Sobre el novedoso proyecto que legitima el robo a los autores uruguayos por parte de los felices poseedores de fotocopiadoras, ya se ha opinado mucho y bien en estas páginas. Tanto Martín Aguirre como Diego Fischer fueron lo suficientemente explícitos, como para que sea innecesario abundar en la crítica a este dislate, patrocinado por estudiantes de la FEUU, empujado por senadores del FA y aprobado por el senado en pleno.
Sobre el novedoso proyecto que legitima el robo a los autores uruguayos por parte de los felices poseedores de fotocopiadoras, ya se ha opinado mucho y bien en estas páginas. Tanto Martín Aguirre como Diego Fischer fueron lo suficientemente explícitos, como para que sea innecesario abundar en la crítica a este dislate, patrocinado por estudiantes de la FEUU, empujado por senadores del FA y aprobado por el senado en pleno.
Me parece interesante, en cambio, partir de este hecho puntual para extrapolar una interpretación del vínculo entre nuestros políticos, fieles reflejos de la opinión ciudadana, y la producción cultural del país.
Hace unos años, cuando las editoriales, productoras y discográficas norteamericanas propusieron un acuerdo de combate global a la piratería de internet, salí a defenderlas desde mi blog de entonces, en Montevideo Portal. Para qué. El foro de los lectores me despedazó, en cantidad récord de posteos y virulencia de insultos. Con la misma desfachatez con que entonces los consumidores entendían positivo y deseable descargar una canción, una película o una novela sin pagar, por un supuesto derecho a la cultura que debía ser gratuito, ahora son los mismos estudiantes universitarios quienes reivindican su derecho a estudiar textos del mismo modo, o peor aun, retribuyendo únicamente a los comerciantes que sacan fotocopias. No se sorprendan si pronto ven las tapas de los libros disponibles para ser pirateados, exhibidas en las vidrieras de esos locales, a menor precio que en las librerías. Todo es posible con el bendito artículo 15.
Ahora correspondería a Agadu tratar de convencer a los senadores oficialistas para que promuevan una ley que permita a los escritores pagar la luz, el agua y el teléfono con billetes fotocopiados.
Supongamos por un momento que los integrantes de la FEUU no tienen claro que el derecho de autor es el único salario del creador. Pero a la Comisión del Senado, que Carlos María Domínguez llama ingeniosamente en Brecha “de Educación versus Cultura”, ¿no se le ocurrió que hubiera sido mejor legislar para que el estado cubriera las carencias de las bibliotecas públicas, comprando masivamente libros impresos o digitales, según los niveles de demanda de los estudiantes?
Tratando de encontrar una explicación a este delirio, creo que el origen del problema está en la subvaloración de la producción cultural, que viene in crescendo desde hace años, y que llegó a su apogeo con la reciente debacle populista. En lo macro, ha sido tradición del estado brindar servicios culturales absorbiendo su costo, como la vasta red de museos que funcionan desde siempre con entrada libre. En lo micro, dentro de cada hogar, cuando aparece un muchacho que quiere ser escritor, actor, músico o artista plástico, rápidamente es sindicado como el atorrante de la familia. Nuestro provincianismo y pacatería, que volverían a divertir a Herrera y Reissig si resucitara, nos hacen desmerecer la creación autóctona y sobrevalorar la que viene de afuera. Pero esta ley es algo más democrática en su implacable vocación destructora: a los autores extranjeros los despojará tanto como a los nacionales.
Y cada vez más, en las aulas universitarias, la nueva generación Wikipedia seguirá sustituyendo la profundidad y el rigor del libro por el resumencito fotocopiado. “No se maten, muchachos: lean solo de la página 5 a la 26 y fúmense un porro”. Bienvenidos al país del Pepe.