Álvaro Buela
LUEGO DEL ACCIDENTE automovilístico que costó la vida de su esposa, el doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas) está empeñado en la creación de una nueva piel sintética en su laboratorio high-tech. Lo está logrando con un cobayo humano de nombre Vera (Elena Anaya), a quien tiene prisionera en su mansión bajo la atenta custodia del ama de llaves (Marisa Paredes) y del control de cámaras de vigilancia. Ledgard ha hecho con Vera una réplica exacta de su esposa muerta, despojándola de su personalidad y aspecto originales.
La identidad remota de Vera se revelará cerca del final, una vez que también se develen otros traumas enterrados en el pasado de Ledgard: el secreto que guarda el personaje de Paredes, la existencia de una hija que se ha suicidado luego de una violación y, sobre todo, el vínculo entre el violador y Vera.
A primera vista, poco hay en La piel que habito (2011) de los manierismos que hicieron de Pedro Almodóvar una celebridad global. En efecto, la gélida textura de la imagen, que se mimetiza con la asepsia del laboratorio de Ledgard, la casi total ausencia de humor, el anclaje en un género más o menos específico (el horror científico) y el tono hierático de las actuaciones se desmarcan de la vitalidad tragicómica y sensual que irradiaba el sector más celebrado de su filmografía.
Ello contribuyó al rechazo de todo espectador que esperara encontrarse con los viejos tópicos con que Almodóvar redefinió la representación de la mujer, la pasión y la hispanidad cinematográficas. En su lugar, dominando con maestría la cámara, el espacio y el tiempo, el cineasta da un salto conceptual de alto riesgo y entrega un artefacto de extraordinaria complejidad que ofrece un permanente juego de polarizaciones entre el qué y el cómo.
MELODRAMA HELADO. Sin embargo, por debajo de esa piel (la del film y la de Vera) al mismo tiempo helada y ardiente, líquida y concreta, controlada y feroz, discurren temáticas y signos propios del cine almodovariano, sólo que acá asumen un aspecto sublimado cercano a la abstracción.
Los vínculos de sangre ocultos para los personajes y para el espectador hasta muy avanzada la anécdota; la obsesión por la pérdida del ser amado; la carga moral de las acciones y sus consecuencias en el fatal desenlace, entre otros elementos, permiten vislumbrar que, pese al distanciamiento impuesto por la dirección, el material pertenece al mismo territorio del melodrama que el cineasta ha venido cultivando al menos desde Matador (1985).
En la reificación de ese género "menor", incluso bastardo, Almodóvar ha sido con frecuencia asociado a Fassbinder, con la enorme salvedad de que éste se servía del melodrama como estrategia para la revisión crítica e ideológica del pasado y el presente germanos, mientras el manchego adhiere a una profundización de sus raíces latinas para explorar las paradojas del deseo.
"Impuro" y sofisticado, el melodrama almodovariano se decanta en una licuación de géneros cinematográficos cuyo propósito es la construcción de un universo regido por la carnalidad antes que por la lógica, y por el caos de los sentidos antes que por su orden. Ese universo sigue palpitando en cada fotograma de La piel que habito, disfrazado de ficción científica y encarnado en una estructura helicoidal inseparable de su tema.
Creador transgenérico por antonomasia, Almodóvar ha venido operando -en particular a partir de la subestimada Tacones lejanos (1991)- una elaboración narrativa donde los ejes del relato se estratifican y reproducen, al punto que los personajes se intercambian los roles protagónicos y secundarios, y el pasado sustituye al presente, o viceversa. No se trata de meros flashbacks explicativos sino de una misma historia que se despliega sucesivamente en tiempos distintos.
En ese interjuego de figura y fondo hay, más allá de una retórica de la inversión, una búsqueda de la abolición de cualquier compartimento estanco, estereotipo normativo o expectativa prefijada. De modo que a lo transgenérico se suma, desde la construcción argumental, una cualidad mutante, inestable, "rizomática".
