Esos pueblos que salieron del mapa

| Medio millón de personas viven en el campo, pero algunas se concentran en localidades de 30, 20 y hasta 10 habitantes. Aquí, crónica de un Uruguay despoblado.

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El País

CATERINA NOTARGIOVANNI - GABRIELA VAZ

En Uruguay hay una quincena de localidades con menos de treinta habitantes, según consigna el último censo del Instituto Nacional de Estadística, realizado en 2004. En algunos casos, el número se reduce aún más: 20, 15 o hasta 11 personas. La mayoría de las veces se trata de lugares que fueron muy poblados y que, de un tiempo a esta parte (20, 30, 50 años, según el caso) vieron su cantidad mermar drásticamente. En muchos quedan vestigios de esa vida anterior: escuelas sin niños, capillas cerradas, comisarías abandonadas, viviendas vacías. Las razones de la deserción son comunes: falta de trabajo, falta de lugares para estudiar y deceso de habitantes, con carencia de reposición. La lejanía también está marcada, pero por caminos imposibles, señalización cero y ausencia de servicios básicos.

Sin embargo, los habitantes no acusan descontento. Si bien muchos están allí "porque no queda otra", otros tantos lo eligen y no cambiarían su rutina por nada. ¿Quiénes son esas personas? ¿Por qué se quedaron? ¿Qué añoran de los años dorados de su pueblo? ¿Cómo es transcurrir los días en un lugar minúsculo, donde se convive cada hora con el mismo grupo reducido de personas? Domingo visitó Pueblo Ferrer (Florida), Mangrullo (Cerro Largo) y Poblado Alonso (Treinta y Tres) y encontró algunas respuestas.

MANGRULLO. El diccionario dice que, en Uruguay y Argentina, se llamaba mangrullo a una torre rústica que servía de atalaya en las proximidades de fortines, estancias y poblaciones de la pampa y otras regiones llanas. A 25 kilómetros de Melo, al Norte por la Ruta 8, se abre un camino capaz de castigar las llantas de cualquier vehículo. Si se logra atravesar la senda repleta de piedras en punta que asoman a lo largo de otros 20 kilómetros, se divisa una casa blanca que da nombre a una localidad donde conviven 31 personas. "Antiguamente, arriba existía un altillo, que era un mirador desde el que se vigilaba la zona", confirma Norma Segade (61), actual moradora de la construcción junto a su marido, hija y nieta, sobre la procedencia del nombre del pueblo.

En Mangrullo no hay agua corriente ni energía eléctrica. Cuesta asimilar su distribución con la de un pueblo típico. Se trata de un grupo de viviendas dispersas al costado del camino. Por eso, muchos en Cerro Largo sostienen que "fue" un pueblo, pero hoy se ha vuelto un "caserío". Entre los que fallecieron y los que eligieron un pasar urbano, la población fue mermando notoriamente. Algunas reminiscencias de la vida que supo tener el lugar todavía quedan. Frente a las viviendas, cruzando la vía, hay un puesto policial abandonado. "Hace meses que está vacío", cuentan los lugareños. El escudo que lo identifica, aún sobre la fachada, es el único soporte en el que puede leerse el nombre del pueblo. No hay más cartelería. Tampoco la capilla está en uso; una casona alargada con cruz al frente y todas las puertas y ventanas cerradas, que hacen imposible ver su interior. Dicen que un cura la abre "cada tres meses".

La vida allí transcurre sin alteraciones y todos destacan la tranquilidad como el mayor valor, aunque algunos habitantes se encuentran más a gusto que otros. Norma es la promotora de salud de la zona y lleva 41 años viviendo en Mangrullo, "lo más bien". Ella es de Melo pero llegó al pueblito porque su marido nació en él. Ahora está tan arraigada que prefiere ni pensar en mudarse, aunque tiene que calibrarlo. "Toda mi vida está acá. El problema lo voy a tener cuando mi nieta (de 11 años) termine 6º y tenga que ir al liceo. No sé qué vamos a hacer". Ese es otro de los motivos de la deserción. El pueblo cuenta con escuela, pero el liceo más próximo está en Isidoro Noblía, una localidad aledaña. "Hay una camioneta que los lleva, pero no me sirve ese sistema porque se va con los chiquilines a las 6 de la mañana y los trae a las 6 de la tarde. Es todo un día fuera de la casa. Además, salen del liceo a las 4, ¿qué hacen mientras? Así que vamos a ver. Pero a mí me encanta estar acá. Es mi zona y tengo todas las comodidades".

