Para el pensamiento democrático, el Estado es un territorio de encuentro entre todos los ciudadanos. Su papel es fijar las reglas de la convivencia, asegurar el respeto de los derechos y arbitrar en al menos parte de los conflictos que se generan entre grupos e individuos.
Para el pensamiento democrático, el Estado es un territorio de encuentro entre todos los ciudadanos. Su papel es fijar las reglas de la convivencia, asegurar el respeto de los derechos y arbitrar en al menos parte de los conflictos que se generan entre grupos e individuos.
El Estado es clave porque los miembros de la sociedad somos diferentes, tenemos necesidades y proyectos que frecuentemente chocan entre sí, y nos identificamos con diversas lealtades y pertenencias. Nada de eso está mal, porque nuestras múltiples diferencias son fruto del ejercicio de la libertad. Pero si no contáramos con reglas, instituciones y procedimientos de arbitraje que todos reconociéramos como legítimos, tarde o temprano caeríamos en alguna variedad de la ley del más fuerte.
Así es como el Estado es visto por el pensamiento democrático en cualquiera de sus variantes. Pero existen otras visiones. Una tradición que arranca como mínimo en Lenin y llega al menos hasta Gramsci ve al Estado como una máquina de poder que siempre será controlada por alguien en su propio beneficio. Por eso, lo que hay que hacer es tratar de conquistarlo, como quien toma una fortaleza, y luego hacerlo funcionar al servicio de ciertos intereses de clase. Para esta visión, el Estado no es un terreno de encuentro entre todos los miembros de la sociedad, sino un instrumento de dominación de unos sobre otros.
Esta visión no democrática del Estado es la que defiende de manera oficial el Frente Amplio. Quien no lo crea, que lea las Bases Programáticas con las que se presenta a este proceso electoral. Allí se dice: “El Estado es el producto y la manifestación del carácter irreconciliable de la contradicción de clases. Debe ser controlador, generador y articulador. Un Estado al servicio de otro bloque de poder, de otro modo de producción. Para ello, es necesario el mantenimiento y fortalecimiento de las empresas públicas estratégicas con gestión en manos del Estado.”
Es difícil saber qué resulta más chocante: si el lenguaje de lucha de clases que ya casi nadie usa en el mundo, o la lógica antidemocrática que subyace al fraseo. Porque una conclusión inevitable de esta manera de pensar es que, una vez que se ha conquistado la fortaleza estatal, no hay que entregarla nunca. O al menos no hay que hacerlo hasta que no llegue el momento utópico de una sociedad sin clases.
Alguien podría pensar que se trata de una frase infeliz que se coló en un descuido, o que estamos ante el resultado circunstancial de una trabajosa negociación interna. Pero el mismo pasaje aparece en el programa con el que se presentó el Frente Amplio a las elecciones de 2009. Se trata de una convicción mantenida a lo largo del tiempo en documentos oficiales.
Estas pocas frases expresan toda una sensibilidad y toda una manera de entender la institucionalidad democrática. A la luz de lo que dicen se entienden muchos gestos, como las declaraciones del senador Agazzi diciendo que no permitirán la aprobación de una sola ley si el Frente Amplio no es gobierno, o los actos de militantes anónimos que vandalizaron listas ajenas durante el acto electoral del domingo y lo festejaron subiendo fotos a las redes sociales, sin la menor conciencia de estar haciendo algo grave.
El próximo 30 de noviembre se elige entre dos maneras de entender al Estado. Y eso tendrá consecuencias prácticas para todos.