Nunca Almodóvar llevó tan lejos y a grados tan extremos la fragmentación de una historia como en La piel que habito, y nunca había generado el vértigo de sentido que emana de allí. Separadas del resto, cada imagen y cada escena contienen montos de información contradictoria, de lecturas encontradas y enigmáticas, como si el muy citado referente de Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960) se hubiera desprendido de su angustiosa poesía o como si Sade se hubiera filtrado en una pesadilla romántica (¿y qué otra cosa era Frankenstein, la novela, con la cual el film se relaciona fatal e indisolublemente?).
Es sólo en su imparable fluir, en la contemplación del edificio bello y monstruoso que va construyendo hasta que se apaga en un murmullo, que el espectador puede dar cuenta, si no abandonó antes, de que ha presenciado algo más que una película transgenérica sobre la transgénesis: ha tocado el nervio de la época.
De la "modernidad líquida" a la Pantalla Total, de la masificación del simulacro al embrutecimiento tecnologizado, y de la clonación al estudio de lo queer (esa ruptura con las dicotomías supuestamente naturales), el film extrae su poderío implícito y el hechizo de sus postulados, de su historia, de su forma. Pocos, muy pocos cineastas de la actualidad, masivos o no, poseen una visión tan absoluta para representar a su tiempo sin dejar de ser fieles a sí mismos.
Mientras unos deambulan sonámbulos por territorios ya conquistados (Wenders, Allen, Bertolucci) y otros se debaten en una imposible complacencia con la industria (Burton, Scorsese, Van Sant) o con los festivales (Bruno Dumont y siguen nombres), Almodóvar se reinventa como un demiurgo de la imagen, como un Mefistófeles de la era digital, en perfecta sincronía con el personaje del Dr. Ledgard.
UN DIOS RABIOSO. En realidad, una dimensión autoral que había quedado sepultada bajo los tópicos más o menos radiantes que conjuraba en los años 80 (los colores chirriantes, las bandas sonoras eclécticas, la pansexualidad, las chicas pintorescas), fue la de que en Almodóvar, además de un provocador y un libertino, siempre hubo un cronista.
Si en el desparpajo de sus primeras películas (Pepi, Luci, Bom…, Laberinto de pasiones) se filtraba el descontrol de la "movida" madrileña, la obra inmediatamente posterior se ofrecía como tablero para el conflicto entre la España profunda, regresiva y (aún) franquista, y la moderna democracia que pretendía ingresar a la Unión Europea. Lo logró, en 1986 - el año de La ley del deseo-, aunque en sus entrañas permanecía intacta una porción conservadora, viabilizada en el cine almodovariano por una galería de madres castradoras, hijos traumados, policías ineptos y católicos fundamentalistas.
En la siguiente etapa, la de los años 90, la tensión se desplazó a los costos de haber arribado a la modernidad y al Primer Mundo. El común denominador radicaba en la pregunta de cómo mantener viva la pasión en un nuevo escenario mediatizado por la pornografía (¡Átame!, 1989), la televisión chatarra (Kika, 1993), la impostación de los sentimientos y la intervención en guerras ajenas (La flor de mi secreto, 1995), respondida en todos los casos con desenlaces más o menos esperanzadores y con la afirmación democrática de Carne trémula (1997), el título más explícitamente político del cineasta (y uno de los mejores).
Con Todo sobre mi madre (2000) se inicia un período de desencanto y personajes a la deriva, coincidente con los últimos años del gobierno del PP y con el ingreso de España a las guerras de Irak y Afganistán. El final de ese período podría fecharse, grosso modo, en el año de La mala educación (2004), tal vez la película más agria y tortuosa de su carrera, en la que Almodóvar profundiza el repliegue hacia un territorio privado hecho de recuerdos, historias provincianas y cine dentro del cine, como una contestación a la realidad social y política de un país volcado al consumismo y a la ideología de derecha.
