100 AÑOS DE LA CUMPARSITA
Sin explicitarlo, la celebración en el Centenario reeditó el debate acerca de las relaciones con Argentina y la trama de préstamos y apropiaciones culturales. La disputa sobre autorías y dominios no siempre queda resuelto bajo el concepto todoterreno de lo rioplatense.
Un hombre y su tambor de Trinidad y Tobago avanzan bordeando la fila de turistas que vinieron a conocer la Estatua de la Libertad. El hombre se detiene delante de una familia y pregunta de dónde vienen. Cuando escucha Italia, toca una tarantela. Avanza unos metros más y vuelve preguntar. México, le dicen, entonces toca La Cucaracha. En un momento queda junto a mí y a mis hijos para enterarse que venimos desde la Argentina. Ahí mismo, convencido, arranca con los acordes de La Cumparsita. Siete meses después estoy en el Estadio Centenario viendo cómo un país celebra los 100 años de su composición emblema y, de paso, sin necesidad de ser explícito, le dice a la historia —y a todos los músicos del mundo— que se ganan las monedas con las procedencias turísticas: alto, La Cumparsita es nuestra.
La historia de las relaciones limítrofes es, también, la historia de cómo se tramitan los bienes culturales, sus intercambios y sus apropiaciones. Nadie me cree en Montevideo cuando digo que la ciudad de Rosario, en la provincia de Santa Fe, en la República Argentina, reclama como propia la invención del postre Chajá. Nadie me cree en Rosario cuando digo que esa autoría la reclama Paysandú. En el caso de un postre, no parece haber tanta gravedad. En cambio La Cumparsita, por lo que se ve aquí en esta tribuna, es una cuestión de Estado.
Lo que la noche está diciendo de sí misma lo está diciendo en silencio, detrás de las campanadas aniversarias y el jaleo celebratorio. Está diciendo: esto es una gala, tiene constitución de gala. Está diciendo: acá no hay hinchadas, acá hay patria y familia. Las personas que llenan la Tribuna Olímpica están correctamente sentadas, correctamente vestidas, y nadie fractura una línea de comportamiento que podría ser la de una velada en un palco del Solís. Hay niños con sus padres, prácticamente no hay jóvenes, el resto fundamental de la platea es adulto mayor. Y todo ocurre en este estadio-catedral, terminación nerviosa de la República. En la napa muda de lo no dicho, lo que esta noche está sonando, antes que un tango, es su repatriación.
¿Y dónde rastrear el origen de esta confusión de pertenencias?
Entre dos orillas.
"Soy del Río de la Plata", canta Natalia Oreiro, y es técnicamente correcto: lo es. Ahora bien, ¿qué significa eso? Porque en ningún aeropuerto del mundo le aceptarán un pasaporte que diga Río de la Plata. Será, entonces, que se trata de una identidad cultural, un compuesto de ascendencias y filiaciones que refiere menos a un país que a una región. Y las regiones no tienen marcajes administrativos, no son sino un área de resonancias compartidas, un paquete de identificaciones generalmente mutuas que siempre termina estallando frente al problema de las adjudicaciones, como los hermanos que comparten habitación y se prestan los juguetes hasta que un día ya no está tan claro qué juguete era de quién. Bajo ese paraguas conceptual que siempre hemos conocido como lo rioplatense, se refugian toda clase de litigios simbólicos, un prestamismo no siempre consensuado de capitales intangibles cuyas pertenencias necesitan, cada tanto, ser recordadas.
Podríamos llegar hasta acá y arreglarnos para explicar las cosas con la pura consistencia de este toponímico: rioplatense, listo, lo tenemos. Pero la verdad es que si quisiéramos seguir hurgando en las profundidades del conflicto encontraríamos más elementos, más constituciones. Porque en el último subsuelo de la trama de los copyrights nacionales late, imperceptiblemente, el asunto de la escala territorial. Dos países comparten 500 kilómetros de frontera acuífera. Uno tiene menos de cuatro millones de habitantes. El otro, 40. Qué esperaban.
La desproporción de las escalas y la proximidad de los territorios puede producir (seguramente producirá) una disfunción de los dominios. Que el uruguayo fuera del Uruguay le diga paisito a su país, que el diminutivo le traiga —montado sobre el afecto y la distancia— la composición de una geografía propia, es un enunciado que finalmente relata buena parte de nuestras asimetrías. Nunca escuché a ningún argentino hablar de la argentinita. Es un asunto de proporciones naturales que más tarde o más temprano termina definiendo engranajes culturales, políticos, industriales y de mercado. Y sin embargo estamos tan cerca. Y sin embargo nos parecemos tanto.
