Carlos Gamerro
ALGUNA VEZ Onetti se quejó ante María Esther Gilio porque sentía que su pobre Santa María no podía competir con el Macondo de Gabriel García Márquez, un pueblo de ficción donde la maravilla y los milagros son el pan cotidiano. Si bien la segunda estancia de Juan Carlos Onetti en Buenos Aires, entre 1940 y 1955, coincidió con la época formativa y, quizás, más productiva de Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar, nada parecería más alejado, en principio, de la literatura siempre imaginativa, a veces fantástica, que éstos practicaban, que el realismo desgastado de las novelas y cuentos del gran escritor uruguayo, con sus tramas de rutina, derrota y decadencia.
Es verdad que en los cuatro "fantásticos" argentinos la minuciosa presentación de la banalidad cotidiana suele ser el preámbulo a la irrupción de lo sobrenatural o lo fantástico: pero si esperamos que esto suceda en un relato de Onetti, podemos esperar sentados. Onetti es el poeta rioplatense de la frustración, digno heredero de Roberto Arlt, a quien tanto admiraba, y de las letras del tango.
REALISMO SIN ALIVIO. También sus personajes sienten este agobio, esta falta de perspectivas; y en los primeros relatos buscan evadirse mediante la imaginación: una imaginación alimentada, como la de don Quijote, por la lectura de novelas de aventuras. Así, en su primer cuento publicado, "Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo" (1933), su personaje Víctor Suaid camina por la calle Florida pero se imagina en Alaska, viviendo una aventura de Jack London; mientras que el protagonista de "El posible Baldi" (1936), como el título del cuento indica, se la pasa imaginando para sí vidas alternativas, nuevas posibilidades. En la primera novela de Onetti, El pozo (1939), esta sencilla alternancia entre la vida y las fantasías -o ensueños diurnos- se eleva o complica por la aparición de un nuevo elemento: la escritura.
Eladio Linacero, encerrado en su cuarto, decide escribir sus memorias o sus confesiones. Pero éstas no abarcarán únicamente los hechos de su vida (que él llama los "sucesos") sino también los "sueños" (o "aventuras" imaginarias). De todos estos, el que más le interesa contar es "el sueño de la cabaña de troncos", en el cual una muchacha llamada Ana María viene por propia voluntad a su cabaña, desnuda a través de la nieve, y se acuesta en un lecho de hojas a esperarlo. Este "sueño", nos aclara Linacero, tiene un "prólogo" "en el mundo de los hechos reales": a sus quince o dieciséis años, Linacero llevó a Ana María, con engaños, a una casa vacía donde la vejó, sin llegar a violarla, y no volvió a verla hasta seis meses después, en su velorio. Nada sugiere que el acto de Linacero fuera la causa de la muerte de Ana María, pero ésta hizo imposible cualquier reparación o disculpa. Linacero dice contar el suceso para poder contar la aventura, pero hace lo contrario: el relato de la vejación de Ana María y su posterior muerte irremediable, resulta ser el episodio central, y la aventura de la cabaña de troncos un monótono epílogo, una repetida excusa para contarlo.
Es verdad que el mundo de Onetti es realista sin alivio, y lo mágico y lo maravilloso le estarán siempre vedados. Y sin embargo lo maravilloso figura, como figura en el Quijote, pero ya no solamente en la imaginación libresca de los personajes, sino de manera más radical. Santa María, la monótona ciudad de provincia junto al río, surge entera de la mente de Juan María Brausen, protagonista de La vida breve (1950), la más importante novela de Onetti y una de las más grandes de la literatura en lengua española. Brausen, un uruguayo que vive en Buenos Aires, harto de la rutina laboral, y de un matrimonio que se desintegra, espera que su esposa Gertrudis regrese de una operación en que han de amputarle un pecho; mientras lo hace, imagina, ve, un hombre, un médico, el doctor Díaz Grey, mirando por la ventana del consultorio, y lo que ve son las calles de una ciudad con sus "coches, iglesia, club, cooperativa, farmacia, estatua, árboles, niños oscuros y descalzos…". La creación de Santa María es desencadenada, en principio, por un encargo: el de escribir un guión de cine. Pero la ética onettiana de la escritura (que Onetti mismo practicaba) excluye la posibilidad de escribir por plata, y eventualmente Brausen abandonará la idea de escribir el guión, pero no la de crear a Santa María, que cobrará vida propia y se irá llenando de historias y personajes.
