El escritor japonés Haruki Murakami sospechaba que detrás del ataque con gas sarín en Tokio se escondía algo que involucraba a todos los japoneses, no solo a los perpetradores. El camino que siguió fue revelador y permite comprender otros atentados como el de la AMIA en Buenos Aires, tras 20 años de un limbo doloroso y amargo.
EN 1996, un año después de que la secta Aum Shinrikyo dispersara gran cantidad de sarín, un mortal gas neurotóxico en varias líneas del subte de Tokio, el novelista japonés Haruki Murakami se puso el overol de investigador para producir el libro Underground, una recolección de testimonios de los sobrevivientes del ataque, y que acaba de llegar en español. Esa investigación produjo muchos datos con los que luego escribiría la novela 1Q84 (2009), que llegó al mercado hispanohablante hace unos años.
Murakami intuyó que en esos hechos, que provocaron 12 muertos y cinco mil heridos, surgió algo grave que había estado oculto. Para él en el underground del subte tokiota, como en el más profundo inconsciente, se había revelado lo peor del ser japonés, algo innombrable que los involucraba a todos, no sólo a los terroristas. Entendía que conversando con las víctimas sobre su familia, trabajo, ambiciones, miserias y sueños —apelando a la técnica del reportaje para neutralizar los discursos tramposos— podía llegar a entrever eso prohibido. Algo que pocos japoneses estarían dispuestos a aceptar.
PREGUNTAS SIN RESPUESTA.
Pero no sería tarea sencilla. Para el Japón profundo, esa cultura encerrada en sí que desconfía de todo lo foráneo, el escritor Haruki Murakami es un traidor. O mejor dicho, un japonés impuro, contaminado con lo de afuera: nació en el histórico barrio de extranjeros de Kobe (Kitano), siempre tuvo un perfil abierto al mundo y, por lo tanto, poco afín al tradicional aislamiento nipón, y ha vivido demasiado fuera de su país. Por si fuera poco se ha convertido en celebridad mundial escribiendo novelas sobre las lacras de su propia comunidad: el machismo, la violencia, el autoritarismo y el racismo, manifestados por ejemplo en la segregación y el maltrato de la mujer japonesa, en el desprecio racista por otras culturas vecinas de Asia, o en el militarismo que devino en espantosas aventuras bélicas en el siglo XX.
En Underground aparecen 62 testimonios de víctimas, varios miembros de la secta Aum (también víctimas, pero en otro sentido), y otros protagonistas como un psicólogo que trató a muchos lesionados en el ataque, un médico que comunicó vía fax a las emergencias cuáles eran los síntomas y cuál era el antídoto sin que nadie se lo pidiera —salvó así cientos de vidas— y un abogado que enfrenta a la secta. Cada uno cuenta lo que le pasó ese fatídico 20 de marzo de 1995 temprano en la mañana cuando varios recipientes con sarín fueron depositados en vagones de diferentes líneas del subte. También dónde nacieron, cómo estudiaron, trabajan, viven y sueñan. Son historias de vida que refuerzan la idea de unicidad, de que cada periplo vital es único e irrepetible, aunque también revelan rasgos comunes al promedio de los japoneses como la adicción al trabajo (ninguno de los afectados que logró salir del subte tras inhalar gas pensó en faltar al trabajo ese día). Algunos están furiosos porque ese gas neurotóxico los dejó inválidos, o porque asesinó a un ser querido, o les cortó una ascendente carrera laboral; otros subliman su resentimiento mirando al futuro, dejando atrás eso inexplicable que trastocó su existencia.
Habla muchas horas con cada uno. Es un viaje hacia el dolor donde las palabras faltan (¿acaso no hay palabras para expresarnos cuando nos acercamos a un amigo doliente en un velorio?). "En ocasiones las palabras son inútiles, pero como escritor es lo único que tengo" escribe en Underground. Poco a poco, entrevista tras entrevista, se repite un patrón de dudas o preguntas. La más acuciante es por qué. Cuál es la razón por la cual una persona ingresa a una secta y entrega su personalidad a otro, sus bienes, su vida (era el compromiso que exigía Aum, la entrega total de sus acólitos). O por qué salieron a matar utilizando armas de destrucción masiva. O por qué nadie hizo nada cuando era evidente que ese poderoso grupo (en número de fieles y en disponibilidad económica) se volvía cada vez más bizarro, aislado, amenazante y violento.
