¿El fin de la ola progresista?

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EDITORIAL

Las clases medias, grandes protagonistas de esta época, aspiran a consolidar sus avances. Ellas son críticas de la endémica corrupción sudamericana y exigen, pues, una mejor calidad de gobierno democrático.

Los éxitos de Mauricio Macri en las legislativas argentinas y de Sebastián Piñera en la presidencia de Chile han convencido a muchos analistas de que estamos ante el fin de la ola progresista en Sudamérica y de que más temprano que tarde ese cambio llegará a nuestras costas. La realidad, sin embargo, es un poco más compleja.

Es cierto que la situación política continental está muy lejos del escenario que se empezó a dibujar con el triunfo de Lula en Brasil en 2002. Ya no están Humala en Perú, ni los Kirchner en Argentina, ni el Partido de los Trabajadores en Brasil, ni Correa en Ecuador. El chavismo, que sigue gobernando Venezuela, es una dictadura. Y si bien Morales en Bolivia pretende ser reelegido nuevamente, es claro que el signo político general del continente ha venido cambiando, con un primer movimiento que se puede ubicar en 2015-2016, con la elección de Macri y la destitución de Rousseff. En este sentido y cerrando el 2017 con esta elección de Piñera en Chile, es indudable que la ola progresista es cosa del pasado.

Sin embargo, este análisis sudamericano no debe relativizar las particulares dimensiones nacionales que han terminado con esos ciclos de gobiernos muchas veces mal llamados progresistas. En efecto, aunque sea evidente hay que recalcarlo aquí con claridad: la alternancia en el poder no ha seguido el mismo recorrido, por ejemplo, en Ecuador, Brasil, Paraguay, Argentina o Chile. En cada circunstancia, los cambios políticos han tomado formas que responden mucho más a dinámicas propias de las historias nacionales de cada uno de esos países sudamericanos, que a una expresión de signo inequívoco y continental fácilmente discernible para todos los casos.

Así las cosas, lo que ha ocurrido en estos meses en el Cono Sur nos interpela directamente.

Por un lado, porque el triunfo legislativo de Macri parece abrir un tiempo de hegemonía política en torno a los lineamientos definidos desde Casa Rosada, en un contexto de crisis de liderazgo de la oposición peronista que incluso terminaría de enterrar al kirchnerismo. Uruguay no es una isla en el continente y, desde siempre, lo que ocurre en particular en Argentina termina teniendo cierta influencia aquí.

Por otro lado, porque la victoria de Piñera abre un tiempo distinto en Chile en donde, incluso, es posible pensar en un largo plazo político hecho de gobiernos ideológicamente más afines a la centroderecha.

Pensando por analogía, ¿acaso no vivimos aquí un desgaste real del Frente Amplio en el poder, con graves episodios de corrupción y falta de renovación visible de sus principales y ya muy viejos liderazgos? Y si ese desgaste puede asimilarse al que sufrió la centroizquierda en el poder en Chile, ¿acaso la renovación de figuras y partidos de nuestra oposición no se asemeja al proceso que lideró Macri y que terminó por vencer contundentemente al kirchnerismo?

Aquí es cuando hay que tener cuidado de transferir procesos de otros países sin atender las particularidades de cada situación nacional. Por un lado, el contundente triunfo de Piñera en Chile ocurrió con reglas de juego muy distintas a las nuestras: allí las elecciones no son obligatorias, por lo que no es posible concluir que su dinámica política se traduciría sin problemas en Uruguay por un triunfo opositor.

Por otro lado, el triunfo de Macri de 2015 en Argentina tuvo dos bases relevantes que son muy diferentes a nuestro escenario político. Primero, el propio Macri demostró por años ser capaz de conducir una gestión eficiente nada menos que en la capital del país. Segundo, su nuevo partido tuvo la inteligencia de procesar acuerdos claves con distintos partidos y figuras, como con el radicalismo o con Elisa Carrió por ejemplo, lo que potenció al candidato Macri y dio luego cierta gobernabilidad a los primeros dos años de la nueva administración.

Se abrió un nuevo tiempo en el que las clases medias, grandes protagonistas de esta década de crecimiento económico, aspiran a consolidar sus avances. Ellas son críticas de la endémica corrupción sudamericana y exigen pues una mejor calidad de gobierno democrático. La consecuencia electoral de todo esto es que, con su voto, han decidido romper con la ola progresista.

En todos los casos, para que ese cambio se traduzca en una alternancia real en el poder se precisa de líderes políticos que sean percibidos como capaces de conducir a sus países hacia esos nuevos tiempos. Seguramente allí esté uno de los mayores desafíos que tiene la oposición en Uruguay para cerrar, aquí también, la etapa de la ola progresista.

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