Por otra parte, la crítica, con la que rara vez alcanzó unanimidad, ha comenzado a serle francamente hostil (con el impresentable Carlos Boyero de El País de Madrid a la cabeza) y el cine español ha encontrado su mandarín "oficial" en Alejandro Amenábar. Además de la virulenta réplica a ese estado de cosas, La mala educación supuso un ensayo radical con la narrativa descentrada, no lineal, y con un diseño de dobles identidades que continuó, en una cuerda más reposada y contemplativa, en Volver (2006) y Los abrazos rotos (2009).
Ese último Almodóvar -el encerrado en laberintos, el duplicador de identidades, el fabulador rabioso- se confabula con el de siempre -el desobediente de normas y géneros, cinematográficos o sexuales- para arribar, en La piel que habito, a un estado de gracia que se aventura no sólo a hipotecar su carrera sino también a disolverse en los fragmentos de su historia y pergeñar una devastadora alegoría del director de cine.
Porque del mismo modo en que el Dr. Ledgard (interpretado por Banderas con una duplicidad que congela su rostro y hace arder la mirada) arremete en su práctica con experimentos violatorios de las éticas científicas, humanitarias o legales, el verdadero artista, parece decir Almodóvar, está solo contra el mundo, condenado a la utopía de traspasar a sus personajes las heridas de la piel que habita. El cineasta como un dios colérico y, por ende, falible, impotente ante sus criaturas.
Hubo varios cineastas entre los personajes almodovarianos (en La ley del deseo, ¡Átame!, La mala educación, Los abrazos rotos), y también hubo escritores (Kika, La flor de mi secreto), actores (Mujeres al borde de un ataque de nervios, Todo sobre mi madre), cantantes (Tacones lejanos), toreros (Matador, Hable con ella). Nunca había habido un científico. No es casual, entonces, que Almodóvar utilice a un inescrupuloso especialista en la creación de piel humana, para transferir sobre él, vicariamente, las inquietudes sobre su oficio y sobre su época.
A un mismo tiempo víctima y victimario, Ledgard carga sobre sus hombros el poder (masculino) de manipular destinos, células, sexos, vidas, pero es incapaz de reconocer su esencia. Como siempre en Almodóvar, las dueñas del secreto son las mujeres. Aunque hayan nacido como hombres.
QUEER. Tradicionalmente, la sexualidad "otra" había sido una presencia inseparable del Imperio de los Sentidos almodovariano, y emergía de manera explícita y concreta en un amplio espectro de transformistas, travestis, "locas", gays y lesbianas, o como un álter ego que se complacía en la pura performance (por ejemplo, en Tacones lejanos el juez Miguel Bosé hacía el amor con Victoria Abril sin quitarse el atuendo femenino). De nuevo, La mala educación marcó un punto de inflexión amargo, al incluir por vez primera a un transexual canallesco y antipático que no dudaba en caer en el chantaje para culminar la mutación corporal.
A esa altura y en esa película, no obstante, la condición trans comenzó a desligarse de la anécdota para encarnarse directamente en el discurso fílmico, en la puesta en escena, en la cinta de Moebius de su trama. A partir de entonces, hubiera o no personajes travestis, hubiera o no alteridades sexuales, Almodóvar arribó a una suerte de "transestética" de la cual La piel que habito es su declaración pública y su paradigma.
Podría hablarse de la destilación de un círculo virtuoso que, una vez iniciado, a principios de los 80, jamás se detuvo ni abandonó la búsqueda de una voz propia, de una imagen propia. No hay que olvidar que, en el fondo, Almodóvar es un superviviente: de su origen provinciano; de los desbordes de la "movida"; del desprecio con que lo trató la burocracia estatal, negándole durante años todo acceso a subvenciones; de las tentaciones de la fama; de la crítica y los colegas de su propio país.
