El tango y yo

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Margo Glantz

QUIZÁ MI AMOR por el tango se haya exacerbado a lo largo de estos últimos años. Primero, porque me he reblandecido: Fui, soy, seré esa pasta de chocolate remojada en aguardiente, abrillantada por el rojo pleonástico de la cereza que, ineludible, se asocia a mi niñez y a cualquier tango, sobre todo si la voz del (la) cantante preserva el tono metálico y la gangosidad primigenias.

Y segundo, porque el tango, además de oírse, se baila y porque amo cada vez más a Buenos Aires. En Buenos Aires se camina y en mi ciudad, México, los pies han dejado de existir. Añoro los pies descalzos de las carmelitas descalzas que reformaron su orden quitándose simplemente los zapatos; añoro a los franciscanos seráficos que en la infancia de mi país lo recorrieron calzados con sandalias llenas de polvo y guijarros, escudados en su ferocidad milenaria para empujar a los pobres de espíritu y precipitarlos de bruces y sin zapatos al Milenio, o sea a La boca del Infierno, novela de Víctor Hugo o de Dumas (ya no me acuerdo) cuyo nombre morboso y equívoco contexto sexual se fundían al orgasmo de chocolate -simple perversión oral- cuando tarareaba la letra de mis tangos preferidos.

Tercero, el tango me hace volver a esas épocas en que, mal peinada (el pelo me crecía a lo ancho y no a lo largo) y quinceañera, permanecía sentada en los tés danzantes, esperando al príncipe azul que nunca se presentaba cuando tocaban blues o boleros y que se cortaba abruptamente: desde la más tierna infancia, blandengue y todo, nunca me he sabido dejar llevar, es decir, cuando bailo, y, una vez que bailé con Severo Sarduy en Venezuela, tuve que llevarlo yo a él, cosa que por otra parte no fue nada fácil -era un merengue y él iba en camino de la esfericidad y su cintura no tenía la pequeñez (ya ajada) de la mía.

Pero, en fin, basta de digresiones y vuelvo al té danzante, en esas épocas en que bailar un tango significaba lo imposible, por ejemplo que el cabello me creciera de manera regular, cayera sobre mis hombros, se deslizase hasta mis pies y, al tocarlos, les hiciera la gracia, el don, de permitirles llevar el ritmo y armar los firuletes que en los antiguos burdeles bordaban las paicas en brazos de sus galanes. Nunca lograba esquivar los ¿choclos bicolores? de mi acompañante, aunque mis zapatos fueran grises, con un filito verde, delgadito, primoroso, y con tacones aguja: mis pies -al igual que mi cabello- incapaces de transmitir su voluptuosidad al resto de mi cuerpo, ni siquiera a los tobillos, decepcionaban a mi acompañante. Por eso amo el tango, mi amor por él se prende a la lengua, al paladar, a un tacón aguja y, sobre todo, a los cabellos, cortados en el aire.

La autora

MARGO GLANTZ nació en ciudad de México en 1930, de padres ucranianos emigrantes. En sus estudios de letras inglesas e hispánicas y de historia del arte, tuvo destacados maestros: Alfonso Reyes, Rodolfo Usigli y Leopoldo Zea, entre otros. Enseñó en Filosofía y Letras, fundó revistas y compiló una antología histórica sobre la "literatura de la onda" (José Agustín, Gustavo Sainz y otros) a fines de los años 60. En prosa publicó: Doscientas ballenas azules (1979), Las genealogías (1982), De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos (1996), Zona de derrumbe (2002), Saña (2006) y otros.

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