Las comodidades a las que hace referencia Norma incluyen radio, televisión color y antena parabólica, un lujo que le permite sintonizar decenas de canales, aunque todos brasileños. Eso sí, que los habitantes de Mangrullo puedan mirar televisión depende casi exclusivamente del clima. A falta de electricidad, la energía proviene de paneles solares y si está nublado "hay que cuidar, para el teléfono y las novelas", aclara Norma.

Dalmiro Moura (62) y Celia Bentancur (60) no tienen parabólica, pero lo cierto es que la vieja tele blanco y negro que guardan en la cocina tampoco ocupa un lugar muy protagónico en sus horas de ocio. El matrimonio lleva 31 años viviendo en el pueblo, un poco a su pesar. "¡Si pudiéramos cargar la casa y trasladarla para otro lado!", se ríe Celia cuando se le pregunta si les gusta vivir allí. "Es muy trasmano para nosotros", explica Dalmiro, quien se jubiló de la Policía hace una década. Para ellos, uno de los grandes problemas es el abastecimiento. En Mangrullo hay un solo almacén, que precisamente por ser el único ajusta los precios un tanto hacia arriba -"¡parece Punta del Este!"-, según los vecinos. A su vez y toda una paradoja en medio de la campaña, la pareja sostiene que conseguir carne "es complicado". "Por acá nadie carnea. Hay que encargar a Melo. Pero tampoco podemos guardar en la heladera, que es a gas y consume dos garrafas de 13 kilos por mes". Tal gasto sólo es admitido en verano, aclaran los lugareños, si no, no hay presupuesto que aguante. En invierno, la heladera queda como objeto decorativo, o se prende por alguna razón especial.

La falta de electricidad es la única queja común de todos los habitantes. Dalmiro cuenta que hace 30 años que se firmó para que llegara y todavía la están esperando, a pesar de que localidades pequeñas muy cercanas -a 10 kilómetros, por ejemplo- sí tienen energía eléctrica. Mientras algunos se las arreglan entre gas y sol, otros optaron por adquirir un generador propio.

Es el caso de Adriana (29), mamá de tres niños de 10, 7 y 2 años. Ella permaneció en campaña toda la vida, y hace 9 que, junto a su marido, también oriundo de la zona, se instaló en Mangrullo. Él trabaja en una arrocera y con los 5.000 pesos que gana viven los cinco. La idea del generador (piensan tenerlo instalado para el mes próximo) la manejan hace un tiempo, pero el último empujón se los dio el Plan Ceibal. A fin de mes llegarán las laptops para los niños, y si tienen energía podrán cargarlas. También será útil para la heladera, aunque lo cierto es que la familia consume todo en el día, como la leche que Adriana ordeña cada mañana, o cuando se consigue carne.

No hace falta preguntarle cómo transcurre su tiempo. Un tendal de ropa recién lavada que ocupa buena parte del fondo y el grupete de seis niños a su alrededor (sus hijos más el resto de los chicos del pueblo) jugando a cocinar con barro, son suficiente respuesta. Igual queda tiempo de aprovechar la parabólica y ver televisión. "Es todo en portugués, pero puedo seguir la novela", admite. A los mediáticos uruguayos los conoce, pero menos. "Y a Tinelli también. Lo vemos cuando vamos a Melo". Más le gusta la radio, como a la mayoría de los habitantes de campaña. Está prendida buena parte del día y por eso todos los consultados aseguraron que están muy bien informados de lo que acontece en el país. "Hay que estarlo. No queda otra", opina Norma Segade.

Aunque no ven caras nuevas muy seguido, en Mangrullo no hay demasiado lugar para la desconfianza. Por ahora -"¡y que dure!"- la inseguridad es un tema ajeno. Aún así, todo es cuestión de personalidades. Frente a los periodistas, varios vecinos abrieron las puertas de entrada, sonrientes y gustosos de charlar un rato con alguien nuevo, pero otros mostraron cierto recelo al principio.

