de todo en varias noches de rumba, rock y salsa, sus ocasionales acompañantes van perdiendo el tren: algunos se suicidan, a otros no les da el cuerpo para seguir la fiesta, otros enloquecen. Falta y falla el mundo adulto, así como se borra el espacio del hogar; los personajes están en la calle, en el cine o en bailes; lo que no quieren es volver a casa.
Esa salida de adolescentes al encuentro de la noche y lo desconocido es un tópico en Caicedo. En algunos cuentos tenía un toque divertido y mordaz, como en "De arriba abajo de izquierda derecha" donde una parejita iba de fiesta en fiesta buscando un lugar para tener sexo y los expulsaban de todos lados. En la novela el tono es otro, pese al entusiasmo seductor de la narradora que invita así: "Desearía que el estimado lector se pusiera a mi velocidad, que es energética". El viaje iniciático de María del Carmen toma nota fríamente del entorno de sus amistades (con suicidios varios y un parricidio) hasta llegar a su propia participación en un crimen horrendo. Y todo -mucho antes de que Bret Easton Ellis lo perfeccionara- mientras nos habla de música, lenguaje que sostiene a la protagonista: "la música es también, recobrado, el tiempo que yo pierdo".
Andrés Caicedo fue parte de la utopía sesentista, de los modelos para cambiar el mundo y también del mito tanto romántico como anárquico que suele renovar la adolescencia. Rebeldía, impotencia y morbosidad fueron parte de esa apuesta radical de Caicedo que su suicidio vino a legitimar. Su sensibilidad extrema no le impidió sin embargo ser un buen crítico de su época. No sólo del poder político, las clases dominantes, los Estados Unidos, los colegios de curas y los adultos, sino de su propia generación. Aunque jamás lo juzga, era consciente de que cada medio liberador constituía asimismo una cárcel controlada por el sistema. Se asegura que queda por descubrir y difundir mucho de su obra, y que la realidad latinoamericana del siglo XXI le seguirá dando la razón a su desesperanza.
ANGELITOS EMPANTANADOS (o historias para jovencitos), Bogotá, 2008, CALICALABOZO, Bogotá, 2008. 140 y 214 págs. Distribuye Aletea y ¡QUE VIVA LA MÚSICA!, 205 págs. Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2008.