Vidas empantanadas por la pobreza

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281.916 niños de 0 a 11 años son pobres según la ultima Encuesta de Hogares del INE.
Recorrida por el asentamiento 1° de Mayo por plan de vivienda, foto Inés Guimaraens, Archivo El País, nd 20100702, pobreza D:\Users\npereyra\Desktop\583161.JPG
Archivo El País

Las últimas cifras oficiales revelan que la mitad de los niños nacen en hogares pobres. Heredan las carencias de sus padres, crecen sin libros, demoran años en recibir un diagnóstico, repiten, se frustran, y con suerte terminan la escuela. La historia de Julián es parte de la estadística viva.

La pediatra atiende en el policlínico del Cerro. Llega Julián, que ya tiene tres años pero no logra decir algunas palabras, y la doctora sospecha que puede haber una dificultad en el lenguaje. Le pregunta a la madre, que parece no entender mucho de qué le habla. La madre de Julián no terminó la escuela. La pediatra le dice que lo mejor para su hijo va a ser anotarlo en el CAIF del barrio cuanto antes. Y piensa —aunque no se lo dice— que es evidente que Julián no está bien estimulado, así que cuanto antes se escolarice, más oportunidades tendrá.

Seis meses después vuelve Julián al consultorio. La pediatra pregunta cómo le está yendo en el CAIF, pero la mamá dice lo que la profesional temía: los centros del barrio están llenos y la lista de espera tiene atraso de hasta dos años. Dos años es demasiado tiempo para él.

"Nosotros no podemos ir contra la pobreza, pero lo que defendemos es que esos niños se escolaricen cuanto antes. En el CAIF se evalúa el lenguaje, la motricidad", dice la pediatra a El País.

Y agrega: "El sistema nervioso es como un gran cableado. El niño nace con una cantidad determinada de neuronas que están inmaduras. Para ponerlas en funcionamiento, tenés que estimular el lenguaje, la motricidad, hablarle, mirarlo a los ojos, darle cariño. Si lo ponés más tarde en ese ambiente, el cableado no queda del todo bien: no se desarrolla".

Julián no va al CAIF. En cambio, anda todo el día con su mamá y otros hermanos en el carrito. Pasa frío y se aburre. Y cuando llegan a su casa, la mamá está triste y enojada. Julián siente que no es lo suficientemente valioso como para sacarle una sonrisa.

La directora de Psiquiatría del INAU, Mónica Silva, ha tratado con muchos niños como él. Y desde hace un tiempo, por el desarrollo de la neurociencia, Silva sabe que, ineludiblemente, la pobreza genera "estrés crónico". El aburrimiento, el frío, el hambre, la soledad, hacen que se fabriquen sustancias químicas que van a la corteza del cerebro y afectan las posibilidades de desarrollo. "Eso generará dificultades para poder manejar o elaborar las emociones y el pensamiento", explica.

Julián cumple cuatro e ingresa en la educación inicial. Los padres toman ese lugar como una guardería y no le asignan una importancia real en cuanto al aprendizaje. Si llueve o hace calor ya hay un motivo para no llevarlo. La percepción es lineal: "Es jardinera, no pasa nada".

Llega el momento de entrar a la escuela. La pediatra detecta que Julián efectivamente ha desarrollado dificultades de lenguaje y se lamenta profundamente porque sabe que, de haber intervenido, esas alteraciones se habrían revertido. "Y el niño podría haber entrado a hacer un primer año hablando bien, que es nuestro objetivo. Si no, todo lo que habla mal, lo repetirá en la escritura", explica.

La maestra abre la puerta de la clase y enseguida se da cuenta de que debe dejar los manuales a un lado. Tanto Julián como muchos de sus compañeros aún no saben reconocer los números ni las letras. Incluso algunos no saben sostener correctamente el lápiz.

