El señor de los paradigmas

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Referencia ineludible en todo curso de epistemología (muchas veces a través de textos críticos o pasajes sacados de contexto), La estructura de las revoluciones científicas (1962) de Thomas S. Kuhn es uno de los ensayos más controversiales entre los escritos en la segunda mitad del siglo XX. Allí, desde una mirada histórica, el autor pone en duda que el avance científico se logre a través de procesos estrictamente racionales, y atribuye al ambiente social y cultural de la época el surgimiento de cada teoría. La visión precedente, de una ciencia objetiva, casi aséptica, se desmoronaba.

Aquel trabajo monográfico se convirtió en un panfleto revolucionario que impactó de lleno en el pensamiento de la época. Si bien sería injusto acusar a Kuhn de haber pretendido desterrar a la ciencia del lugar de privilegio que ocupaba, interpretaciones posteriores (Kuhn tuvo lectores muy astutos) terminaban dejándola en el mismo nivel de credibilidad que otras prácticas o creencias. En ámbitos académicos, se generó una disputa -entre los defensores del método científico y los departamentos de filosofía y sociología de algunas universidades- que por momentos llegó a adquirir ribetes de verdadera batalla campal. Para otros no pasó de ser una pelea por plata: nuevas áreas de investigación se disputaban el financiamiento con las tradicionales. El asunto terminó popularizando -hasta el abuso- una acepción nueva para una palabra vieja: "paradigma". Bibliotecas enteras se han escrito al respecto. Quien lea con atención la obra encontrará un estilo confuso y muchas exageraciones -el autor las admitía- pero tal vez no ese espíritu demoledor, antirracionalista, que otros creyeron entrever.

La perspectiva histórica. Oriundo de Cincinnati, Thomas Samuel Kuhn (1922-1996) comenzó su vida académica en la física pero el reconocimiento lo obtendría como historiador y filósofo de la ciencia. Su labor en ese ámbito se inició en 1947, cuando, como estudiante de doctorado en Harvard, se convirtió en asistente del rector James Bryant Conant en un curso de ciencias para estudiantes de carreras humanísticas. Fuertemente comprometidos con el propósito de esas lecciones, ofrecidas a una audiencia nada receptiva a formulaciones matemáticas, Conant y Kuhn encararon el desafío por la vía de la reconstrucción histórica del pensamiento científico.

Fue preparando esas clases que Kuhn entró en contacto con las ideas de Aristóteles. De esa experiencia, escribió: "Al leer las obras de un pensador importante, conviene buscar primero los aparentes absurdos del texto y preguntarse cómo pudo haberlas escrito un hombre inteligente. Cuando esos pasajes hayan adquirido sentido, uno descubre que los pasajes primordiales, que uno creía ya haber entendido, han cambiado de significado". Kuhn hizo entonces una certera observación: en procura de mayor coherencia, los textos de física -casi todos los ejemplos de Kuhn provienen de esa área- se reestructuran en una forma que "se ocupa relativamente poco del desarrollo temporal de la teoría, destacando, en su lugar, a la teoría como una estructura estática" (algo similar ocurría en la filosofía de la ciencia de la época, consagrada al análisis de la consistencia interna de cada teoría). Las leyes físicas lucen así como inmutables, lo que oculta el contexto de su descubrimiento, y el conocimiento como lineal y acumulativo, lo que impide, incluso a los especialistas, entender su evolución. En varias charlas ofrecidas en Boston, en 1951, Kuhn proponía una dinámica diferente.

Teorías rivales. El planteo de Kuhn no es difícil de entender: la ciencia no avanza ladrillo sobre ladrillo sino que opera así únicamente en ciertos períodos, separados por revoluciones que obligan a tirar abajo toda la pared y reconstruirla desde cero. Esos períodos "de ciencia normal" se caracterizan por lo que él llamó un "paradigma": un conjunto de supuestos y metodologías a través del cual esa comunidad científica ve al mundo. Pero ninguna teoría es capaz de resolver todos los problemas a los que se aplica (Kuhn exagera el punto afirmando que "todas las teorías anteriores han probado ser falsas"); cuando el número de anomalías -casos en donde no se obtiene lo previsto- aumenta, se hace necesaria una revisión. Entre los científicos más jóvenes surgirá alguno lo suficientemente audaz -Einstein es el ejemplo arquetípico- que logrará abandonar las arraigadas concepciones previas (que como un prejuicio actúan de forma limitante) para adoptar un punto de vista novedoso que permita vislumbrar una solución. La crisis se resuelve cuando el nuevo paradigma logra la adhesión de la mayoría.