Mirta González, la almacenera del pueblo, escucha la presentación de la cronista con cautela, detrás del vidrio de una puerta.

"Pensé que eran gitanas, que ahora andan con pantalones", explicará después, aunque sin ahondar demasiado en las raíces de esa impresión. ¿Hay gitanos por acá? "A veces vienen. ¿Así que ustedes son de Montevideo? Quiero saber yo qué va a hacer la gente de Montevideo por nosotros. Si yo hablo con ustedes, ¿qué gano?", pregunta un poco a regañadientes, aunque al ratito ya se ve distendida. Lleva 35 años viviendo en Mangrullo, junto a su marido, quien también trabaja en el campo. Dice que se siente bien en el pueblo, que le gusta, a pesar de la falta de luz y del "problema del teléfono".

"Es el único reclamo que tengo para don Tabaré. El que teníamos antes funcionaba bien. Nos cambiaron por un ruralcel, que ahí está, atornillado, y anda cuando quiere", explica con voz de resignación.

¿No tiene celular? "Tengo sí. Pero no hay señal. Hay que salir a ver si agarra. Y yo no voy a salir a caminar a la noche para hablar por teléfono".

Ferrer. Para la cartelería vial, Pueblo Ferrer no existe. Para llegar, se debe preguntar. "Allí dónde vea unos eucaliptos, va a ver el camino que va al pueblo. Doble y entre, son pocos kilómetros", explica un peón rural que espera un ómnibus en la Ruta 41. La referencia parece vaga (los eucaliptos abundan), pero resulta correcta. Cinco minutos después, media docena de casas, una bomba de agua y un humo gris que sale de una de las chimeneas confirman la llegada a destino: Pueblo Ferrer (Florida), residencia de 11 personas, ubicado a 8 kilómetros de Capilla del Sauce y a 20 de Sarandí del Yí (Durazno). La disposición de las casas llama la atención: todas construidas alrededor de un campo semicircular, limpio de árboles y con el pasto corto. En ese espacio vacío -en una época centro de reunión de los habitantes-, está ubicada la bomba manual, única fuente de agua potable del pueblo.

En paralelo pero unos metros hacia la izquierda está la escuela: una construcción abandonada con hongos en las paredes exteriores, yuyos hasta las ventanas y un escudo corroído. Medio siglo atrás allí aprendían más de sesenta alumnos. Frente por frente, del otro lado de la cancha semicircular, se erige la Iglesia de Santa Lucía, donde el padre Emiliano celebraba las misas mensuales. Otras casas abandonadas, algunas ya taperas, terminan de conformar el paisaje del pueblo.

Un matrimonio (María Alcira Pécora y Miguel Ángel Galloso, de 43 y 53 años) y sus dos hijos (Maximiliano de 13 y Estefani de 19), Marcos Andrade (peón rural jubilado de 79 años) y Silvana Vivas con su prole de cinco niños (Jamil, Patricio, Malena, Alexander y Lance) conforman el 100% de la población de Ferrer. Sesenta años atrás, eran más de 300 personas. "Se fue vaciando por falta de fuentes de trabajo", explica Miguel Ángel, nacido en Sarandí del Yí pero criado en Ferrer, alambrador de oficio y corredor de raids de "pura diversión nomás".

En aquella primera oleada migratoria se fue el grueso de la población, la mayoría para Colonia Nicolich (zona cercana al aeropuerto de Carrasco) a trabajar en chacras. "El resto, unas diez familias, abandonaron el pueblo hace 15 años, cuando Mevir construyó viviendas en Capilla del Sauce", agrega. María y Miguel tienen otra casa en Sarandí del Yí, pero planean reinstalarse definitivamente en la localidad donde crecieron.

Hace 60 años en Ferrer había calles, comisaría, almacenes, bailes, quintas y bullicio. Los domingos se hacían picnics en la playa (una cañada ubicada a 300 metros) y cada 25 de Agosto o fines de año se organizaban campeonatos de fútbol para los cuales llegaban jugadores de otros poblados de la zona.