"Vienen descendidos en los aprendizajes. Recibimos niños con tantas dificultades para aprender, causadas muchas veces por el contexto en el cual se criaron, que se comportan como si tuvieran una discapacidad aunque no la tengan", relata resignada una docente de Primaria.

"Se empieza desde cero, desde lo mínimo. Hay que pensar que esos niños no tuvieron ningún tipo de estímulo en sus hogares; hay que pensar que son casas en las que no sólo no hay un libro, sino que muchas veces no hay sillas para sentarse o una mesa para leer", agrega la maestra.

El primer año se va en batallas diarias contra todo tipo de adversidades. Los deberes de Julián nunca están hechos. Un día se olvida del cuaderno y al otro día lo lleva mojado o manchado. Tampoco lleva los útiles, y la maestra le reitera que necesita lápiz y goma para la clase. En el fondo, sabe que no es culpa de él.

La maestra le comenta a la directora la situación del niño y de varios de sus compañeros. Coinciden en que "hay un desfasaje entre las edades que tienen y los conocimientos adquiridos". Entienden que se les debe realizar un psicodiagnóstico para tener un panorama real de lo que ocurre, pero saben que pasarán meses sin conseguir un especialista. Los anotan en la lista de espera y cruzan los dedos.

Tiempo perdido.

Ya terminó el año, llegó el verano y Julián vuelve a ver a su pediatra después de un largo tiempo. "¿Cómo le fue en la escuela?", pregunta. Malas noticias: el niño repitió primer año. La madre opina que su hijo debe tener un retraso y que debería ir a una escuela especial. Julián la escucha y en su mente retumba la palabra "retraso". Pero la pediatra dice que lo primero es enviar una carta a la maestra para preguntarle cuál es el problema de él. Al igual que la maestra, le indica un test psicodiagnóstico que terminará de completar el panorama.

Se acerca el comienzo de clases y Julián está ansioso por volver a la escuela. Ahí están sus amigos, pero también está la contención de los docentes. Ahí encuentra, aunque sea por unas horas, un lugar para alejarse de los problemas del barrio y de la violencia que vive a diario tanto dentro como fuera de su casa.

En marzo las maestras reciben con un beso a cada uno de los niños y al primer golpe de vista ven las diversas formas en que la pobreza siguió lastimando. Algunos llegaron más flacos que el año pasado. Otros siguen muy bajitos para la edad que tienen, y muchos llegaron con varios kilos de más. Las harinas en exceso, las comidas de olla que se repiten, y la falta de frutas y verduras van dejando varios casos de obesidad infantil en el aula.

En la escuela sirven el desayuno antes de iniciar la jornada. Julián y varios de sus amigos piden para repetir. "Parece que estuvieran acopiando comida en sus cuerpos para más tarde", relata una de las docentes que es testigo de la escena.

Y otra maestra con varios años de trabajo en barrios con carencias similares opina: "Están acostumbrados a vivir el día a día, no tienen proyecciones a futuro. Lo máximo que proyectan esos niños son las cuatro horas que están en la escuela y no más, porque no saben con qué se van a encontrar cuando lleguen a sus casas. No tienen seguridad ninguna, no saben si van a estar sus padres, si van a comer o dónde van a dormir, y todo eso lo reflejan en la forma en la cual están en la clase".

Esa falta de estructuras y referencias se percibe en las escuelas del barrio de Julián. Hay niños que ni siquiera saben usar el water y es porque no tienen uno en su casa. "A veces nos enojamos por cómo dejaron el baño, pero si rascás un poco y ves las realidades en las que viven, entendés enseguida por qué pasó eso", dice su maestra.

La casa de Julián tiene techo de chapa y piso de tierra. Él y sus cinco hermanos duermen en lo que sería uno de los dos "dormitorios", cuya única separación de la cama de la madre y de la cocina es una tela. La mayoría de los días los pasan con su abuela, porque su madre está trabajando y de su padre no saben nada.

