Los uruguayos siempre hemos estado orgullosos de nuestra tradición parlamentaria. En nuestra memoria colectiva están los grandes nombres que pasaron por ese recinto, las interpelaciones legendarias, las frases profundas o ingeniosas que se dijeron, la temprana incorporación de las mujeres.
Los uruguayos siempre hemos estado orgullosos de nuestra tradición parlamentaria. En nuestra memoria colectiva están los grandes nombres que pasaron por ese recinto, las interpelaciones legendarias, las frases profundas o ingeniosas que se dijeron, la temprana incorporación de las mujeres.
Desde luego, no se trata sólo de folklore. El Parlamento es una institución clave en las democracias modernas. Allí es donde se refleja la diversidad de opiniones e intereses que existen en la ciudadanía, y allí es donde se consuman los acuerdos políticos que sostienen a los gobiernos. Desde hace más de tres siglos (la Revolución Gloriosa es la referencia usual) tener un Parlamento fuerte y saludable es condición para tener una democracia sólida.
Los uruguayos estamos orgullosos de nuestra tradición parlamentaria, pero eso no quita que en los últimos años la institución perdiera parte de su centralidad. Y no se trata sólo de un fenómeno global. Es verdad que en todas partes han aparecido otros espacios que compiten por la atención ciudadana, como las redes sociales, pero eso no condena a los Parlamentos a la irrelevancia.
En España, Italia o Inglaterra, el Parlamento conserva un lugar central en la vida política. Podrá decirse que son países parlamentaristas, pero lo mismo ocurre en otros presidencialistas. El Congreso sigue jugando un rol clave en Estados Unidos, y es probable que su peso aumente durante la presidencia de Trump. El Congreso argentino ha ganado protagonismo desde que terminó la hegemonía K. Y el proceso de destitución parlamentaria de Dilma Rousseff pudo ser un espectáculo penoso, pero marcó el retorno de un Congreso al que creían domesticado.
La pérdida de gravitación del Parlamento uruguayo tuvo que ver con factores locales, el más importante de los cuales fue la existencia de varios gobiernos con mayoría propia, que no necesitaban buscar apoyos fuera de casa. Desde hace más de una década, las complejas negociaciones que permiten construir acuerdos no se dan en el Parlamento sino en la interna del Frente Amplio. Y la experiencia muestra que esas negociaciones pueden ser tan o más arduas que las que ocurren entre partidos diferentes.
Pero no se trata sólo de la mayoría parlamentaria propia. Además, el Frente Amplio ha exhibido en estos años una cultura de gobierno que no cree en los efectos enriquecedores del debate público. Una vez que llegaba a un acuerdo interno, el oficialismo se volvía sordo. Ni siquiera las advertencias de inconstitucionalidad lo hacían revisar sus iniciativas. A eso se suma cierto desprecio por el orden jurídico y, en general, por el conocimiento experto. No es menor que el presidente Mujica festejara la ausencia de abogados en la bancada frentista.
Todo esto contribuyó a debilitar el rol del Poder Legislativo, pero últimamente todo ha cambiado. Por una parte, los desastres en materia de gestión crearon un clima político que hizo imposible para el oficialismo seguir rechazando comisiones investigadoras. No es que ahora las acepte todas, pero con la investigación parlamentaria sobre ANCAP se abrió una brecha. A eso se suma que el oficialismo acaba de perder su mayoría propia en diputados, lo que genera un nuevo escenario.
¿Será 2017 el año en que nuestro Parlamento recupere al menos parte de la centralidad perdida? Sería bueno para la democracia, pero no se hace a las piñas.