Larga vida a la adúltera

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Gustave Flaubert

La clásica y revolucionaria novela de Flaubert llega ahora en una nueva traducción actualizada y anotada por Jorge Fondebrider.

No es de extrañar que Mario Vargas Llosa se enamorara de ella y le dedicara uno de sus mejores libros de ensayo (La orgía perpetua, 1975): esa "campesinita normanda" con modales parisinos llamada Emma Bovary destaca entre las heroínas del siglo XIX como la más genuina, feroz y actual de todas. Tan romántica como las otras (Elizabeth Bennet de Jane Austen, Jane Eyre de Charlotte Brontë, Ana Karenina de Tolstoi, Ana Ozores de Leopoldo Alas, etc.), Emma es más inasible y compleja en tanto su tragedia trasciende las circunstancias anecdóticas. Cuando cerramos Madame Bovary. Costumbres de provincia sabemos que cualquiera hubiera sido la batalla ganada o perdida de Emma el final sería el mismo, porque su búsqueda no es saciable. No es un marido, un amante ni una ciudad, sino el anhelo permanente de lo que no se tiene. Su manera más lúcida de renunciar es morir. Se ha escrito mucho sobre cómo Gustave Flaubert (1821-1880) concibió al personaje, en qué mujeres reales pudo haberse inspirado, y cómo sorteó los contratiempos legales que su criatura le provocó (al punto que la novela está dedicada a dos amigos: uno es el abogado defensor que lo salvó de una condena por inmoralidad).

Escrita entre 1851 y 1856, publicada por entregas ese último año en la Revue de Paris y completa en formato libro en 1857, Madame Bovary dividió a la crítica pero fue un inmediato éxito de público, ganado en parte por el escándalo que provocó. Tenía con qué. La historia de Emma Rouault era simple pero efectista. Casada con el oficial de salud Charles Bovary, y madre de una niña, Emma enseguida se cansa de la novedad conyugal devenida rutina, y pasa a ser amante sucesiva de dos individuos: un donjuán de provincias (Rodolphe), y un pasante de notario (Léon) diez años menor que ella pero contagiado de su misma enfermedad romántica. Las veleidades de Emma, resumidas en la inconsciencia feliz de la frase "¡Tengo un amante!", se dan de cara contra una realidad que la deja sola en lo pasional y endeudada en lo económico, y es éste último aspecto el que determina su caída.

UN CLÁSICO.

Lo primero que llama la atención en esta nueva edición es la contratapa. En lugar de los habituales juicios laudatorios aparecen las reseñas lapidarias de varios críticos de la época, hoy olvidados. Lo segundo está adentro y tiene que ver con lo cuidado de la edición, traducida, prologada y anotada con esmero por el argentino Jorge Fondebrider (Buenos Aires, 1956), que aporta material enriquecedor para la lectura. Para quien ya conoce la obra, leer la introducción o consultar las notas al pie supone un placer extra, por ejemplo, cada vez que Fondebrider señala que tal o cual pasaje fue suprimido en la edición de la Revue de Paris, cuando inserta fragmentos de la correspondencia de Flaubert a propósito de su proceso de escritura, cuando transcribe comentarios de lectores de excepción (Nabokov, Butor, Auerbach, Tournier o Vargas Llosa), o cuando confirma que datos que tomamos por ciertos durante décadas son incomprobables. Es el caso de la frase "Madame Bovary soy yo", atribuida a Flaubert. Muy linda, pero ni una evidencia de que sea cierta.