Para él, cada día de lluvia es todo un desafío: tiene que cuidar la túnica y su único par de championes porque si no, a la mañana siguiente no podrá ir a clase: no tendrá nada seco para ponerse.

Él conoce a todos los chiquilines del barrio, pero sabe que "hay que andar con cuidado". Todos los días camina media hora hasta la escuela por calles ganadas por los pozos, pero aún no termina de entender por qué por ahí no pasa ni un solo ómnibus si en otras calles se cuentan de a decenas.

Julián todavía no conoce el mar, a pesar de que vive solo a 25 minutos del Centro de Montevideo. A él le gustaría salir más del barrio, pero solo lo puede hacer cuando en la escuela organizan alguna excursión, una ida al cine o alguna visita a un museo.

Ya pasaron tres años y siete meses de aquella indicación de la pediatra. Finalmente, Julián logra una fecha para su psicodiagnóstico. Los resultados están lejos de indicar una discapacidad. En aritmética puntea alto, le va muy bien. Lo que tiene es nada más (y nada menos) que una dificultad en el lenguaje. Se le aconsejan "controles psiquiátricos periódicos para evaluar las dificultades de atención y conductuales, apoyo de maestra especializada a nivel escolar y, si es posible, apoyo de la clínica del BPS".

La pediatra lee las sugerencias y, una vez más, se siente impotente. "Este niño, en otro medio, igual termina recibido de ingeniero", piensa. El apoyo de la clínica del BPS es una utopía, porque si bien es un servicio público, a él no acceden los niños cuyos padres no tienen un trabajo formal. Otra vez, Julián pierde una oportunidad por ser un niño pobre.

Camino de exclusión.

Dice la psiquiatra Silva que las dificultades en el lenguaje son una de las causas de los problemas de aprendizaje. En los hechos, cuando no hay acceso a diagnósticos y tratamientos tempranos, una cosa lleva a la otra. Y luego viene la repetición. Una vez, dos veces. Y con ella, la exclusión.

"La exclusión del sistema educativo es terrible. No todos los niños pueden adaptarse a sus pautas y normas; algunos necesitan cierta plasticidad en el sistema para poder continuar", dice Silva. Esto, en colegios con pocos alumnos, con atención adecuada, con alguien que ayude al niño a ordenarse para hacer los deberes, generalmente se da. Pero si en la clase hay 40 alumnos y la maestra no da abasto, y si en su casa no tiene dónde sentarse a estudiar ni alguien que le diga concentrate, "obviamente no va a tener el mismo desempeño; no lo va a tener".

Julián vuelve a repetir el año. Se frustra y se deprime. En los niños, la depresión y el trastorno de conducta van casi de la mano porque el niño deprimido no se sienta a llorar: se pone turbulento. Y el sistema tiende a categorizar y a excluir en consecuencia. "Algunos quedan más dañados neurológicamente por ese proceso que otros", dice Silva.

La especialista del INAU explica que hay dos tipos de patologías psiquiátricas infantiles que se ven más en contextos críticos. Los trastornos de ansiedad vinculados al estrés son los que aparecen más temprano. El estrés puede ser por las condiciones físicas de su hogar, por tener que trabajar, por el hacinamiento.

"En los trastornos de ansiedad se ve la sensación de angustia: algo adentro no le está permitiendo estar en paz", describe Silva. Si eso se mantiene, y si se suman "vivencias depresivas", se configura una segunda patología: los trastornos de los impulsos. "El aparato psíquico no logra poner filtros y controles a los impulsos. Cuando eso sucede, hay una pobre capacidad del yo, y eso va de la mano con poder pensar", sintetiza.

Estas patologías suelen cruzarse con dificultades de aprendizaje o de acceso a las metas educativas. El combo "realmente marca el futuro", concluye Silva.

Julián sigue yendo a la escuela pero cada vez rinde menos y no acata límites. La maestra siente que le cuesta pensar las consecuencias de sus actos. No sabe cómo organizarse, y su mochila y cuadernos son un caos. Necesita continuamente cariño, atención, contención. Se nota que tiene una carencia de afecto que busca subsanar en la escuela.

