László Erdélyi
(desde París)
TRAS CAMINAR unos pasos desde el Puente de la Concorde hacia el Puente Alexandre III, bajamos con mi señora y mis dos pequeños hijos hacia la ribera del río cuando, apenas recorridos unos metros, encontramos una placa de mármol que dice, en francés: "Aquí, el 19 de agosto de 1944, dos guardianes de la paz fueron fusilados por los alemanes, Maurice Guinoiseaux de 36 años y Armand Bacquer de 24 años". Nos detuvimos. Los chicos hacen silencio, atentos. Este cronista intenta explicar sobre el sentido de lo histórico -el estar parados en el lugar donde ocurrieron hechos trascendentes del pasado- pero el intento es recibido con la mirada cortante y un "Qué pesado, ¡cortála!". Días más tarde, en el desfile del 14 de julio por la Avenue des Champs Élysées fuimos testigos -tras ver al Presidente Sarkozy pasando revista sobre un jeep, junto a un general que casi lo doblaba en estatura- de uno de los desfiles más desorganizados de la historia francesa, con tropas y tanques estancados en la avenida durante largos períodos, los soldados mostrando caras de hastío, los aviones y helicópteros pasando en intervalos aleatorios o luego de finalizado el desfile. Y al final los parisinos, sin ocultar su enojo, traspasando vallas ante la mirada desconcertada de la policía. Los genes latinos del espíritu francés se hicieron notar.
Durante las tres horas de plantón que duró el evento, siempre miramos hacia el Arco de Triunfo, situado a unos 200 metros, porque por allí aparecían las tropas o los aviones. Días más tarde, en viaje a Montevideo, los niños descubrieron la edición española de La Extraña Derrota, de Marc Bloch, que este cronista había adquirido en Madrid. En la portada destacaba una foto en blanco y negro del Arco de Triunfo sacada con el mismo ángulo y desde el mismo lugar donde habíamos estado en el desfile. Pero los que desfilaban en esa foto no eran franceses, sino soldados alemanes a caballo. Era junio de 1940, y Francia había caído derrotada ante las tropas de Hitler. Los chicos miraron la foto atentos, un instante, e hicieron silencio.
Durante un anterior viaje a París, en 1997, quedó la sensación de que había poco para ver sobre la derrota y la ocupación alemana de París (1940-44). Recuerdo un paseo por los jardines de Luxemburgo mientras hojeaba una guía turística de la época, editada en España, que señalaba al Palacio de Luxemburgo como sede durante la ocupación del cuartel general de la Luftwaffe alemana. Era una picardía de mal gusto. Los franceses estaban en su derecho de olvidar aquella extraña derrota, la ignominia de la ocupación con su cuota de hambre, dolor e incertidumbre, de delación y colaboración con el ocupante, de fusilamientos de patriotas resistentes, y luego de colaboracionistas durante la inmediata posguerra, una depuración que acarreó muchas paradojas.
Pero en el 2009 las cosas habían cambiado. La muestra de fotografía "Le Louvre pendant la guerre 1938-1947" (El Louvre durante la guerra) en el propio museo, la recuperación del pensamiento de Marc Bloch (y en particular la reedición de su opus La Extraña Derrota) y un recorrido por sitios y museos fuera del circuito turístico parisino que refieren a los años de la ocupación, permitieron el viaje en el tiempo.
Visitas extrañas. "¡Mirá, papá, plantas de tomates plantadas en el Louvre!" descubre mi hija, encantada. La foto, de autor anónimo, muestra un sector de los jardines al pie de la colonnade donde se plantaron, en 1943, dos mil cuatrocientas plantas de tomates por parte de la organización solidaria Secours national, controlada en forma directa por Pétain. Había mucha hambre en París. En el centro de la foto aparece la escultura de Boucher realizada por Jean-Paul Aubé, rodeada por cientos de plantas de tomate pequeñas, esmirriadas, en una tierra reseca. En ese mismo lugar -antes de los tomates- Hitler se había detenido para admirar el edificio por unos instantes, sin entrar, durante su rápida visita a París en el amanecer del 23 de junio de 1940. Dijo: "No dudo en caracterizar a esta grandiosa construcción como una de las ideas más grandes de la arquitectura".
A pocos metros de esas plantas funcionó dentro del propio museo del Louvre la organización nazi dedicada al saqueo de las colecciones privadas de los judíos franceses. Conocido por sus siglas ERR (Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg), eran tres salas virtualmente aisladas del resto del museo (luego sumaron algunas más). Allí se depositaban los óleos, esculturas y otros objetos de valor artístico confiscados en los hogares de los coleccionistas judíos para luego ser trasladados a Alemania, muchos de ellos a la colección privada de Hermann Goering. Entre 1940 y 1944 el ERR envió a Alemania más de 4.200 cajas con objetos de valor artístico, entre ellas 52 cajas conteniendo toda la colección Rothschild. Todo el respeto que mostraron hacia el arte francés se evaporaba cuando se trataba de obras de arte pertenecientes a judíos. Allí actuaban como aves de presa, compitiendo entre sí para ver quién robaba más y mejor.