Más allá del frívolo miembro del jet-set internacional y del hábil "marketinero" de sus películas (Cabrera Infante lo llamaba "Almodólar"), el manchego ha forjado, título a título, un refinamiento estilístico que ha marchado en paralelo con la educación de una mirada. "La mirada ambigua de Pedro Almodóvar -decía Manuel Vázquez Montalbán ya en 1990- se convierte en la mirada equívoca del espectador, obligado a cuestionar los valores establecidos no mediante la juerga secreta de un Luis Buñuel, sino a través de una juerga sensorial." (en El País de Madrid).
Con los años esa mirada ambigua derivó en estilización formal y la juerga sensorial perdió su júbilo. Permaneció, eso sí, un rasgo de posmodernidad que aplicó desde sus inicios: la utilización de objetos culturales -películas, en particular, pero también canciones o cuadros- como elementos activos e impulsores de las historias. A diferencia de mucho reciclador al borde del plagio, en Almodóvar el arte ajeno aparece de manera dinámica, desde un apropiacionismo (re)creador.
El recurso puede aplicarse tanto para iluminar por dentro el nudo dramático (por ejemplo, los boleros de Los Panchos en La ley del deseo o la danza de Pina Bausch en Hable con ella), para conducir la anécdota hacia un nuevo nivel (Ensayo de un crimen, de Buñuel, en Carne trémula; "Un tranvía llamado deseo", de T. Williams, en Todo sobre mi madre), o incluso para ejercer una reescritura que muta en una nueva historia ("La voz humana", de Cocteau, en la base de Mujeres…).
En La piel que habito, además de las fuentes de Franju y del Hitchcock de Vértigo, recurre a la obra de la escultora Louise Bourgeois para introducir una puesta en abismo en la que Vera, la mujer de la piel sintética, reproduce en pequeña escala los inquietantes muñecos de la artista, hechos de retazos de tela. Perfecta metáfora de un film construido por capas que sólo el espectador puede volver comunicantes.
Transtextual, transgenérica, y, finalmente, transestética, la obra almodovariana ha representado de manera laberíntica y personalísima los entresijos de las pasiones humanas en tanto subversivas de las contingencias sociales y políticas de las últimas tres décadas. A una época hedonista en la superficie e interiormente deshumanizada, le corresponde una película de apariencia helada e interior en erupción.
La piel que habito evidencia a un creador en plena posesión de sus ideas y sus medios, y confirma, contra la opinión mayoritaria en este país y en el suyo, que a los 62 años Almodóvar está en edad cronológica y artística para que se lo tome en serio.
En serio.
Dos libros más
PREVIAMENTE al estreno mundial de La piel que habito, en el pasado Festival de Cannes, se editaron dos libros dedicados a la figura y la obra de Pedro Almodóvar, de modo que ninguno de ellos toma en cuenta la vuelta de tuerca que ese título supone para la filmografía del manchego. De la colección "Maestros del cine", editada por la revista Cahiers du Cinéma, proviene el estudio firmado por Thomas Sotinel, que, al igual que los volúmenes de la colección dedicados a otros cineastas (ver El País Cultural Nº 1128), recurre a una síntesis evolutiva de la carrera y cuenta con abundancia de material gráfico.
En poco más de 100 páginas (a las que hay que restar las dedicadas a fotografías en página entera, o incluso a doble página), Sotinel obtiene un preciso análisis de cada film y cada etapa, además de un perfil muy preciso de la personalidad de Almodóvar. En ese sentido, es muy pertinente su observación de que, luego de Mujeres al borde de un ataque de nervios, "surge una especie de malentendido planetario: Almodóvar es el payaso genial de una España en plena modernización, como si la movida no hubiese acabado desde hacía mucho tiempo, como si no tuviese a sus espaldas una obra variada que discurre desde lo cómico hasta lo trágico, pasando por el melodrama y el cine negro." (p. 41).