La teoría del flogisto quedó como inservible tras el descubrimiento del oxígeno por Lavoisier; la relatividad interpreta al tiempo de manera muy distinta a como lo entendía la física newtoniana; en las ecuaciones, el símbolo "t" puede ser el mismo pero el concepto no. Un ejemplo concluyente ocurrió en el siglo XVI, cuando el modelo heliocéntrico de sistema solar de Copérnico sustituyó al de Ptolomeo (la Tierra en el centro) de catorce siglos antes, pero fue seguramente el que condujo a Kuhn a su radicalismo. Porque según él, esos cambios se justifican en valoraciones que nada tienen que ver con la racionalidad; factores sociales y psicológicos se harían presentes, y señala que el culto al Sol pudo estar entre los motivos que llevaron a Kepler a optar por el modelo copernicano. Esa visión implicaba una gran desvalorización de la imagen de la ciencia asociada a la racionalidad y la objetividad que se venía consolidando desde el siglo XVIII (y que había dado origen al Positivismo, corriente filosófica que la considera como única vía al conocimiento).

Esos aspectos, aún vigentes en el discurso epistemológico de Karl Popper, eran rebatidos por Kuhn. Se dice que en 1962, durante un encuentro personal, Kuhn no paró de fumar. Popper era alérgico y no paraba de toser. La confrontación de ideas -cosa nada fácil en filosofía- se vio obstruida por el humo. La discusión sobre cuánto afectan las cuestiones sociales a la ciencia sigue abierta, pero fue la filosofía de la ciencia la que quedó afectada ese día; los dos hombres nunca más lograron congeniar.

In extremis. El mayor alboroto lo causaría su "tesis de inconmensurabilidad": si cada paradigma tiene asociada una concepción diferente de la realidad, dos teorías antagónicas describirán mundos distintos y no serán comparables de ningún modo (no puede decidirse cuál es mejor). Para los científicos, por lo general realistas en el sentido de que creen que hay un mundo "ahí afuera" en alguna forma, eso fue demasiado; niega la tradicional visión del progreso científico como acercamiento a esa "realidad" y presenta a la ciencia como una colección de prácticas arbitrarias e ideas preconcebidas.

En ese contexto (un mundo tan insustancial que podía ser modificado mediante las ideas) la ciencia pasó a ser vista más como una ideología que como una metodología. Sus ciclos separados por revoluciones la mostraban cercana a los procesos sociales, cierta libertad en la elección de las premisas la asemejaba a una construcción literaria. Es el origen de lo que se conoce como "constructivismo social de la ciencia", perspectiva que sería llevada al límite por el filósofo vienés Paul Feyerabend (1924-1994) que en su provocativo Contra el método (1975) defendía una concepción anarquista del conocimiento para llegar a una arriesgada conclusión: "La elección de una cosmología básica puede ser una cuestión de gustos". Los acólitos de la teoría de la tierra plana, la astrología y la "new age", felices. Kuhn se hizo así popular entre investigadores de disciplinas que buscaban su legitimación como ciencias, y por consiguiente prestigio y financiación.

Con o sin la anuencia de su autor, el libro ajustaba perfectamente al espíritu de los años sesenta. Muchos lectores lo consideraron un argumento a favor de la libertad y -manipulación mediante- terminaron por convertirlo en una de las referencias ineludibles del postmodernismo. Kuhn mostró muy poca simpatía por tales excesos. "Le tengo más afecto a mis críticos que a mis seguidores", escribió. El uso que se hacía de sus argumentos le parecía "no sólo absurdo, sino vagamente obsceno". En una conferencia de 1974 reconocía que el entusiasmo por su obra provenía de "parte de una audiencia que parecía encontrar en ella algo que los complacía". Esto lo llevó a ir moderando posiciones (en algún momento llegó incluso a hablar de cierto "darwinismo" entre teorías: un progreso no dirigido hacia una meta sino impulsado desde atrás por instrumentos adaptativos) para terminar en una postura cercana al formalismo analítico anterior centrado en la filosofía del lenguaje.

Apologías y rechazos. Hoy los juicios parecen seguir dependiendo en gran medida de la formación de quienes los hacen. Uno de los críticos más duros de esa parafernalia de ideas es el filósofo argentino Mario Bunge. Con su habitual sarcasmo para todo aquel que se aventure a recusar al pensamiento racional, comenta: "Parecería que no se puede pasar por culto sin citarlo"; y declara valorar sólo parcialmente el trabajo de Kuhn: "Mi tesis es que hubo tres Thomas S. Kuhn en una misma persona: el historiador, el filósofo y el sociólogo de la ciencia". Para Bunge, fue como historiador que Kuhn tuvo mucho para decir; como filósofo fue popular, y como sociólogo no existió más que en la mente de algunos.