Pero el Louvre como tal, y a pesar de lo sombrío de la situación, siguió existiendo y funcionando, en parte porque los funcionarios franceses a cargo actuaron con firmeza e inteligencia -ninguna obra de la colección del museo fue robada por los nazis- y porque la Kunstschutz, la organización alemana creada por Hitler para administrar los bienes culturales franceses, tuvo una actitud conservacionista. De hecho el Louvre reabrió bajo la ocupación como parte de esta política alemana, pero como una mera sombra de sí mismo, con un área de exhibición muy reducida. No se podían ver muchas de las joyas de la colección porque estaban guardadas o lejos, en algún lugar de Francia, bien escondidas. Los parisinos pagaban 1 franco la entrada, los judíos tenían prohibido el ingreso, los soldados alemanes iban gratis. Las visitas en grupo -en general soldados de la Wehrmacht bajo el mando de sus oficiales- no mostraban el mejor comportamiento: la dirección de los Museos Nacionales exigió por carta al Kunstschutz, el 4 de setiembre de 1940, que colocara carteles en alemán prohibiendo a los visitantes tocar las obras, en particular los óleos. Los alemanes accedían a una guía del museo en alemán, y a un plano de visita simple, esquemático, sin color, también en su idioma. Bien diferente al plano en alemán que los turistas germanos obtienen hoy a la entrada del museo, muy colorido, amplio y detallado, y pagando 9 euros la entrada.
El francés que tuvo un rol decisivo en la supervivencia del Louvre durante la guerra fue su director Jacques Jaujard. No pudo impedir, tras muchas protestas, que el ERR funcionara dentro del museo, pero sí tomó una serie de acciones antes y durante la ocupación que preservaron la integridad de la colección, incluso enfrentando a la autoridad militar alemana, o protegiendo a funcionarios judíos del museo. Obras muy valiosas como La Gioconda, por ejemplo, fueron objeto de medidas de protección especial. Envuelta en una tela impermeable y antifuego de amianto, la obra más famosa del Louvre tuvo una caja sólo para ella, que en su exterior estaba identificada con tres puntos rojos y las letras "L P O". Nada en su exterior indicaba que se trataba de La Gioconda, y cuando era trasladada, en las listas sólo figuraba dicho código. La obra salió del museo en agosto de 1939 con destino a Chambord y tres meses más tarde la llevaron al castillo de Louvigny. En junio de 1940, en plena invasión, fue trasladada a dos sitios secretos sucesivos. En marzo de 1943 se extremaron medidas y se buscó un depósito más aislado: el castillo de Montal. El 15 de junio de 1945, con Francia ya liberada, la caja de los tres puntos rojos volvió al museo en el asiento trasero del auto particular del curador Van der Kemp. La reapertura de la caja fue registrada en una serie por el fotógrafo Pierre Jahan, y expuesta en la muestra "Le Louvre pendant la guerre".
MARC BLOCH EN LOS MUSEOS. Uno de los grandes misterios de la historia sigue siendo la caída de Francia ante las tropas nazis en 1940. Un testigo privilegiado de esa derrota, el historiador Marc Bloch, realizó un brillante análisis en el libro La Extraña Derrota (Crítica), escrito durante la ocupación en 1940. El original inédito fue entregado a sus amigos por el autor con orden de que no se publicara hasta que finalizara la ocupación. Bloch entró a la Resistencia, fue capturado por la Gestapo, torturado y fusilado (ver El País Cultural No. 1012).
Bloch describe el terror de un pueblo inmovilizado ante el avance de un invasor más preparado tecnológica y anímicamente. Predominan los opuestos: los oficiales alemanes jóvenes, los franceses viejos; el alemán veloz, el francés inmóvil; el alemán con capacidad de improvisación, el francés anclado en doctrinas rígidas; los alemanes tragándose la distancia, mientras los franceses apostaban a las defensas estáticas (Línea Maginot); a priori los alemanes un pueblo con fe en sus posibilidades, mientras que los franceses eran, sin remedio, un pueblo derrotado, sin esperanza. Al final, en una trastocación de roles, Bloch recuerda la época colonial en la cual los franceses subyugaban pueblos enteros en base a la superioridad militar y tecnológica. "En esta ocasión" escribe, "el rol de primitivos lo teníamos nosotros". La Extraña Derrota tiene el poder de lo vivencial: Bloch estuvo ahí, peleó en ese ejército derrotado, y además, tenía la capacidad intelectual para distanciarse de los hechos, analizarlos, y volcarlos a un ensayo, siendo ya uno de los grandes historiadores de Francia, y hoy reconocido como uno de los grandes del siglo XX. Poco se sabía de la maquinaria de guerra alemana durante la ocupación, de sus tácticas, de la guerra psicológica que instauraba el terror; pero Bloch lo intuyó todo, y no se equivocó.
Sin embargo, no hay rastro alguno de Bloch en los museos de guerra de París. Algo esperaba encontrar en el museo Jean Moulin de Montparnasse. Moulin fue un líder resistente leal a De Gaulle que tuvo como principal mérito lograr la unidad del movimiento en casi toda Francia, hasta que fue asesinado por la Gestapo. No es fácil acceder al pequeño museo, que está ubicado en el techo de la moderna estación de tren de Montparnasse. Hay una entrada exterior con elevador que lleva al techo de la estación, pero no funciona (ningún cartel lo aclara, pero el estado de abandono y mugre y heces añejas lo dice todo). No queda otra que ingresar a la estación, donde predominan en los andenes las elegantes locomotoras del TGV, el tren ultra rápido, y también las patrullas de policía militarizada fuertemente armadas (léase, terrorismo islámico). Una escalera sombría parece llevar al techo donde hay un jardín moderno, muy luminoso y amplio, bastante abandonado. En un rincón del espacio, señalado por un cartel descolorido, hay algo que parece ser una oficina, pero es el museo. Un funcionario público sentado e inmóvil tras una puerta de vidrio nos ve y hace un leve gesto: el museo tiene visitantes, oh, ehhmmm, y se endereza un poco.
El museo Jean Moulin ofrece, en una decena de vitrinas desplegadas, materiales de época: planos manuscritos en birome planificando atentados contra, por ejemplo, una vía férrea, cartas, documentos, armas automáticas, pistolas, banderas. No hay más visitantes que esta familia. El pasaje final por la tienda del museo siempre es inevitable. Allí se destaca una gran cantidad de libros sobre la resistencia con testimonios, y también varias enciclopedias o volúmenes en el estilo "Quién fue quién" con datos provenientes de infinidad de movimientos resistentes en regiones, pueblos, caseríos, etc. La funcionaria a cargo, en forma agria, me advierte que los libros en venta no se pueden hojear. "Se estropean", aclara, en un francés que había perdido toda dulzura.
Nada de Bloch, claro. Descubro, saliendo de la ignorancia, que la Resistencia contra los nazis fue algo muy vasto, complejo, y en gran medida anárquico o autónomo, y que Bloch (dirigente de la resistencia en Lyon) fue apenas uno de los tantos miles de valientes -la mayoría anónimos- que ofrecieron su bien más preciado, la vida, y en muchos casos la perdieron. Se conoce, ahora, que las sombras de la política jugaron su partida. Por ejemplo, que De Gaulle minimizó el rol de la Resistencia en su favor durante la liberación de Francia, porque estaba preparando el terreno para liderar la nación, algo que logró en el mediano plazo.
MáS BANDERAS. El museo de guerra de Les Invalides ofrecía, quizá, un último bastión. Es un museo poco frecuentado, aunque a pocos metros pasen miles de visitantes por día para ver la tumba de Napoleón. Y es, a decir verdad, un museo sombrío, a pesar de que el ex hospital de inválidos de guerra tenía buena iluminación natural que ahora se oculta detrás de cortinas descoloridas. El problema es que, con mucha luz, se ve la mugre. De eso se trataba.
Las alas del museo dedicadas a los años de la ocupación resultaron una grata sorpresa. Memorabilia militar de todos los bandos pueblan las turbias vitrinas. Caminamos en soledad por largos pasillos sobre alfombras gastadas, habitaciones que se abren en forma laberíntica pobladas de una sucesión infinita de uniformes, fusiles, documentos, granadas, cascos, condecoraciones, obuses, pistolas. De pronto, al fondo de una habitación como cualquiera, una gigantesca bandera nazi roja y negra con su esvástica, levemente desteñida. Una foto, al lado, aclara el punto: era la bandera que flameaba en el cuartel general alemán de París el día de la liberación. El comandante, Von Choltitz, dijo que no se rendiría, pero desoyó los gritos histéricos de Hitler pidiendo dinamitar a la Ciudad Luz. La lucha fue intensa pero corta. En los jardines de las Tullerías, a doscientos metros detrás del Louvre, se produjo una batalla de tanques que duró 16 horas. En el mismo lugar donde me estafan con un esmirrio de baguette de queso a 6 euros, y un refresco a 4 euros. Y todo multiplicado por cuatro. Nos sentamos a comer en el pasto y quiero, enojado, uno de esos tanques.
Los parisinos de entonces pelearon por su ciudad con lo que pudieron. De Gaulle desconfiaba de los resistentes de París por aquello del ego y las sospechas políticas (muchos resistentes urbanos eran comunistas), y sólo les hizo llegar unos cientos de armas contra las decenas de miles que envió en forma clandestina al resto de Francia. De Gaulle les dijo que se quedaran quietos, lo cual fue una frustración, hasta que vieron el primer tanque aliado recorriendo la ciudad, o la bandera francesa flameando en la Jefatura de Policía (los policías se sublevaron rapidito, ellos sí, por orden directa de De Gaulle). Ahí, en un frenesí, esos hombres comunes se acordaron de sus viejos fusiles y fueron a sus casas y salieron con los ojos desorbitados, porque querían olvidar para siempre el hambre, la opresión, la humillación, y corrieron mirando hacia arriba y disparando contra algún alemán, y en muchos casos, superados en número, fueron atrapados por alguna patrulla de la Wehrmacht y fusilados, como Maurice y Armand.