La Unión Europea fue resultado del trabajoso proceso de construcción política y jurídica de una entidad capaz de regular la asociación entre las naciones del viejo continente dispuestas a ceder parte de su soberanía en aras de valores internacionales que consideraron superiores.
La Unión Europea fue resultado del trabajoso proceso de construcción política y jurídica de una entidad capaz de regular la asociación entre las naciones del viejo continente dispuestas a ceder parte de su soberanía en aras de valores internacionales que consideraron superiores.
No fue, como ligeramente se tiende a entender, un tratado plurilateral de dimensión meramente económica; constituyó un esfuerzo ciclópeo de cincuenta años de intensas negociaciones, al comienzo entre Francia y Alemania y más tarde con el aporte de los restantes países, para superar definitivamente cuatrocientos años de enfrentamientos, iniciados con la aparición de los estados nacionales. Modernas entidades que si bien fueron capaces de doblegar los regionalismos de la Edad Media y la expansión de los viejos imperios dinásticos, albergaron desde su creación los gérmenes de un creciente nacionalismo, que los opondría en luchas frecuentes y despiadadas, recién terminadas con la segunda guerra mundial. Y eso, en tanto no incluyamos en ellas las contiendas generadas con la desaparición de Yugoeslavia.
De allí que no podamos catalogar la autoexclusión del Reino Unido como un mero incidente diplomático, un impasse geopolítico menor; debemos evaluarla como lo que realmente fue: un verdadero retroceso en el camino de superación de los nacionalismos y de aparición de la todavía lejana República universal, con la que soñaba Emanuel Kant. Que si bien aún distante, justamente por ello obliga a considerar la originalidad de una concepción que, como la Unión Europea, por primera vez se propuso trascender el mal nacionalismo fronterizo y acotar el egoísmo que lo funda.
Por su parte el Reino Unido que ingresó a la Unión en 1973, dando razón a las prevenciones de Charles de Gaulle, nunca la concibió en su dimensión pan europea, como fue el caso de sus fundadores, sino a lo máximo como un espacio para mejorar su deteriorada economía y su pérdida de posiciones posteriores a la II Guerra. Y aún cuando las circunstancias la fueron llevando a compromisos progresivos, practicando una permanente renuencia logró quedar fuera del espacio Schengen (de libre movimiento de personas), conservar su propia moneda e implicarse solo lateralmente en las áreas de seguridad, libertad y justicia comunitarias, pilares de la nueva institucionalidad continental. Con lo cual poco contribuyó a la emergencia de un derecho internacional humanista, que aún con sus falencias, encuentra en Europa y en sus instituciones comunes un foco de intensa irradiación.
Quizás para Inglaterra, que pudo prohijar bajo su exclusivo dominio un imperio, que en su esplendor, agrupó a más de cuatrocientos cincuenta y ocho millones de habitantes, en cerca de treinta millones de kilómetros cuadrados de territorio, la Unión Europea concebida para trascender el nacionalismo, no haya colmado sus expectativas. Por lo menos en lo que atañe a los más viejos e ignorantes de sus habitantes que abocados a la nostalgia, votaron por el exilio, cautivados por los tiempos donde imponían sus reglas. No extrañaría que pronto se arrepientan de este camino.
En el mundo en que vivimos la Union Jack ya no flamea en todas las latitudes, más no sea porque la hora de los imperios territoriales ha concluido definitivamente.