"Campeonatos con equipos, camisetas y hasta copas, no te creas…", explica Marcos Andrade, que comenta que lo que más extraña son los bailes con guitarras y vitrolas. "El más inteligente conseguía novia", comenta y suelta una carcajada.

Marcos llegó a Ferrer hace 50 años a trabajar en una estancia cercana. Estuvo cinco años casado, tuvo una hija, pero "no funcionó". Desde entonces vive solo y no ve a su hija. Pensó en irse hace quince años, pero se fue quedando: "Ahora soy más de acá que de mi pueblo (Nico Pérez)", comenta. Se acuesta antes que caiga el sol y se levanta antes de las cinco. No le gusta cocinar y tampoco se preocupa demasiado: "Pongo un poco de carne a hervir y ya está… bueno, acompañada con un vinito", dice y suelta otra carcajada.

Silvana Vivas se crió en Ferrer pero pasó la mayor parte de su vida en Capilla del Sauce. Un año atrás regresó al pueblo. Casada desde hace 11 años, ve a su marido cada quince días porque él trabaja como alambrador en Treinta y Tres.

Ella también recuerda los años mozos de Ferrer con cierta nostalgia: "Estaba re bueno, había vida, gente, partidos de fútbol. Ahora ya es decadente. Nosotros vinimos porque a mí me gusta esto para mis hijos, no me gusta Capilla, pero aquí hasta que no nos pongan luz no voy a estar conforme; estar a oscuras es deprimente", comenta.

Silvana pasa los días entre Capilla del Sauce -donde vive su madre y a donde sus hijos hacen la escuela- y Pueblo Ferrer.

Ese trajín cotidiano la tiene cansada. Por eso se puso en campaña para reabrir la escuela. Habló con otras madres de la zona y reunió un total de nueve posibles alumnos (cinco de los cuales son sus hijos). Redactaron una nota e hicieron el pedido en la inspección de Primaria. "Tenemos casi todo arreglado", afirma. Mientras no se repare el local de la escuela, las clases se darían en la Iglesia cerrada, que está en perfectas condiciones.

Si la escuela reabre, el pueblo levanta cabeza, creen algunos. "Yo le decía a la vecina: vas a ver que si se abre la escuela, va a levantar todo porque en la zona ese es el punto de referencia. Los vecinos están todos pendientes de colaborar, además de que siempre hay otras actividades que atraen a la gente a la escuela. Los pocos que iban quedando, se fueron después de que cerró. En un pueblo como este se cierra la escuela y se cierra el pueblo", comenta María Alcira Pécora.

María cree que el lugar tiene algo especial que lo mantiene vivo. "Es como que Ferrer no termina de morir nunca, la vida siempre aparece a último momento. Antes, estaban fulano y megano, que murieron. Cuando ya el pueblo estaba en una agonía, volvimos nosotros y Silvana con su familia. Y ahora se está por abrir la escuela. Como que pasa de un estado de coma a levantarse. Siempre aparece alguien, siempre", señala.

Mientras esperan que la reapertura de la escuela reviva la pequeña localidad, los habitantes continúan caminando varios metros para cargar agua en bidones, preparando la comida en cocinas a leña y pasando las noches entre faroles a mantilla, con la sola compañía de una radio a pilas. La luz está por llegar, especulan entusiasmados luego de recibir la visita de un inspector de UTE. El día que eso suceda, Silvana podrá dejar de lavar a mano la ropa de sus cinco hijos y hará funcionar un lavarropas que hoy duerme la siesta en el jardín de su casa.

Alonso, una minúscula comunidad de apenas trece olimareños

Los 13 habitantes de Poblado Alonso gozan de algunos "privilegios" frente a sus pares de Ferrer y Mangrullo: tienen energía eléctrica, agua corriente y un camino llano y corto que los separa de la ciudad; están apenas a siete kilómetros de Treinta y Tres.

