El cachetazo que una madre le aplicó a la directora de una escuela dejó esta semana a casi 400.000 escolares sin un día de clase. Nadie duda en condenar la actitud de esa madre de un escolar, pero paralizar por ello la enseñanza primaria a lo largo y ancho de todo el país es un exceso. Si bien es cierto que no es el primer caso de agresión a un docente y que últimamente menudean los ataques a centros educativos, la decisión gremial de parar por un día a modo de protesta es equivocada. Tan equivocada como, por ejemplo, la que toma el sindicato de los taxistas cuando detiene completamente sus tareas porque uno de sus colegas ha sido víctima de la ferocidad de los rapiñeros.
El cachetazo que una madre le aplicó a la directora de una escuela dejó esta semana a casi 400.000 escolares sin un día de clase. Nadie duda en condenar la actitud de esa madre de un escolar, pero paralizar por ello la enseñanza primaria a lo largo y ancho de todo el país es un exceso. Si bien es cierto que no es el primer caso de agresión a un docente y que últimamente menudean los ataques a centros educativos, la decisión gremial de parar por un día a modo de protesta es equivocada. Tan equivocada como, por ejemplo, la que toma el sindicato de los taxistas cuando detiene completamente sus tareas porque uno de sus colegas ha sido víctima de la ferocidad de los rapiñeros.
Se dirá que el paro es una forma de llamar la atención a las autoridades y a la opinión pública sobre la violencia que padecen los miembros de tal o cual gremio. Incluso puede aducirse que el paro por una jornada puede ambientar un período de reflexión y debate sobre las causas de tanta brutalidad y los instrumentos para prevenirla. Tal vez, pero nada de esto se equipara con el perjuicio que se le infiere a la gente: al escolar que se queda sin clase y a su familia, o al ciudadano frustrado en su necesidad de usar el transporte público. En otras palabras, por los desmanes de algunos se les hace pagar a todos en tanto el problema de fondo —la criminalidad, la iracundia sin razón de ciertas personas— permanece intacto.
Más valdría que ante estos episodios deplorables se adoptaran medidas de otro orden. En el caso del incidente en la escuela de Carrasco que motivó el último paro, lo natural hubiera sido que ese centro educativo cerrara por un día en señal de reprobación de lo ocurrido ambientando a la vez un encuentro entre docentes y familiares de alumnos con presencia de autoridades del sistema educativo. Eso sería lo más normal. Lo que no es normal es dejar a todo el país sin clases de manera que el último escolar de Bella Unión así como su familia terminan pagando por el desborde en que incurrió la madre de un alumno en una escuela del lejano Montevideo.
Incluso podría pensarse en aplicar medidas más útiles que el paro general como sería mantener las escuelas abiertas y dedicar la jornada entera a examinar las razones de la violencia y a imbuir a los escolares de valores tales como la relevancia de la paz y la tolerancia en las relaciones humanas. Del mismo modo, cuánto mejor sería en el caso de los taxis que, sin perjuicio de dejar sentada la protesta gremial, se conservara el servicio a los pasajeros destinando una porción de todo lo recaudado en ese día a la familia de las víctimas de la delincuencia. Fórmulas de este tipo se aplican actualmente en diversos países lo que permite obtener mejores resultados y generar menos perjuicios al conjunto de la población.
Pese a que tales alternativas pueden sonar razonables parece difícil que los dirigentes gremiales acepten siquiera discutirlas habituados como están en su mayoría a optar por las resoluciones más drásticas. Un mal hábito alimentado en los últimos años bajo gobiernos proclives a dar piedra libre al radicalismo en los sindicatos, una tendencia que cobró alas bajo el gobierno de Tabaré Vázquez cuando la ocupación de empresas y fábricas se popularizó como la primera medida de lucha en situaciones de conflicto entre patrones y empleados.
Un cachetazo al prometido “país de primera”.