Chile se encuentra en una encrucijada política de profundas raíces culturales. La reñida segunda vuelta electoral que se disputará el 17 de diciembre entre el expresidente Sebastián Piñera y el senador Alejandro Guiller confirma que el "consenso chileno" ya no existe.
Chile supo despegarse del pelotón latinoamericano de comportamiento económico y social mediocre gracias a gobiernos demócrata-cristianos como el de Patricio Aylwin y Eduardo Frei, gobiernos socialistas como los de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet I y el de Renovación Nacional de Sebastián Piñera.
Hasta el actual gobierno de Bachelet, que desandó no solo el rumbo que siguió Chile desde la restauración democrática, sino a su propio primer gobierno, el modelo chileno logró un crecimiento económico sin precedentes en la región y una disminución formidable de la pobreza. El principal factor de ese crecimiento fue la libertad económica, vale decir, impuestos razonables, apertura de mercados, una frenética búsqueda de tratados de libre comercio, una macroeconomía estable sustentada en un Banco Central independiente, y una regla fiscal que se cumplía, entre otros.
Sin embargo, Chile, como avergonzado de su propio éxito, empezó a meter marcha atrás durante el segundo gobierno de Bachelet. Salvo en inserción internacional, donde se mantiene y se sigue ampliando la apertura, se verifica que en los temas internos el avance del Estado ha sido feroz, con lógicas consecuencias paralizantes.
En la última elección un sector de izquierda radical, que defiende un sistema tributario confiscatorio y la eliminación lisa y llana de las AFP, obtuvo el 20% de los votos, matando a la vieja Concertación que ya había sido herida por Bachelet.
El intelectual chileno Axel Kaiser hace una década advirtió a los chilenos del problema que podían enfrentar en un futuro no muy lejano: dar la prosperidad de hecho sin defender las bases culturales que le dan sustento, es un suicidio y no está lejos de tener razón.
El progreso generado por la libertad económica no se autosustenta, es necesario una defensa férrea de las ideas que lo hacen posible y si esta tarea intelectual no se lleva adelante la consecuencia puede ser el retroceso. Chile comenzó a destruir los pilares que forjaron sus logros, pero no está perdido. Un triunfo de Piñera le puede dar el oxígeno que hoy le falta, pero aún en ese escenario la batalla está lejos de estar ganada. Si no se logra dar una batalla cultural de magnitud con el apoyo de una buena parte de la población que esté dispuesta a comprometerse en esta tarea, la victoria será efímera.
El amable lector uruguayo puede estar pensando que estos dilemas están lejos de nuestras preocupaciones porque nuestro país no se encuentra desandando un camino exitoso, sino que más bien sufrimos el consenso uruguayo, basado en la adoración del statu quo, en que cambiar el sistema como los docentes eligen las horas en los centros de estudios, se vuelve una tarea revolucionaria e inviable. Ni hablemos de reformar el Estado o de firmar un tratado de libre comercio. Aunque los puntos de partida son distintos la batalla es la misma. Los chilenos están dejando de creer en la libertad y lo están sufriendo. Si nosotros no empezamos a creer en la libertad, no tendremos futuro.