En el otoño de 2010, la austeridad fiscal se puso de moda. Uso el término deliberadamente: el repentino consenso entre la Gente Muy Seria en el sentido de que todo mundo debe equilibrar su presupuesto ya, ya, ya, no se basó en ningún tipo de análisis cuidadoso. Fue más como una tendencia, algo que todo el mundo profesaba creer porque era lo que decía la gente "in".
Y es una tendencia que ha estado desapareciendo últimamente, conforme se ha acumulado evidencia de que las lecciones del pasado siguen siendo relevantes, que los intentos por equilibrar los presupuestos a la luz de alto desempleo y menos inflación siguen siendo muy mala idea. Más notablemente, que el hada de la confianza ha sido expuesta como mito. Ha habido aseveraciones generalizadas en el sentido de que la reducción del déficit de hecho reduce el desempleo porque da confianza a las empresas y consumidores; pero múltiples estudios de datos históricos, incluyendo uno del Fondo Monetario Internacional, han demostrado que esta afirmación no tiene bases reales.
Ninguna tendencia generalizada cae en desuso, empero, sin dejar algunas víctimas en el camino. En este caso, las víctimas son los británicos, que tienen la mala fortuna de ser regidos por un gobierno que tomó el mando en la cúspide de la moda austera y que no admitirá su equivocación.
Gran Bretaña, al igual que Estados Unidos, sufre las repercusiones de una burbuja de créditos y viviendas. Sus problemas se combinan con el papel de Londres como centro financiero internacional: Gran Bretaña llegó a depender demasiado de las ganancias de intermediación como motor de su economía, y de los aportes por concepto de impuestos financieros-industriales para pagar los programas gubernamentales.
La desmedida dependencia en la industria financiera explica en gran medida por qué Gran Bretaña, que entró a la crisis con una deuda pública relativamente baja, ha visto crecer su déficit presupuestario a 11% del PIB, ligeramente peor que el déficit estadounidense. E indudablemente, Gran Bretaña eventualmente necesitará equilibrar sus cuentas con recortes de gasto e incremento de impuestos.
Sin embargo, la palabra operativa aquí debería ser "eventualmente". La austeridad fiscal deprimirá aún más la economía a menos que pueda compensarse con una caída en las tasas de interés. En este momento, las tasas de interés en Gran Bretaña ya están muy bajas, como en Estados Unidos, y hay poco espacio para que caigan más. Lo razonable, entonces, es idear un plan para poner en orden las arcas fiscales de la nación, esperando al mismo tiempo la llegada de una sólida recuperación económica antes de blandir la espada.
Pero las tendencias, casi por definición, no son razonables, y el gobierno británico parece estar determinado a ignorar las lecciones de la historia.
El nuevo presupuesto británico recientemente anunciado y la retórica que lo acompañó pudieron haber salido directamente del escritorio de Andrew Mellon, el Secretario del Tesoro que recomendó al Presidente Herbert Hoover que combatiera la Depresión liquidando a los campesinos, liquidando a los trabajadores y reduciendo los salarios. O si prefiere más precedentes británicos, hace eco del presupuesto Snowden de 1931, que intentó restaurar la confianza pero terminó profundizando la crisis económica.
El plan del gobierno británico es osado, afirman los eruditos, y realmente lo es. Pero su osadía va exactamente en la dirección contraria. Recortaría 490.000 empleos públicos -el equivalente a casi 3 millones en Estados Unidos- en momentos en que el sector privado no está en posición de proveer empleo alternativo. Recortaría el gasto en momentos en que la demanda privada no está del todo lista para apretar el paso.
¿Por qué está haciendo esto el gobierno británico? La verdadera razón tiene mucho que ver con la ideología: los Tories están usando el déficit como excusa para achicar el Estado benefactor. Pero el razonamiento oficial es que no hay alternativa.
Efectivamente, durante las últimas semanas ha habido un cambio perceptible en la retórica del gobierno del Primer Ministro David Cameron. Un cambio de esperanza a miedo. Al anunciar el plan presupuestal, George Osborne, canciller del Erario Público, pareció haber abandonado al hada de la confianza, esto es, las afirmaciones de que el plan tendría efectos positivos sobre el empleo y el crecimiento.
En cambio, el tono versó alrededor del Apocalipsis que se vislumbraba si Gran Bretaña no tomaba este camino. No importa que la deuda británica como porcentaje del ingreso nacional de hecho esté por debajo de su promedio histórico; no importa que las tasas de interés británicas permanecieran bajas incluso mientras crecía el déficit presupuestal de la nación, reflejando la creencia de los inversores de que el país puede y pondrá sus finanzas bajo control. Gran Bretaña, declaró Osborne, estaba "al borde de la bancarrota".
¿Qué sucederá ahora? Gran Bretaña tal vez tenga suerte y llegue algo que rescate su economía. Pero lo más seguro es que la Gran Bretaña de 2011 se parecerá a la Gran Bretaña de 1931, o al Estados Unidos de 1937, o al Japón de 1997. Esto es, la austeridad fiscal prematura llevará a una renovada caída económica. Como siempre, los que se rehúsan a aprender del pasado están condenados a repetirlo.