Que Uruguay es un país estatista no es algo que necesite ser demostrado, debido a la contundencia cotidiana de la evidencia que lo manifiesta.
Que Uruguay es un país estatista no es algo que necesite ser demostrado, debido a la contundencia cotidiana de la evidencia que lo manifiesta.
Se pueden utilizar algunas mediciones, naturalmente, para verificar el aserto, como el porcentaje de ingresos o gasto del Estado en relación al producto, o la comparación internacional vinculada al ingreso por habitante. Sin embargo, esos indicadores no captan los aspectos culturales, o el peso de la burocracia o las sobretarifas que pagamos por los monopolios públicos ineficientes.
Se podría afirmar, dando un paso más, que el Uruguay es un país en el que el estatismo está indisolublemente unido a nuestra idiosincrasia, vale decir, a nuestra particular subcultura, que tantos aspectos tiene de positivos pero que encuentra en su acérrimo estatismo una de las características más negativas y retrógradas.
Ese acendrado estatismo no está exento de la crítica furibunda que muchas veces también vemos cernirse sobre la acción concreta de nuestro Estado. Pero este fenómeno ni es de este tiempo ni único del Uruguay. Ya Herbert Spencer lo denunciaba para otro contexto bien distinto, que perfectamente podría describir a nuestra sociedad, en su libro Demasiadas Leyes: “Cójase un periódico del día: el artículo de fondo se irá probablemente en relatar las corrupciones, el descuido o el desorden de cualquier administración del Estado. Dése un vistazo a la columna siguiente, y se verá indudablemente una proposición más para extender las atribuciones del Estado. […] Así, pues, cada día tiene lugar un fracaso del Estado, y cada día renace la ilusión de que basta un acto del Parlamento y un estado mayor de empleados para obtener un resultado que se ansía”.
Como comenta con claridad Spencer la dualidad de actitudes frente al Estado es un fenómeno universal, pero en el caso uruguayo, en que nuestro estatismo está arraigado en lo más recóndito del alma nacional, el problema se vuelve más complejo y patológico. No hay empresa pública que se funda, en que el desquicio de su administración despilfarre los recursos que presuntamente son de todos, o el éxito de iniciativas privadas más eficaces y eficientes que las públicas en el ámbito educativo, verbigracia, que nos convenzan de que nuestro Estado es demasiado grande y demasiado invasivo. E, inequívocamente, lo es.
El Estado es una institución central de la civilización y que cumpla bien sus funciones básicas es indispensable para la vida en sociedad. Nuestro problema es que al tiempo que no es capaz de cumplir correctamente con esas funciones básicas se entromete en otros cientos de actividades en que nadie lo llama. Vale decir, no solo extrae del sector privado de la economía, que es el único que genera riqueza, recursos que impide que sean volcados a la inversión, el consumo, la beneficencia o lo que su legítimo propietario entienda del caso, sino que además tranca y molesta con regulaciones torpes y sin ningún sentido. Necesitamos un mejor Estado, indudablemente, que brinde una mejor seguridad, mejor educación, mejor salud y mejores servicios. Y, al mismo tiempo, que entienda que su presencia no es imprescindible en todos los temas para que el país avance. Muchas veces, más bien todo lo contrario.