Sectas han existido siempre, y atentados terroristas también. Escribir contra ellos es como escribir contra la lluvia o las tormentas. De hecho el líder de la secta, Shoko Asahara, que venía anunciando el apocalipsis para los años 90, al percatarse de que no iba a ocurrir decidió provocarlo para no perder credibilidad. Lo que sí es necesario comprender es por qué esta secta estaba legitimada en el imaginario japonés como una entidad religiosa más (con todos los amparos de la Constitución del Japón) mientras hacía desaparecer fieles, extorsionaba, secuestraba o mataba a quienes la denunciaban (cuando el ataque de Tokio ya existía una asociación de familiares de víctimas representada por un grupo grande de abogados), e incluso ya habían atacado con gas sarín a miembros del poder judicial por un conflicto de tierras en la localidad de Matsumoto (1994), pero terminaron matando a otras personas (por un cambio de viento, el gas tomó sentido contrario).
Por si fuera poco, la unidad de la policía encargada de investigar a la secta era objeto de burlas por parte de otros policías. "Más que rabia contra Aum, lo siento contra todos los demás" dice el pasajero Masayuki Mikami (30 años), que respiró el gas en la línea Hibiya. Por eso casi todos los entrevistados en Underground se preguntan: "¿por qué no actuó la policía?". Para Murakami, sin embargo, se impone otra pregunta más dolorosa: "¿qué hicimos todos para permitir que esto suceda?" La cultura japonesa, famosa por su disciplina para resolver de forma colectiva, no fue capaz de actuar de forma unida y eficaz cuando vio en su propio seno el germen de la destrucción. Germen que, a todas luces, encerraba algo terrible.
MIEDO DESCONOCIDO.
Uno de los hospitales de Tokio que recibió más víctimas luego del atentado fue el San Lucas, en la zona de Tsukiji. En ese hospital estaba el psicólogo Kanzo Nakano tratando a las víctimas con algo que no abundaba: empatía. Los escuchó, los comprendió y amparó. Era lo que necesitaba Kenichi Yamazaki, pasajero en la línea Hibiya, que recuerda los primeros síntomas tras ser afectado por el gas a bordo del tren. "Sabía que si me desmayaba en el tren, nadie me ayudaría". Salió a rastras de la estación, intentó caminar hasta que no pudo más, y quedó tirado en la calle. Los transeúntes simulaban no verlo. "¡Imbéciles! ¿Cómo puede ser tan frío el ser humano? Alguien agoniza tirado en el medio de la calle y nadie dice nada". Pero no sólo eso. La sociedad en su conjunto no los amparó. Muchas víctimas siguieron trabajando "a diario hasta la medianoche. Por mucho que se quejaban nadie les ayudaba, nadie les prestaba atención. Una situación sencillamente insoportable" agrega el psicólogo. Esta situación se repite en varias entrevistas de Underground, aunque en otras los compañeros de trabajo y los jefes contuvieron al trabajador afectado, ayudando en la recuperación.
Como psicólogo descubrió que el sarín provocaba en las víctimas un miedo desconocido hasta entonces. Por las características del atentado, "en mi opinión las víctimas no son capaces de expresar o digerir adecuadamente sus sentimientos y vivencias de aquel día. Al no encontrar palabras adecuadas para hablar de ello, lo somatizan y terminan por aparecer dolencias físicas. No disponen de un sistema que permita transformar sentimientos en palabras, incorporarlos de manera racional a la conciencia. De ahí que traten de reprimirlos". Los síntomas eran insomnio, pesadillas y miedo. Por si fuera poco, la televisión instaló un relato superficial y simplificado de lo ocurrido, lo cual generó enormes prejuicios y reforzó los esquemas mentales. Nakano entiende que aquello que los medios mostraron era sólo "la punta del iceberg de algo mucho más terrorífico que las cámaras de televisión no grabaron".
Murakami dedica un tramo importante del epílogo a analizar el comportamiento de los medios, que trataron el tema desde un plano moral: los "buenos" opuestos a los "malos", la sociedad "cuerda" enfrentada a los terroristas "dementes", lo "sano" versus lo "enfermo". Surgieron voces, sin embargo, que se advirtieron los riesgos de esta simplificación. Se corría el peligro "de que todo quedara aplastado por el furor popular", perdiendo la oportunidad de entender las causas profundas que se ocultaban en la propia cultura japonesa. Murakami entiende que, una vez que llegó la calma, se instaló en la sociedad un sabor amargo. "Para sobrellevar el malestar y la amargura, la mayor parte de nosotros preferimos meter el asunto en un hipotético baúl del olvido y clasificarlo como algo del pasado. El profundo significado que entraña el suceso queda así circunscrito al proceso judicial y, por tanto, digerido por el sistema". La historia del atentado parece haber quedado en la memoria colectiva convertido "en un osado manga (cómic), en un mito urbano, incluso en una especie de cotilleo sobre crímenes poco frecuentes".