La crítica de Feyerabend, "la ciencia del siglo XX ha renunciado a toda pretensión filosófica y ha pasado a ser un gran negocio", resulta atendible (no por novedosa; sin rechazar las virtudes del conocimiento científico, el cristalógrafo irlandés John Bernal ya planteaba esa preocupación en la década del 30) pero, como apunta el filósofo Theodore Schick, el "todo vale" epistemológico del austríaco parecía conducir a una paradoja: si toda forma de conocimiento debe entenderse dentro de un paradigma, ¿dentro de cuál paradigma se entiende ese relativismo cultural? Según sus propios preceptos, deberían existir alternativas.

En el campo de los estudios sociales sobre el tema, nuevas áreas de investigación se han ido consolidando, y nadie niega su utilidad, pero la credibilidad de ciertos enfoques quedó afectada luego de que la broma de Sokal (ver recuadro) dejara al descubierto que cierta opacidad de ideas no era más que charlatanería barata. "El humanismo estrecho cae fácilmente en las trampas del antropocentrismo", señala el filósofo español Jesús Mosterín, advirtiendo que dar mayor importancia a lo humano en desmedro del conocimiento del mundo natural es contraproducente "pues finge para nosotros un centro que no ocupamos". Con buena dosis de ironía, el historiador de la ciencia James Franklin comenta: "El logro de Kuhn fue poner de nuevo en la agenda el punto de vista de los oponentes de Galileo".

Un bromista en la academia

La edición de 1962 de La estructura de las revoluciones científicas formaba parte de una Encyclopedia of Unified Science cuyo director era nada menos que Rudolf Carnap, un positivista a ultranza. A la luz de hechos posteriores, parece paradójico que en aquel momento sus implicancias pasaran desapercibidas. No resulta extraño entonces que, cuando la discusión se instaló en ambientes humanistas, ésta tomara a los científicos por sorpresa. En 1989, el Premio Nobel de Física Sheldon Glashow se enredaba en sus propios argumentos: "Nosotros creemos que el mundo es cognoscible, que hay reglas simples que gobiernan el comportamiento de la materia (...) no puedo justificar esta afirmación, pero esa es mi fe". Su incapacidad de explicitar los fundamentos de objetividad y verdad sobre los cuales se apoya la empresa científica lo estaba condenando.

Con más tino, otro Nobel, Steven Weinberg, argumentaba: "Un equipo de escaladores puede discutir sobre el mejor camino para llegar a la cima de la montaña, y estos argumentos pueden estar condicionados por la historia y la estructura social de la expedición; pero al final, o encuentran un buen camino hasta la cumbre o no lo encuentran, y cuando llegan allí saben que han llegado. Nadie titularía un libro sobre montañismo `Construyendo el Everest`." (El sueño de una teoría final, 1993). Weinberg reconoce la utilidad del concepto de paradigma pero considera que, aún eliminando los excesos, la visión de Kuhn es errónea ya que la confrontación de teorías en ciencia es habitual y, por ello, no tan dramática.

Para aumentar la confusión, parte de la intelectualidad humanista empezó a utilizar terminología científica en sus intervenciones pero la forma como ésta era usada puso en duda qué grado de entendimiento se tenía de ella. En 1996, Alan Sokal, un profesor de física de Nueva York, realizó una osada -pero muy divertida- jugarreta. Envió a la respetada revista Social Text un artículo que fue recogido con entusiasmo y publicado. Allí, en una oscura jerga, Sokal demostraba falazmente la no existencia de una realidad objetiva (que no sería otra cosa que una construcción lingüística). En otra revista, el autor desenmascaraba la parodia, realizada con el fin de llamar la atención sobre "la decadencia del rigor intelectual en ciertos ambientes humanistas de la academia". Y añadía una provocativa invitación: "Quien crea que las leyes de la física son meras convenciones sociales está invitado a intentar transgredirlas desde las ventanas de mi apartamento (vivo en un piso 22)".

En un libro posterior con Jean Bricmont, Imposturas intelectuales, Sokal ampliaba la denuncia sobre tales abusos. Para diversión -o fastidio- del lector basta esta joyita en manos de la feminista freudiana Luce Irigaray: "¿La ecuación de Einstein -energía es igual a masa por el cuadrado de la velocidad de la luz- es una ecuación sexuada? Tal vez. Hagamos la hipótesis afirmativa en la medida en que privilegia la velocidad de la luz respecto de otras velocidades que son vitales para nosotros. Lo que me hace pensar en que la posibilidad de la naturaleza sexuada de la ecuación no es, directamente, su utilización en los armamentos nucleares, sino el hecho de haber privilegiado a lo que va más aprisa". O este otro hallazgo de Jacques Lacan: "el órgano eréctil es equivalente a la raíz cuadrada de menos uno".

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