Aún así, la distancia es suficiente para crear un ambiente propio de la campaña. Entre las marcas de un pasado más poblado, se erigen los restos de un molino que supo dar trabajo a todos los lugareños. Hoy, Etulia Martínez (71), la dueña de una casa que se levanta a su lado, lo usa como corral para ovejas y gallinas. Etulia es de Treinta y Tres, y de las dos décadas que lleva en Alonso, 11 años los ha transcurrido sola, luego de enviudar. "Nos vinimos para acá porque a él siempre le gustó la campaña. Después él falleció y yo me quedé", cuenta mientras hace algunas compras en el "almacén móvil", un camión repleto de productos de almacén que visita el pueblo una vez por semana. En esta localidad no hay problemas para abastecerse. Los camiones son la modalidad más cómoda, pero están a diez minutos de la capital departamental. Y además, muchos cultivan sus propios alimentos. En su fondo, Etulia tiene lechuga, acelga, ajo, zapallito, arvejas, remolacha, naranja, pomelo, bergamota, higos, durazno, ciruela, pelones, limones, manzana, frutilla, además de los animales. "¿Qué más voy a necesitar?", pregunta. Y de verdad se la ve feliz de vivir allí.

Lo mismo pasa con Carlos Guerra (72) y Gloria Celi (52), un matrimonio muy hospitalario y sonriente. "Tenemos un montón de cosas para hacer: ordeñar, darle de comer a las gallinas y los conejos, picar leña, hacer las tareas de la casa, a veces ir hasta la ciudad a ver a los hijos, los nietos, o comprar cosas".

En Poblado Alonso no hay muchos niños. A la escuela de la zona asisten dos. Teresa Riaño (59), la maestra rural, cuenta que desde que vive en el pueblo, hace 9 años, es la primera vez con tan pocos alumnos, algo que no la motiva "para nada". Una familia con tres chicos que hasta el año pasado vivían allí cobró el Plan de Emergencia y se mudó a la ciudad, cuenta como un motivo de la deserción. El año próximo, también ella quiere ir a un lugar más poblado.

El nuevo escenario rural

El 7,6% de la población uruguaya (253.074 personas) viven dispersos en el territorio rural, y el 10,7% (353.149) tiene su residencia en pequeños pueblos rurales.

Los datos fueron extraídos de la versión preliminar de Estructura social agraria: una mirada de la diversidad del mundo rural, de los sociólogos Alberto Riella, Marcela Barrios y Paula Florit que fuera presentado el jueves en las VII Jornadas de Investigación de la Facultad de Ciencias Sociales.

En la actualidad, el 34% de los que trabajan en el campo viven en ciudades (unas 49.414 personas), mientras que son 102.936 las personas que viven y trabajan en el campo. Otro porcentaje lo representan aquellos que viven en el campo y no trabajan en él: 503.287 personas, de las cuales el 43% son menores, estudiantes y amas de casa, 31% empleados no agrícolas, 20% jubilados y 6% desempleados.

Según el trabajo, uno de los cambios sustanciales ocurridos en este sector en las últimas décadas es el aumento de la residencia urbana de los trabajadores agropecuarios: de 28,9% en el año 1985 a 53% en 2006. "Esta urbanización podría asociarse a la optimización de los servicios de transporte públicos y privados, acompañado de mejoras en la caminería rural y de la popularización de los ciclomotores en el Interior del país, hechos que permiten un mayor acceso a las zonas rurales desde las zonas urbanizadas", afirman los sociólogos en el estudio.

La pluriactividad, entendida como la combinación de empleos agrarios con otros de carácter urbano, está instalada en el medio rural y atraviesa por igual a toda la estructura social rural. Según estudios citados por Riella, en poblaciones menores a 5.000 habitantes, el 33% de los hogares tienen más de un miembro activo pluriactivo.

Las cifras

32% De las personas que trabajan en el campo viven en ciudades. Los que viven y trabajan en el campo suman 102.936 individuos.

55,8% De los que trabajan en el campo son asalariados, 11,3% patrones, 24,2% cuentapropistas y 8,2% miembros del hogar no remunerados.

7,6% De los habitantes de Uruguay viven dispersos en el medio rural, mientras que el 10,7% lo hace en pequeños pueblos rurales.

503.287 Son las personas que viven pero no trabajan en el campo: 43% son menores, estudiantes y amas de casa, 31% empleados no agrícolas.

6% De las personas arriba mencionadas se encuentran desempleadas, mientras el 20% ostentan el estatus de jubilados.

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