Un día antes de venir al Centenario, estuve en esa preciosidad de los estadios del mundo que es la canchita de Rampla Juniors. Entré con carné de prensa y me tocó en suerte quedar inmerso en la hinchada de Nacional, que terminó ganando dos a cero. Antes de terminar el partido, el visitante le va a recordar al local su condición de villero. Como el River Plate de Buenos Aires suele recordarle a Boca su condición de boliviano; o Chacarita a Atlanta, su condición de judío. Pero no es la mofa xenófoba el factor común: el verdadero lazo cultural, el vínculo, es que tanto a un lado como al otro del Río de la Plata el fútbol suspende el aparto lógico de las personas, su razón crítica y su fe en el compartimiento cívico, para liberar energía oscura dentro de un territorio donde ha sido siempre culturalmente tolerada. Pasa en Europa también, pero en ese caso la procedencia es un racismo real. Acá, bajo el determinismo del nosotros rioplatense, lo que hay es ganas de herir emocionalmente al rival antes que de bajar línea ideológica. Ni el hincha de Nacional, ni el de River ni el de Chaca son esencialmente haters xenófobos ni repetirían su canto hiriente al otro lado de las fronteras del fútbol (no los disculpo, sólo los explico). Lo hacen aquí dentro —lo hacemos aquí dentro— porque tanto nos parecemos. Y tan cerca estamos.
En dos horas de show hiperprofesional, con tecnología de luces y actores aéreos viajando sobre nuestras cabezas desde la torre de los homenajes al escenario, no encontré el momento narrativo de tensión, el punto abierto del reclamo. Será que no hizo falta, será que la noche misma tuvo el porte, la complexión, la anatomía de una vindicación concluyente. Hubo, sí, una línea casi salida de cuadro, un fugaz estremecimiento, cuando se leyó que Pascual Contursi le agregó letra a la creación de Matos Rodríguez y lo hizo "sin permiso". Fue menos que una molestia, apenas una marca. Pero fue suficiente para saber que ahí estaba, bajo los arreglos de la fiesta, el desarreglo histórico que la fiesta misma vino a terminar de componer.
Toda una vida.
Hace un año estaba en la presentación que la embajada del Uruguay en Buenos Aires hizo de su temporada turística. Hubo vino y buen catering, y hubo también sombreros que anunciaban el año de los cien años. Fungis milongueros que todos nos pusimos y con el que todos terminamos saliendo a la calle. Es decir, el Uruguay viene preparando desde hace tiempo este postulado de recuperación. Pienso que un año por lo menos. O dos. ¿O cuántos?
Salimos del Centenario. Las familias caminan por Parque Batlle bajo una noche amable, sin furia. Algo parece haberse arreglado. ¿Cuántos?, me vuelvo a preguntar. Una hora más tarde estoy en el cumpleaños de Manuela Rovira, cantante lírica de Montevideo que viene de vivir ocho meses en Buenos Aires después de haber ganado una beca en el Teatro Colón. Hay snacks, vinos y chicos hipsters que discuten si la tradición musical de Uruguay es más grande que su tradición literaria, o al revés. Contrapunto, debate. No nos ponemos de acuerdo hasta que alguien rescata del fondo de su infancia un recuerdo que cierra la charla: "el termo de mi casa tenía un sticker que decía: La Cumparsita es uruguaya". Ya sé cuántos. De toda la vida.
CASI COMO YESTERDAY
Que sea el tango de los tangos es lo que, finalmente, sujeta los debates acerca de su pertenencia. En 1921, Rodolfo Valentino la bailó durante una escena en Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Seis años después, Alfred Hitchcock la incluyó en Easy Virtue. La Gilda de Rita Hayworth la bailó en 1946 y casi sesenta años después, Richard Gere y Jennifer Lopez hicieron lo mismo en Shall we dance. Pedro Almodóvar la incluyó en Kika, de 1993. Y unos años antes, en 1990, Woody Allen la hizo sonar en una escena de Alice, su clásico con Mia Farrow y Alec Baldwin. En el medio, toda clase de producciones en toda clase de mercados cinematográficos la usaron para musicalizar la pantalla. Esta formidable potencia en la presencia de la cultura occidental hace de La Cumparsita una gema en disputa.
El 18 de diciembre de 1997 la Cámara de Senadores trató de darle un corte legislativo a esta historia cuando promulgó la ley 16.905 que declara a la creación de Gerardo Matos Rodríguez Himno Cultural y Popular de la República Oriental del Uruguay. Tres años después, la delegación olímpica argentina la usaba para ingresar al estadio en los Juegos de Síndey 2000.
En el cuadro del final, durante la celebración en el Estadio Centenario, pudo verse una línea de cierre que decía para todo el que quisiera leerla: La Cumparsita tiene casi tantas reproducciones en el mundo como Yesterday, de The Beatles.