Para que esto suceda, Brausen debe dejar de ser quien es: comienza a pasar tiempo en el departamento de al lado, ocupado por la Queca, una prostituta. Entonces, el tímido y apocado Brausen, atrapado por "el gran cuerpo blanco" de Gertrudis y las convenciones sociales a las que el matrimonio lo obligaba, deja de trabajar (gracias al oportuno despido, con indemnización, de la agencia publicitaria), se hace llamar Arce, se convierte en un hombre que porta un arma, en virtual proxeneta de la Queca, a la cual maltrata y golpea y eventualmente planea matar, sin otro motivo que el de probarse que es capaz de hacerlo. Si no lo hace, no es por falta de ganas: Ernesto, un `amigo` de la Queca que en algún momento lo había echado del departamento de ella a patadas, le gana de mano. Brausen, que después de ese episodio había pensado en matarlo, ve ahora en él a un alma gemela, un doble suyo, "más joven, más imbécil, más inocente", y decide ayudarlo a escapar, e irse con él. A diferencia de Linacero, que ni siquiera podía contarle sus fantasías a otros, Brausen logra hacer realidad las suyas, pero al precio (que no le importa pagar) de dejar de ser Brausen (Dr. Jekyll), y convertirse definitivamente en Arce (Mr. Hyde).
En algún momento de la huida, Brausen-Arce dibuja el mapa de Santa María: "Empecé a dibujar el nombre de Díaz Grey… precedido por las palabras calle, avenida, parque, paseo; levanté el plano de la ciudad que había ido construyendo alrededor del médico con esmero…". Y al terminar "firmé el plano y lo rompí lentamente". Es como si mágicamente se rasgara un velo: porque en el siguiente mapa que Brausen tiene entre las manos, nada menos que un mapa del Automóvil Club, figura Santa María. Brausen alcanza, finalmente, su ciudad: la última vez que lo vemos, está a punto de ser arrestado por las autoridades locales (¡un autor, arrestado por uno de sus personajes!), y nunca reaparecerá en las ficciones sanmarianas, al menos como personaje.
El big bang onettiano. Una cuestión que ha hecho correr mucha tinta es la de la `ubicación precisa` de Santa María: si se trata de una ciudad argentina o uruguaya. Varios indicios, como que Díaz Grey firme recetas en Buenos Aires (algo que no podría hacer un médico uruguayo), o frases como "paseándose por la capital, por la calle Florida" (ambos en La vida breve) indican que se encuentra del lado argentino. Esta presunción se refuerza en Dejemos hablar al viento, donde aparece, para acompañarla, una segunda ciudad de ficción, Lavanda -transparente tergiversación de La Banda (Oriental); y Carr, el protagonista de Cuando ya no importe, llega a Santa-maría (así en el original) desde la ciudad de Monte(video). Onetti inventó Santa María estando varado en Buenos Aires, impedido de viajar a su país por las medidas del primer gobierno peronista, "entonces", le contó al crítico Jorge Ruffinelli, "me busqué una ciudad imparcial, a la que bauticé Santa María y tiene mucho de parecido, geográfico y físico, con la ciudad de Paraná, en Entre Ríos". Y también: "La experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras; pero mucho más está presente Montevideo, la melancolía de Montevideo. Por eso fabriqué a Santa María, por nostalgia de mi ciudad".
La creación de Santa María podría llamarse el big-bang onettiano. Prácticamente todas las novelas y cuentos posteriores transcurrirán en la órbita de esta Santa María inventada. En todas ellas reaparecerá Díaz Grey, en ninguna de ellas Brausen, aunque sí venerado por sus criaturas: en "La novia robada" como "Brausen, Dios" o directamente "diosbrausen"; en El astillero será "Brausen, el Fundador" y su estatua ecuestre reemplazará a la de fundadores más tradicionales en la plaza de Santa María. Y muchos personajes saben su condición de meras ristras de palabras: cuando Medina, el protagonista de Dejemos hablar al viento, se acerca a Santa María, se topa con un cartel que reza "ESCRITO POR BRAUSEN"; y Díaz Grey, en la misma novela, mide el tiempo en categorías editoriales: "varios libros atrás podría haberle dicho cosas interesantes" o "Hace de esto muchas páginas".
Y ésta es, en suma, la maravilla de la literatura de Onetti: que su mundo `real` tiene lugar, y sólo tiene lugar, en un libro, y que sus personajes saben o sospechan su condición de meros simulacros, y aun así siguen amando y odiando. Frente a esto, no se entiende qué es lo que Onetti tanto le envidiaba a Macondo.
CARLOS GAMERRO (n.1962); escritor y traductor argentino. Uno de sus últimos libros es El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos.