Homo faber criollo

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Ana Ribeiro

NADA HACÍA sospechar que sería la última entrevista que concediera. Aparentaba unos quince años menos de los 80 que tenía, debido más a su actitud vital que a su buena piel. Por alguna razón, quise grabar bajo el formato del reportaje una de las conversaciones que solíamos tener cuando lo visitaba en "Carpe Diem", su casona ubicada en lo alto del lomo de Punta Ballena. Se prestó a hacerlo, entre jocoso y halagado. En mi inexperiencia, olvidé el casete para el grabador, que sí había llevado. "Grabemos encima de éste", me dijo, extendiendo uno de Ella Fitzgerald, que tomó de entre los varios que atesoraba: Greatest Hits, una selección editada en Italia. Uno a uno fueron borrados los temas entonados por la Primera Dama, garganta cimera del jazz, para albergar la voz de Guillermo Riva-Zucchelli.

Desde la infancia había demostrado interés por embalsar agua y experimentar con materiales, lo cual lo llevó a abrazar la carrera de ingeniero civil, cuyo título obtuvo en 1950. Signado por una personalidad de homo faber, transformó cada tarea en una obligación imperiosa. Lo recompensó el éxito profesional y material, hasta que a los 53 años encontró la liberación de ese obsesivo nivel de auto-exigencia, en algo que le permitió transgredir sin recibir sanción, a la vez que le abría las puertas de un mundo de sensaciones nuevas: el arte. Primero descubrió la cerámica, un material "blando, untuoso, acariciable, húmedo, dócil a la presión de los dedos". Luego la piedra, en la que volcó sus conocimientos de volúmenes y texturas. Las formas sensuales y la actitud inconformista, pero en clave de alegría (que tanto si declara amor como si critica la realidad, lo hace con un toque de humor y en mimesis con las líneas simples de la naturaleza), las tomó de Constantin Brancusi y Jean Arp, a los que eligió como maestros, una vez que la escultura se instaló en su vida. Su obra se pobló entonces de curvas femeninas, de Venus paleolíticas, de árboles, de hojas. Formas que hacía coexistir con las máquinas o con sus principios de movimiento y rotación, como en las variaciones de la cinta de Moebius, esa forma de un solo lado y filo, un ocho similar a un cuerpo femenino en la posición yoga del pez.

Sus fuentes, con su enigmático abstraccionismo orgánico y sus movimientos, pasaron a adornar varios espacios públicos en Punta del Este y Montevideo, a la vez que se multiplicaban las muestras individuales de sus esculturas en Maldonado, en el Instituto Italo-Latinoamericano de Roma, la galería AMC de Buenos Aires y en la Fundación Pagani de Castellanzo, de Italia. Viajaba anualmente a la Toscana, a Carrara, de donde traía mármoles negros, rosa portogallo, blancos inmaculados. En 1995 un libro de Jorge Arteaga, con textos de Ramón Mérica, inventarió 116 esculturas de su autoría.

La ingeniería de la vida. Sin querer, la entrevista no comenzó con una pregunta de la cronista sino con una confesión del entrevistado: "Cuando llegué a los 40 años tomé conciencia de ser un privilegiado: sano, culto, sin vicios ni problemas económicos, ni santo ni puro pero sí cuidadoso en hacer las cosas bien. Esos mismos privilegios recibidos me obligaban a hacer, a dar. La forma que encontré para hacerlo fue la política. Corrían los años 60 y me inscribí en el Partido Demócrata Cristiano. Nunca fui candidato a nada, tuve bajo perfil, pero trabajé mucho dentro del partido, porque creía que era la herramienta para cambiar el país".

-¿Resultó una herramienta satisfactoria?

-No, por eso me fui. La acción política es absolutamente necesaria por aquello de ser el arte de lo posible, pero es un arte que exige una gran cintura. En 1972 renuncié a la presidencia de Platea S.A., la sociedad editora del diario Ahora, por discrepar con el apoyo del partido a los militares inocentemente llamados "peruanistas". Le comuniqué a Juan Pablo Terra, un gran amigo y el hombre que me había convencido de la necesidad de actuar, que me iba porque no había podido cambiar al Uruguay como yo quería. Nunca más actué en política. Viví, como todos, años difíciles: una hija presa, yo mismo detenido varias veces, y -a raíz de todo eso- el alejamiento del país, con una larga permanencia en Buenos Aires, entre 1974 y 1983. Fue allí donde surgió la escultura. En 1985 me reintegré al Uruguay. Alguien me reprochó una vez: "usted quiso transformar al país y ahora lo único que hace es transformar la piedra". Tenía razón, yo fui dogmático al pensar que los uruguayos debían cambiar y que la democracia cristiana era la herramienta para esa transformación. Cuando desistí del dogma me dediqué a transformar la piedra.

-¿El mármol fue más maleable que la realidad?

-Mucho más blando que la realidad, pese a ser la piedra el material más duro que encontré. Porque quise trabajar con madera, con cerámica, con barro, con yeso, con materiales sintéticos, pero el material que más resistencia me opuso fue la piedra, y por eso me gustó. Aunque como ingeniero estoy obsoleto (dado que los actuales trabajan con instrumental que no existía cuando yo ejercía), la ingeniería va conmigo. Cuando estoy esculpiendo en mármol y éste produce una resistencia a mi acción, ese desafío lo peleo desde mis saberes. La esencia de mi manera de ser es dar la pelea. Trato de vencer a la piedra, pero tampoco con ella puedo.

-¡Pero ha logrado que esculturas de 500 kilos parezcan una hoja en el viento o se muevan con un hilo de agua!

-Para vencerla hay que tratar de sacarle lo que pueda tener de mayor riqueza. La liviandad lograda no es lo mismo que vencerla, y tiene que ver con mi conocimiento de los materiales pesados. Hay una cosa sencillísima que se llama el equilibrio estable: cuando una masa con determinado cuerpo tiene su punto de apoyo más arriba que su centro de gravedad, queda en equilibrio inestable. Tambalea y no cae. Esto, que para un ingeniero es el ABC, me llevó a mover las piedras como si fueran livianas: he hecho varias piezas en que las piedras se mueven con el viento y hay que pararlas con la mano o atarlas con una cuerda. Otras, de forma deliberada, las he hecho mover apenas, pesadamente. La utilización del agua en la piedra (algo que estaba en mis sueños desde los ocho años, edad en la que hice una pequeña represita en un arroyo), la logré aplicando el principio de Pascal: un cuerpo sumergido en el agua recibe una fuerza hacia arriba igual al peso del agua desalojada. Por eso flota. Si se sumerge una esfera de piedra que pesa 50 kilos, esa fuerza que empuja hacia la superficie genera la liviandad que permite mover la pesada piedra con apenas un dedo. No dejé la ingeniería cuando comencé a hacer escultura, porque yo vivo con la ingeniería, con las letras y con mi concepto social dentro de mí.

dentro del MÁRMOL.

-Miguel Angel decía que la escultura esperaba al escultor dentro del mármol .

-Efectivamente es así. El momento más lindo, cuando se esculpe, es cuando comienza a aparecer la escultura que estaba adentro, cuando lentamente, pedazo por pedazo, se va haciendo saltar el mármol que sobra, hasta descubrir la forma escondida.

-¿Cómo descubre a "La foca Carlota"?

-Estaba en Buenos Aires, en el taller de Haydée Calandrelli. Hacía cinco años apenas que había descubierto la cerámica y abandonado la ingeniería, en pos del arte. Haydée hizo tender a la modelo en el suelo, con el torso y la cabeza levantados. Ella me miró y me dijo: "esta pose es para ti, vamos a ver como te sale". Carlota era una maravillosa mujer, que se jubiló de modelo escultórica. Tenía 65 años y era hermosísima, con toda su femineidad todavía vibrante. No tenía un cuerpo de 20 años, por supuesto, pero tenía las formas femeninas que uno espera encontrar. Rodín decía "no hay que hacer una superficie, lo que existe son los volúmenes de adentro, que empujan y dan la forma de la superficie". Un escultor debe saber cual es el volumen de adentro que hay detrás de una curva, ya sea de la carne o del paisaje, porque también un árbol tiene volúmenes interiores que fuerzan por salir a luz. El interés sexual hace que a uno le guste más esculpir el cuerpo de las mujeres, pese a que el cuerpo humano es una de las esculturas más difíciles de hacer. Porque tiene infinidad de pequeños detalles: no se trata solo de ver lindas caderas o pechos ¿y el antebrazo, la oreja, la rodilla, el dedo del pie? Todo tiene que ser armónico. Esa armonía plástica que copia la armonía de la naturaleza es formalismo y no fue precisamente lo que hice frente a Carlota, ya que la estilicé tanto que la escultura perdió su condición de representación. Fue mi primera obra en ese camino de abandono de la figuración en pos de la abstracción. Con toda su sensualidad y solo tomada fragmentariamente (la estrecha cintura, la generosidad de la curva, medio cuerpo apoyado en el suelo, la otra mitad erguida, despojado de brazos, de cabeza) el resultado final parecía una foca: la foca Carlota.

-Suele alabar el Código de Hammurabi.

-Ese menhir de basalto negro cubierto de escritura cuneiforme…

-Conteniendo leyes para la vida. Si tuviera que escribir una ley digna de un código así de imperecedero y universal, ¿cual sería?

-Cuando recién llegué a Buenos Aires, en mi "autoexilio", extrañaba mucho. En ese momento descubrí en la calle Florida, llegando a la Plaza San Martín, un monumento en cuya base se leía: "Ningún ser humano es ciudadano del país donde ha nacido, porque se es ciudadano del país libre que lo ha recogido o lo ha aceptado". Fue emocionante leer esa frase en aquel momento. Cada vez que voy a Buenos Aires paso por allí y vuelvo a leerla. Esa es la frase que pondría en el código.

-¿En qué plaza la pondría?

-En la plaza de la Concorde estaba la principal guillotina de París, y allí se sentaban los parisinos a ver el espectáculo de las cabezas rodando, allí mataron a Luis XVI, a María Antonieta y a miles más. Sacaría el obelisco de Luxor del medio de esa Plaza de la Concorde y se lo devolvería a Egipto, como corresponde. Luego pondría la frase exactamente allí, porque la concordia entre los hombres es fundamental y París es uno de los centros de nuestra civilización judeo cristiana.

ANTE DIOS. La tarde iba cayendo por entre los árboles que plantó Lussich a lo largo del lomo de la Ballena, y la voz de Riva-Zucchelli seguía borrando las canciones de Ella Fitzgerald. Casi significativamente los acordes de "Pack up your sins and go to the devil", grabado en Berlín en 1938, desaparecieron cuando la conversación derivó hacia Dios.

-¿No pondría ninguna frase religiosa en su Código?

-Yo he puesto la religión dentro de un paréntesis desde hace 30 años. He suspendido la aceptación de las cosas que dijeron que eran verdades, pero lo he hecho sin renegar de ellas. No sé si Dios es uno y tres como dicen los católicos, sé, eso sí lo sé, que no se puede razonar la fe y como soy irremediablemente razonador, no puedo aceptarla.

-¿Y qué dice sobre eso el ojo divino que esculpió en 1990?