En la introducción Fondebrider cita, entre otras, una definición que dio Borges a propósito de cuándo un libro se convierte en clásico: "no es un libro escrito de cierto modo, sino leído de cierto modo; cuando leemos un libro como si nada en ese libro fuera azaroso, como si todo tuviera una intención y pudiera justificarse, entonces, ese libro es un libro clásico". Pocos libros debe haber entonces tan "clásicos" como Madame Bovary, donde una realización larga y meticulosa (más de cuatro años y un sinfín de borradores y correcciones) ha sido premiada a lo largo de más de ciento cincuenta años con lecturas que señalan que nada le falta y nada le sobra, elogio que las novelas no suelen llevarse. Madame Bovary es "menos una historia que una manera perfecta de contarla", dice Fondebrider y destaca a los primeros grandes lectores de Flaubert, los contemporáneos capaces de advertir la genialidad de ese debut: Sainte-Beuve, Alexandre Dumas (h), George Sand, Victor Hugo, Baudelaire. Fueron esas lecturas atentas y las que vinieron después las que colocaron la pluma de Flaubert en un podio seguro, por más que para algunos predominó la visión del esteta puro, buscador del vocablo justo para contar una historia trivial, y para otros la del escritor realista capaz de emplearse a fondo en las miserias humanas, donde lo trivial ocupa, precisamente, un lugar de privilegio.

CONSTRUCCIÓN PIRAMIDAL.

En una carta a su amigo Ernest Feydeau, Flaubert escribió que "los libros no se hacen como los niños, sino como las pirámides, con un diseño premeditado, y agregando grandes bloques uno encima del otro, a fuerza de cintura, de tiempo y de sudor". Si en su correspondencia no quedara claro ese proceder titánico, la estructura misma de la novela daría cuenta de él. Madame Bovary va creciendo a fuerza de grandes bloques sucesivos, trabajados como unidades cuyos puntos de sutura son invisibles y los puentes comunicantes infinitos.

Se pueden citar algunos. La presentación detallada de Charles Bovary con que se inicia la novela, que puede parecer excesiva e innecesaria en una lectura ligera, pero que determina como un golpe seco la nulidad del personaje, su mediocridad rampante, el perfil que en definitiva lo coloca en las antípodas de su mujer. La fiesta en el castillo del Marqués de Vaubyessard, que signa el primer contacto de Emma con el mundo glamoroso que vio en las novelas, y donde Flaubert deja constancia de su capacidad para movilizar a muchos personajes. El episodio de los comicios agrícolas, donde intercala de modo brillante dos discursos igualmente falsos: el socioeconómico del concejal al pueblo, y el amoroso de Rodolphe a Emma. La instancia de la Ópera en Ruán, donde de nuevo el arte, por trasmutación, coloca a Emma en la senda del placer y la ruina. El viaje en fiacre con Léon por las calles de Ruán, episodio emblemático de la elipsis del acto sexual. O el largo trámite de la muerte de Emma, donde Flaubert no escatima golpes bajos, pero que no finaliza la novela: esta sigue un poco más, porque Madame Bovary no es solo la vida de un personaje, sino el friso mayor de un colectivo donde cada pieza tiene su espacio de luz asignado: el boticario calculador, el prestamista avieso, un ciego que desde luego canta la verdad, un coro de mujeres envidiosas, un cura anodino, un mutilado, un par de médicos soberbios, etc. Ese colchón social, en el que Emma se debate y se asfixia, está expuesto por Flaubert con una fidelidad impiadosa y una ironía cruel. Todas las descripciones de los lugares y las gentes, cada detalle de una cena o una vestimenta, tienen su peso significativo y su rincón especular: casi todo en Madame Bovary tiene su espejo, su segunda vez degradada e irreal, en la medida en que justamente la repetición, la monotonía, el tedio, son la baldosa floja en la que Emma cae y se derrumba.

Bienvenida esta nueva edición, que acerca en lenguaje actualizado un texto vivo. Su heroína insumisa quizá sigue caminando por Occidente, aunque se divorcie, trabaje y no se suicide. El modo angustiante en que lee su destino y su contexto, en que reconoce "la pequeñez de las pasiones que el arte exageraba" y en que vacía sin control su monedero real y emocional, no necesariamente ha cambiado.

MADAME BOVARY, de Gustave Flaubert. Eterna Cadencia, 2015. Buenos Aires, 510 págs. Traducción y notas de Jorge Fondebrider. Distribuye Escaramuza.

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Gustave Flaubert

NUEVA TRADUCCIÓN DE MADAME BOVARYMercedes Estramil

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