Lo peor era que los discursos y las palabras de uso común ocultaban lo ocurrido. "Creo que lo que necesitamos son palabras que nos lleven a otro sitio; palabras nuevas para una narrativa nueva. Otra narrativa para purificar la ya existente" dice Murakami. Algo de eso hizo Roberto Bolaño cuando escribió la gigantesca novela 2666: inventar una nueva narrativa, encontrar nuevas palabras para comprender por qué mueren —y siguen muriendo— las niñas y jóvenes de Ciudad Juárez.
EVADIENDO RESPONSABILIDAD.
Murakami buscó esa nueva narrativa, esas nuevas palabras, en el corazón de las víctimas. El dolor disuelve cualquier discurso artificial. Es lo que hacen Alejandro Almazán y Diego Enrique Osorno en México cuando van y buscan la palabra de las víctimas, esas que actúan como antídoto de la narrativa de violencia y exterminio que se ha instalado en México.
No es tarea sencilla, y menos en el neurótico Japón. Murakami recuerda cuando investigaba su novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y se sumergió en el llamado "incidente de Nomonhan", una incursión del ejército japonés en Manchuria de 1939 donde fue aniquilado por el ejército soviético. "Cuanto más buscaba en los archivos, más horrorizado quedaba ante aquella temeridad, ante la locura total demostrada por la cadena de mando del ejército imperial. ¿Cómo es posible que aquella tragedia inútil haya caído en el olvido sin más?". Al investigar sobre el atentado del gas sarín en Tokio "me sorprendió descubrir que la forma cerrada y evasiva a la hora de asumir responsabilidades de la sociedad japonesa, no fue muy distinta al modus operandi del ejército imperial de aquella época". A nadie debería sorprender, entonces, que tras el reciente incidente nuclear de Fukushima (2011) provocado por un tsunami, mucha gente sospechara de los primeros informes oficiales japoneses sobre el peligro real que representaba el reactor dañado.
Luego está el otro tema: por qué los japoneses miraron para otro lado cuando el peligro de Aum era real, palpable. Cinco años antes de los ataques de Matsumoto y del ataque al metro de Tokio, la secta asesinó al abogado Tsutsumi Sakamoto junto a su esposa y su pequeño hijo mientras dormían en su casa, e hizo desaparecer los cadáveres. Sakamoto representaba a 23 familias que trataban de recuperar a sus hijos menores que habían desaparecido tras ingresar a la secta, y la demanda estaba prosperando. Tras la desaparición del abogado se juntaron un millón ochocientas mil firmas para que la policía investigara. Pero nadie actuó. Luego la secta intentó envenenar a otros denunciantes. En febrero de 1995, un mes antes del atentado en el metro de Tokio, "nos reunimos con 20 abogados para hablar sobre el sarín" cuenta el abogado Yuji Nakamura. "Sabíamos que un atentado era inminente, y decidimos no frecuentar lugares con mucha aglomeración de público". El 13 de marzo, siete días antes del atentado, advirtieron por carta a la policía de Tokio del peligro que representaba un ataque de esta naturaleza. Y, por si el masivo ataque al subte no fue suficiente, la fiebre homicida continuó luego del 20 de marzo: diez días después miembros de la secta dispararon contra el director general de la policía, y dos meses más tarde dispersaron gas Zyklon B en una estación de tren de Tokio, pero sin afectar a nadie. El sarín y el Zyklon B, ambos fabricados en las sofisticadas instalaciones de Aum, son gases de la era nazi.
Murakami apela a su propia experiencia para comprender por que muchos consideraron el fenómeno Aum como algo incomprensible y ajeno. Cuando Aum se presentó a las elecciones parlamentarias en 1990 postulando al líder Shoko Asahara para un cargo de legislador (sin éxito), parte de los actos de la campaña de la secta se hicieron cerca del domicilio de Murakami, en el distrito de Shibuya. "Día tras día se oía una música inquietante a través de los altavoces. Mientras tanto, hombres y mujeres vestidos de blanco inmaculado, cubiertos con enormes máscaras de Asahara y cabezas de elefante, se alineaban en la acera que quedaba justo enfrente de la estación de tren, saludando e interpretando una danza incomprensible. (…) Cuando me enfrenté a algo tan extravagante, mi primera reacción fue mirar para otro lado". Entonces recuerda: "Me atenazó un miedo innombrable, una repugnancia que estaba más allá de mi capacidad de comprensión". Advirtiendo al lector que va a apelar a la psicología amateur, Murakami entiende que aquellos encuentros "que provocan reacciones psíquicas de fuerte disgusto o repugnancia, son a menudo proyecciones de nuestras propias faltas o debilidades en la que también desempeña un papel la memoria". Algo así como que "ellos" son "nuestro" espejo. Entiende que por eso, aún después de pasado el atentado, "nos asedia un regusto amargo que emana de nuestras profundidades".