-Ese no es el ojo de Dios, sino "El ojo del dios". Es grande la diferencia. Es un dios, una opción, la libertad del hombre de creer. Lo hice con un alabastro de Carrara, que no son muy grandes. Pero este sí lo es, pesa 400 kilos, por eso es tan excepcional. Lo conseguí prácticamente como salió de dentro de la mina y lo trabajé en una pequeña parte, nada más, pues no quise destruir ni cambiar lo que ya de por sí decía. Intervine apenas en la parte lisa, dejando la parte corrugada tal y como salió de adentro de la tierra y luego lo ahuequé por dentro para colocarle una luz. El alabastro es una piedra que tiene la enorme ventaja de ser tan linda, que cada vez que hago una pieza con ese material no sé si queda linda por mérito mío o porque esa piedra siempre queda bien.

-¿Cuál es la reacción del público frente a El ojo del dios?

-Salvo algunos con sensibilidad especial, no reaccionan como si estuvieran frente a Dios, o a una cruz. ¡Por suerte!

-El sentido del deber por conciencia de privilegios recibidos parece inseparable de su creatividad. ¿Cumplió con lo que creía que debía hacer?

-No lo sé y esa duda va a morir conmigo.

Hizo una pausa, que parecía dar paso a una confesión existencial mayor, cuando el sonido seco e inconfundible de la casetera indicó que "Everybody step", el último tema desgranado por Ella Fitzgerald, había sido completamente borrado, lo cual hizo caer el telón de la entrevista. Liberado de la cinta grabadora, se dedicó a hablar con entusiasmo del lugar, de su proyecto agropecuario, de su amada Rebeca, de sus hijos y nietos. William Henry Hudson confesó haberse querido dedicar a la filosofía, algo que, sin embargo, le fue vedado: "una y otra vez me lo impidió la felicidad". No parecía ser ese el problema de Guillermo Riva-Zucchelli, que en un entorno de privilegio material y paisajístico no dudó en cerrar nuestro encuentro definiendo su obra desde la plenitud existencial: "Mis esculturas, lejos de expresar soledades, tristezas, angustias de un mundo duro e inhumano, que por supuesto conozco y trato de combatir, muestran el amor y el equilibrio de lo natural, con el que me siento profundamente consustanciado. Me gustaría hacer comprender a los jóvenes que no hay nada extraordinario en trabajar el mármol o el alabastro, salvo la humildad y paciencia que enseña la dureza de la piedra".

Decir con piedras

EL CABILDO de Montevideo albergó, del 2 al 30 de octubre de 2010, una muestra de una decena de obras escultóricas de Guillermo Riva-Zucchelli. Bajo la galería del patio lateral derecho se ubicaron los mármoles y alabastros, con el inconfundible estilo del escultor estampado en sus formas. Los arcos de medio punto que sostienen la galería ofrecían un marco natural (hasta coincidente en número) para las obras. Sin embargo, fue desaprovechado. Las piezas escultóricas se arrinconaron contra la pared, privando así a los concurrentes a la muestra de la posibilidad de circunvalar obras que no tienen lado, sino unidad y volumen. La fuente espiral, cuyas hendiduras y sinuosidades recuerdan el sonido y el curso de los arroyos, se exhibió seca y polvorienta: un hilo mínimo de agua la hubiera dotado del movimiento y sentido con que fue creada. El ojo del dios, sin la lámpara eléctrica interior que revelaba la mano del artista -a la vez que iluminaba las vetas del alabastro de Volterra- quedó reducido a un ciego bloque de piedra. El Rotor de Savonius, una turbina eólica de eje vertical tallada en mármol de Carrara, que convertía la fuerza del viento en elemento rotatorio y deslumbraba girando ágil con sus 500 quilos, al mero impulso del viento, yacía en el piso, apoyada en una pared. Convertida en un enorme y mero disco de mármol, era la negación misma de aquello que Riva- Zucchelli repetía con mayor frecuencia: "A la piedra hay que respetarla siempre".

Lució imperturbable, en cambio, la inquietante Democracia, en la que se enlazan una base de tres pies con una cúpula de similar forma, dejando sonoros huecos vacíos entre ambas. Es una pieza que en cualquier modesto atril dice lo suyo. La fuerza del arte.

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