Los refugiados de Guantánamo

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Cuando casi nadie lo esperaba, los seis detenidos en la base de Guantánamo se encuentran por fin libres en territorio uruguayo.

Cuando casi nadie lo esperaba, los seis detenidos en la base de Guantánamo se encuentran por fin libres en territorio uruguayo.

La acusación inicial por la cual la justicia norteamericana los había detenido ha quedado desvirtuada y según declaran sus propios captores, no se trata de sujetos peligrosos ni delincuentes. Sin embargo se les mantuvo presos por más de diez años, sometiéndolos a todo tipo de tortura física y sicológica, para que recién ahora, sin compensación conocida, se les autorice a viajar a Uruguay donde obtendrían el estatuto de refugiados. Una monstruosidad que ensombrece a la democracia y no le hace ningún bien a la propia lucha contra el terrorismo, tema por su parte que no admite dilaciones.

No obstante, el asunto resulta más chocante de lo que a primera vista parece. Como si la paranoia hubiera afectado el eterno ejemplo de los Padres Fundadores artífices de la primera constitución escrita del mundo y tenaces defensores de los derechos humanos. En el caso, a los detenidos por terrorismo se los recluyó fuera de territorio norteamericano, para así desaplicar su Constitución que exige la liberación cuando los detenidos no son sometidos a juicio de forma inmediata. Según esta peregrina hermenéutica cualquier extranjero acusado de atentar contra Estados Unidos carece del derecho del debido proceso si su juicio y detención se cumplen en el extranjero, aún cuando ello ocurra en una base militar de aquel país. Lo que autoriza, como sucedió, a retenerlos durante más de diez años y de paso torturarlos incesantemente en el mismo lapso. Una interpretación sin precedentes en el derecho moderno. De acuerdo a ella, alcanza con trasladar a los prisioneros a cualquier base, de las muchas que los Estados Unidos tiene el mundo, para convertirlos en apátridas, carentes de cualquier derecho.

Las consecuencias de este absurdo tiene derivaciones inesperadas, incluso para un hecho tan reparador como su liberación, conclusión lógica, como pide Obama, de esta desgraciada situación. La solución más sencilla, como sería extraditarlos a su país de origen no resulta posible puesto que allí o bien no son aceptados, o si lo son, corren peligro de muerte por la misma infundada acusación que motivó su detención. Tampoco pueden ser liberados en los Estados Unidos, puesto que allí son temidos, pese a que contradictoriamente, se los califica de inocentes. Solo resta entonces el auxilio internacional, la apelación a caritativos terceros que acongojados frente a las dificultades de sus aliados terminen por brindarle refugio. Por más que esta actitud principista, sumada a otras ayudas bastante más sospechosas, bien puedan ser calificadas de complicidad. Pero ese no es nuestro caso.

Uruguay si bien con la consabida desprolijidad que caracteriza a este gobierno actuó con nobleza. Como lo hizo en el caso de los refugiados sirios. No olvidar que antes de la segunda guerra miles de judíos fueron asesinados por no ser acogidos, lo que incluyó al Uruguay. Ahora frente al sufrimiento de las víctimas no cabían dilaciones. El humanitarismo que caracteriza a la democracia liberal no solo es válido fronteras adentro. Cabe esperar que lo actuado sirva de ejemplo para estimular a otras naciones, con más posibilidades que la nuestra, a tomar cartas en el tema de los refugiados, un asunto cruel sobre el cual el mundo mira de soslayo.

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Hebert Gatto

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