TESTIMONIO Y FICCIÓN.
Luego de los atentados la policía tomó declaración a cada una de las víctimas. En uno de estos informes el policía escribe: "Debe quedar algún cabo suelto a pesar de que alguien lo recuerde todo de una manera tan vívida". Tras leer Underground queda la sensación de que falta algo. Pero esa ausencia es la prueba de que este es un libro abierto, honesto, donde el viajero (Murakami) cuenta su periplo a través de la memoria de 62 personas, memoria que no es más que una interpretación personal de los hechos, dice el psicoanálisis.
Para cerrar este círculo Murakami escribió varios años después la novela 1Q84, una obra extensa de más de mil páginas en tres partes (libros) que tiene como protagonistas a Tengo, escritor, novelista frustrado y editor, y a Aomame, instructora de gimnasia y asesina profesional. Ambos confrontan a una poderosa secta llamada Vanguardia. El extenso devenir de intrigas y episodios permite comprender aspectos de la psicología de quienes optan por ingresar a una secta y otras facetas de la psicología de los japoneses en general, sobre todo en lo que concierne a la deriva emocional, a la falta de referentes y a la pérdida de identidad en un mundo que cambia demasiado rápido. Ambos, Tengo y Aomame, fueron criados en entornos demasiado rígidos, autoritarios, y reaccionan contra eso emancipándose, buscando realizarse como individuos más allá de los preceptos de la tradición. Ese camino, en Japón, te deja a la intemperie.
En ese mundo la mujer está tomando de a poco un rol protagónico. Aomame representa a esa mujer que lleva muy dentro de sí un gran resentimiento hacia el machismo caprichoso y brutal que impera en su cultura y que ha sobrevivido desde tiempos inmemoriales. Las que se rebelan son parias. En 1Q84 Aomame mata por encargo solo a hombres que han abusado de sus mujeres.
En Underground Murakami destaca la cantidad de mujeres jóvenes que logró entrevistar. Cuando se leen estos testimonios el aire se renueva. Este cronista, que estuvo en Japón en 1997 cuando la primera edición japonesa de Underground, no vio mujeres golpeadas pero sí a hombres adultos en el subte, todos viajando muy apretados, desplegando sin inhibición revistas pornográficas explícitas sin importarles que a su lado viajaban niñas y adolescentes. Ellas no se inmutaban, aceptaban la situación. El gesto de estos hombres era lascivo, soberbio, pero también parte del paisaje.
Con sus palabras Murakami intenta descifrar un hecho terrible por un camino que involucra a todos, no sólo a los criminales. Un camino poco agradable, pero quizá el único para entender hechos como, por ejemplo, el atentado de la AMIA en Buenos Aires, tras 20 años en un limbo doloroso y amargo.Ese camino implica meterse con una vaca sagrada de esta era: la simplificación del mensaje. Se sabe que es una apuesta editorial que rinde poco. Existe una amplia mayoría de personas que no quiere discursos complejos que les puedan provocar desasosiego o frustraciones. Prefieren ideas repetidas y discursos simples. Aunque oculten lo peor, lo nunca imaginado.
UNDERGROUND, de Haruki Murakami. Tusquets, 2014. Buenos Aires, 558 págs. Distribuye Planeta.
La secta hoy
AL CUMPLIRSE 20 años del atentado al subte, más de un centenar de miembros de la secta Aum Shinrikyo están en prisión por este acto, el juicio de algunos todavía continúa, y varios fueron condenados a muerte, entre ellos el líder Shoko Asahara, pero aún no se ha cumplido la sentencia. La secta ahora se llama Aleph y un grupo escindido de la misma se autodenominó Círculo de Luz del Arcoiris; tienen en total unos 1.650 fieles en Japón y 160 en Rusia; la cantidad de miembros crece año a año, al igual que los ingresos monetarios. Si bien ambos grupos han rechazado públicamente los atentados, secretamente Aleph sigue siendo fiel al líder Asahara y los escindidos poseen una estructura de funcionamiento idéntica a la de la antigua secta, afirma la Agencia de Inteligencia y Seguridad Pública del Japón. La vigilancia de ambos grupos se extendió de forma oficial por 3 años más a partir del 1 de febrero de 2015.
Gas sarín en el subte de TokioLászló Erdélyi