Inteligente y perceptivo, el análisis de Sotinel, pese a su brevedad, ejerce un seguimiento de los conceptos y estilos vehiculizados en cada película, y también de la construcción de una figura pública, cada vez más internacional, que en algún momento se convirtió en estereotipo vacío y, para mucho observador, allí quedó fijada. Para ello el autor recurre a recuadros temáticos, propios o ajenos, que colaboran en complejizar una obra en perpetuo movimiento y que sólo en contadas ocasiones ha caído en la autocomplacencia.
El otro volumen, Las películas de Almodóvar, es una empresa de mayor envergadura, varios autores y muchas más páginas, aunque comparativamente los resultados impresionan bastante escasos. En el prólogo, el coordinador Antonio Castro señala lo que el lector pronto descubrirá por sí mismo: los abordajes de cada uno de los autores (todos españoles, presentados como "críticos, historiadores de cine, profesores de universidad", sin más datos) son tan disímiles que redundan en una notoria "falta de unidad del resultado" e, incluso, en la esquizofrenia crítica.
Así, los enfoques pasan de una liviandad que apenas supera la descripción de los argumentos al análisis de corte académico, y de la visión sociologista a la narratología pura y dura. Las notas más discordantes, sin embargo, corren por cuenta del coordinador Castro, que deshace La flor de mi secreto con presupuestos ajenos a la película, y de un señor que responde al nombre de José Antonio Jiménez de las Heras, que comienza su artículo sobre Kika con una frase temeraria: "El cine de Pedro Almodóvar carece de interés para mí desde hace ya bastante años". De un libro cuyos colaboradores y el propio coordinador reniegan del objeto de estudio no puede esperarse mucho.
Sin embargo, hay una media docena de artículos que se salvan de la debacle, entre los que se cuentan los dedicados a Matador (por Isabel Matilde Barrios), Tacones lejanos (Juan Antonio Bello Caballero), Todo sobre mi madre (Cristina Manzano), Hable con ella (Santiago Rubín de Célis) y La mala educación (María Velazco). Al final del volumen se incluye un capítulo dedicado al estudio económico de las películas del manchego, a la comparación entre las recaudaciones de cada una y al lugar productivo de esa filmografía dentro del cine español.
Ambos libros se suman a la ya gruesa bibliografía dedicada a Almodóvar (un medio centenar de títulos, en inglés, francés y español), donde sigue siendo insuperable el volumen de entrevistas Un cine visceral, del francés Frédéric Strauss (Aguilar, 1995).
PEDRO ALMODÓVAR, de Thomas Sotinel. Colección Maestros del Cine-Cahiers du Cinéma, 2010. París, 104 págs. Distribuye Océano.
LAS PELÍCULAS DE PEDRO ALMODÓVAR, de VV.AA. Antonio Castro (coord.). Ediciones JC, 2010. Madrid, 336 págs.
Una lista personal
La revisión de la filmografía de Almodóvar ha motivado algún reacomodo en el orden de preferencias de sus dieciocho largometrajes, en particular en la fase post-Carmen Maura, cuando el cineasta se apartó del "cachondeo" de sus orígenes y se introdujo en densidades dramáticas y experimentaciones con los géneros que no siempre salieron bien (Kika). Lo que sigue es un canon personal, por orden de preferencias.
A. B.
1) La ley del deseo (1986)
2) La piel que habito (2011)
3) Hable con ella (2002)
4) Carne trémula (1997)
5) Matador (1985)
6) Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988)
7) Tacones lejanos (1991)
8) La mala educación (2004)
9) Volver (2006)
10) ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984)
11) La flor de mi secreto (1995)
12) ¡Átame! (1989)
13) Los abrazos rotos (2009)
14) Todo sobre mi madre (1999)
15) Entre tinieblas (1983)
16) Laberinto de pasiones (1982)
17) Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980)
18) Kika (1993)