En tanto, la mamá de Julián sigue triste y enojada. Pareciera que nada le hace disfrutar. Dice la psiquiatra que las "depresiones encubiertas en las madres" son tan frecuentes como "nocivas" para sus hijos porque "ineludiblemente transmiten que nada vale la pena, y eso va dañando el autoestima".

En la clase intentan trabajar ese concepto de autoestima: todo un desafío en estos contextos. "Soñar, sueñan. Pero muchas veces no pueden ni decirlo. Las imposibilidades son tan obvias...", cuenta una docente. "Los maestros trabajamos y nos esforzamos para que esos niños puedan expresar lo que sienten y desean. Siempre se enseña que con trabajo y esfuerzo todo se logra, aunque a veces uno sabe que son utopías".

Julián logra terminar la escuela, y eso parece suficiente para su mamá, que no espera más de él. El liceo no es un desafío que esté a su alcance. La pobreza termina ganando. La estadística es implacable.

Sociedad de Pediatría: "Hay círculo de pobreza".

A principios de septiembre se realizó el Congreso de Pediatría y los médicos allí reunidos analizaron, entre otros temas, cómo afecta al desarrollo del niño el nacer en un hogar pobre. Alfredo Cerisola, presidente de la Sociedad Uruguaya de Pediatría (SUP), dijo a El País que está demostrado que "la pobreza se asocia con mayores posibilidades de tener un desarrollo no normal, con tener grados de desarrollo inferiores a los de alguien que vive en una mejor situación económica". El pediatra afirmó que se trata de un asunto que está en constante análisis en la SUP, y que genera "alta preocupación". En ese marco, advirtió: "Se termina generando un círculo de pobreza. Los niños que nacen en hogares pobres tienen problemas educativos y nutricionales, entre otros, y no logran superarlos".

SABER MÁS

Encuesta del INE dio golpe de realidad


MITAD DE NIÑOS SON POBRES

49,2%

Son los niños del país que residen en el 20% de los hogares con menos recursos.

Además, 23% vive en el segundo quintil con menos ingresos y 13% en el tercer quintil. Solamente el 6% de los niños vive en el 20% de los hogares más ricos, según la Encuesta Continua de Hogares del INE publicada a comienzos de septiembre.

46%

De los hogares del país tienen niños de entre 0 y 11 años entre sus residentes.

A medida que avanza la edad, aumenta la proporción de niños que reside sin alguno de sus padres. De seis a 11 años, 40,9% no vive con ambos padres. Cuanto más pobre es el hogar, más niños viven solo con su madre: 40% lo hace en 20% de hogares más pobres.

14,7%

Es el porcentaje de hogares pobres en los que hay niños menores de 12. En todo el país, la pobreza es de 6,4%.

“Los niños que crecen en esos hogares viven el día a día, no tienen ninguna seguridad en sus vidas. No saben si van a comer esa noche, no saben si sus padres van a estar después de la escuela, y eso se refleja en cómo actúan”, relata una maestra de contexto crítico.

37,8%

Es el porcentaje de hogares pobres en los que hay tres o más menores viviendo.

Y 9,5% de hogares con solo un menor son pobres. “A más niños en el hogar, más pobreza”, se concluye.

35%

Es el porcentaje de hogares con niños que recibe al menos un beneficio alimenticio.


Mientras tanto, del total de hogares del país, 12% recibe algún tipo de plan social vinculado a la asistencia en materia de alimentación.

“Hay niños que llegan con hambre, que dependen de la comida de la escuela”, relató una directora de Primaria.

53,6%

Porcentaje de hogares que reciben asignaciones familiares y en donde hay menores de 11.

Según define el Mides, los hogares que reciben ese plan están “en situación de vulnerabilidad socioeconómica”.

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