OPINIÓN
Este año pre electoral, requiere del debate sobre ciertas posturas y realidades desencadenadas por hechos recientes en el ámbito doméstico e internacional.
Comenzando por lo local, los reclamos del campo mostraron ya ciertas reacciones adversas, propias de la década del sesenta. La categoría de latifundista y renta de la tierra retornaron al ruedo como una de las causales de los problemas actuales que aquejan al agro. El rentista, asimilándolo subliminalmente a un parásito, y el alto costo de los arrendamientos son, para vernáculos demodé, causales del problema, sobre las cuales los autoconvocados debieran mencionar en sus reclamos y la política actuar en consecuencia. Es decir, pedir su rebaja.
También mencionan que esa renta superaría en varios múltiplos lo destinado anualmente a las políticas sociales, educación y otros gastos del Estado, en una gran ensalada discursiva con efecto óptico pero sin sustancia. Y de la mano de ese razonamiento, va de suyo que la reforma agraria o alguna forma de rebaja de esa renta agropecuaria es el paso necesario para resolver la baja rentabilidad del sector agropecuario.
Cuesta creer que esas ideas de los sesenta retornen a la palestra medio siglo después de haber sido intensamente debatidas, integradas a propuestas de gobierno en varios países de América Latina, implementadas, y luego abandonadas por su fracaso absoluto.
En nuestro país tuvimos la versión uruguaya a través del Impuesto a la Productividad Mínimo Exigible (Improme) donde la carga tributaria estaba en función de la productividad de los suelos.
Luego de ese largo camino de prueba y error, parecía que habíamos aprendido como sociedad que el precio de la tierra y su renta se determinan con las mismas reglas de cualquier otro factor de producción. Su alza o baja depende del precio de los bienes que contribuye a producir a través de la libre contratación. Se aplica la misma lógica que determina el precio de venta o alquiler de una fábrica, comercio o vivienda. Que sea un bien con una oferta más inelástica (lo cual relativamente lo hace más escaso) que la de otros factores de producción, o que la sociedad tenga una valoración telúrica de su significado, no lo exime de las mismas reglas generales para determinar su valor y el de los servicios que presta.
Y confirmando esa lógica es que, ante la caída de los precios internacionales de los granos y la lechería, el precio de la tierra y las rentas viene cayendo sostenidamente, llegándose hoy al punto que una inversión en tierra neta de impuestos es inferior a la de la mayoría de las alternativas, incluyendo la inversión en deuda pública. Los países prósperos, con sectores agropecuarios vibrantes que apuntalan su crecimiento y consolidan su tejido social, tienen trayectorias del precio de la tierra en ascenso. Cuando ocurre lo contrario es que tienen un problema, y prestamente tratan de resolverlo. La Unión Europea es su caso extremo.
Es por todo eso y mucho más que como sociedad no nos merecemos el tipo de reacciones que están aflorando ante los reclamos del campo. Primero, porque sus argumentos son equivocados y utilizan comparaciones efectistas pero falaces. Peor aun cuando esos comentarios implican hacer una división falsa de la sociedad entre "ellos" (los propietarios de la tierra) y "nosotros" como imagen ciudadana usurpada por los propietarios de la tierra donde se requiere hacer justicia. Tras lo erróneo del planteo desde el punto de vista económico, también se genera un hecho cultural adverso, pues se fractura una sociedad que por tamaño y tradición siempre fue de cercanías. Y fue dentro de esa cercanía que a lo largo de su historia fue leudando su progreso y logrando soluciones en situaciones adversas extremas.
Este inesperado rebrote del sesentismo local se da de bruces con los últimos acontecimientos regionales que muestran el ocaso de esa visión vieja. El plebiscito en Ecuador impidiendo al ex presidente Correa presentarse nuevamente a elecciones demuele otro eslabón del cesarismo populista a perpetuidad latinoamericano. Quedan aun en esa senda Evo Morales y Maduro, pero con pronóstico reservado. Lo mismo para Lula, que aun retornando, no será lo mismo. Y en Argentina, el kirschnerismo es pasado. Esto implica una realidad política diferente, que acarreará visiones nuevas de hacer política. Sea por el hartazgo de modelos que no dieron los resultados económicos esperados, el desencanto de constatar la corrupción en quienes prometieron desterrar viejas prácticas, o simples factores culturales aunados a lo demográfico, que instalarán nuevas formas de ejercer la política.
Con ello vendrán democracias más plenas, desligadas del populismo cesarista que se autoproclama defensor de sus derechos y proveedor de sus necesidades. Revertir sus efectos será un camino largo, pues Latinoamérica tuvo el freno de políticas erradas que dejaron su marca.
Además de las distorsiones domésticas, en lo externo nos entretuvimos en crear una nueva arquitectura institucional (Unasur), segmentando a México y dándole el liderazgo a Brasil. Entre tanto, descuidamos la cuenca del Pacífico, concentrándonos en Europa con los resultados vistos. Completando el cerrojo, el Mercosur nos impidió negociar acuerdos comerciales con otros países, hecho reforzado por la oposición doméstica de los sesentistas de siempre.
Esperemos que nuestra sociedad no retroceda a los sesenta. Esta en sus manos evitarlo.