El encanto de la porfía

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Álvaro Ojeda

EN LA OBRA El viento entre los álamos, del dramaturgo francés Gérald Sibleyras, tres hombres esperan sentados en una terraza. No dialogan entre ellos, se limitan a repetir historias, recuerdos, rutinas absurdas. El espectador reconoce en esos tres hombres a tres ancianos confinados en un hospicio. Uno se apoya en un bastón y está siempre quejoso y malhumorado. Otro tiene la cabeza vendada y denuncia con sobresaltada naturalidad el movimiento del cuello de un perro tallado en piedra que adorna la terraza. El tercero es un ex militar ridículo que reproduce venias y saludos marciales carentes de todo sentido. No obstante, los tres prisioneros encadenados a su terraza divisan, o creen divisar, una línea de álamos en el horizonte mecidos por un viento, que acaso provenga de sus propias certezas acerca de una libertad perdida pero todavía posible. Para el narrador, dramaturgo y poeta Carlos Liscano (Montevideo, 1949), hubo una terraza en la que estuvo confinado trece años por razones políticas. También hubo una línea de álamos mecidos al viento.

Propósitos. El volumen Oficio de ventriloquia 1 reúne los relatos escritos por Liscano entre 1981 y 2011 en por lo menos tres escenarios diferentes: la cárcel, su estadía en Suecia durante 10 años y en Montevideo, desde 1996 a la fecha. No se hallarán, sin embargo, indicios narrativos que señalen lugares reales o momentos precisos de composición de cada relato, ni orden cronológico ni temático. El autor declara en el prólogo que toda la selección sigue un criterio personal y por lo tanto arbitrario, y agrega como dato central y sugestivo, que comenzó a contarse historias el 1º de febrero de 1981. Contarse historias no es lo mismo que escribirlas, más allá de la prisión que por entonces padecía. También expresará su ignorancia sobre toda forma de literatura hasta la experiencia carcelaria, aunque en un relato recuerde la lectura de poesía que realizó el poeta ruso Evgueni Evtuchenko en el Palacio Peñarol. Escamoteos, juegos de espejos, jugosas confusiones entre el que narra y el otro, el hombre Carlos Liscano, sirviente del narrador. La propia denominación de "relatos" adoptada para definir este compendio, plantea un problema de caracterización de lo que el lector tiene entre manos. Un relato según el diccionario es "conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho", y vaya que el autor detalla hechos y circunstancias de manera obsesiva, cíclica y ambigua. En el reflexivo relato titulado de manera paradójica "Contar un cuento" Liscano aconseja: "Contar sería como atacar por cuarenta frentes a la vez (cuarenta va en lugar de muchos, o más bien de todos). Un ataque coordinado y concéntrico pero sin plan. Contar sería como una única y definitiva explosión sin material explosivo, simultánea con el inicio de las cosas desde que las cosas son." Si la primera dificultad del narrador radica en la ambiciosa arrogancia de su pretensión, la segunda estriba en la carencia de contenido, de asunto, lo que obligará al narrador a inventar un sistema capcioso, original, apenas turbio y apenas límpido: "Pero es que los cuentos, como la vida, nunca acaban. De ahí que todo final sea una derrota, una imposibilidad de seguir contando. Pero también, además, el reconocimiento del artificio. De lo convencional, y, de entre las convenciones, aquella que da existencia a los demás: el último punto es un implícito dar lugar, un hacerse a un lado, un pasajero dejar que el otro haga su propio cuento, que se cuente, y sea. -Haga usted el bien. Ese era el cuento."

Historias. Pero son 32 relatos. Casi siempre en primera persona, con una presencia del tiempo bifronte: algo sucedió, y ese algo se cuenta aquí y ahora en una especie de presente perpetuo, ominoso, lo que resulta evidente en los textos que poseen un marco carcelario. En "El informante" el narrador relata que escribió obligado por apremios físicos, cada acto de su confinamiento y más, cada hecho sucedido o imaginado dentro del mismo informe. El Rubio que es su carcelero y dueño, lo apremia con golpes y baños de agua helada, y el informante informa, aunque todo carezca del más mínimo sentido salvo la ratificación metódica del escarnio y la tortura. En una declaración inopinada y absurda el narrador advierte: "A pedido de la Comisión que se ocupa de mí voy a contar mi tragedia, que no es larga pero es una tragedia, lo juro." En otras ocasiones Liscano estira aún más la cuerda del relato, de hecho la imagen de una cuerda que se estira y arrastra una narración oculta es casi un leitmotiv en sus textos, y muestra toda la tramoya que a continuación desplegará ante el lector. En el primer párrafo del relato "Hombre con paraguas" escribe: "Alguien va a morir de un balazo esta noche y un zapato de mujer estará relacionado con esa muerte. En una esquina, bajo un paraguas, un hombre sacará un revólver y le disparará al estómago a otro, y un zapato blanco, de taco alto, estará vinculado al suceso. Aquí se va a contar cómo ocurrió ese hecho definitivo." Y el lector no podrá sino seguir leyendo ansioso, azorado, a pesar de que el narrador se empeñe en señalarle a cada momento la falsedad de lo narrado, y lo que es peor aún, lo confine en su papel de prisionero consolidado, como un niño que mira la cuchara con la papilla que lo alimenta. Esta obsesiva necesidad de declarar la inoperancia de lo que se cuenta, de desnudar sus artilugios baratos, de dolerse por no tener qué contar, configura una de las experiencias más originales y dolorosas de la literatura uruguaya.

OFICIO DE VENTRILOQUIA 1. Relatos 1981-2011, de Carlos Liscano. Planeta, 2011. Montevideo, 314 págs. Distribuye Planeta.

Dos textos

Carlos Liscano

Alegoría

"DESDE NIÑO tengo tendencia a perderme. Así somos en la familia, salimos y después nos cuesta encontrar el camino de vuelta. Un domingo de mañana mi padre se fue a tomar una copa a un bar que no solía frecuentar y tardó cinco años en volver. Mi hermana menor, cuando tenía cuatro años, se subió a un árbol y allí se quedó para toda la vida. Mi tío llamó por teléfono y avisó que en quince minutos llegaba a visitarnos. Lo esperamos durante meses y cuando ya lo habíamos dado por perdido apareció una noche. Dijo que venía a caballo y en vez de agarrar hacia el Este se fue para el otro lado. Contó que le pareció que estaba perdido cuando empezó a atravesar la cordillera de los Andes. Nunca había pasado por allí para venir a casa. Cuando llegó al Pacífico le dio por preguntar y unos chilenos le dijeron que Montevideo quedaba para el lado del Atlántico. A mi abuela, que siempre se perdía, hace veinte años que no la vemos. Pero no es que se haya perdido. Lo que pasó fue que mi hermana la dejó sentada en una plaza y le dijo: `Esperame aquí que ya vengo a buscarte`, y después se olvidó de qué plaza era. Un día yo dije en casa: `Nos vemos el sábado`, y volví trece años después."

Método

"COMENCÉ a darme cuenta de que todos los personajes que hasta ese momento había inventado, consistían en uno solo al que mi antojo cambiaba de nombre, le concedía la palabra, lo analizaba, lo desmenuzaba, exaltaba o envilecía, lo hacía protagonista o paciente de aventuras más o menos plausibles; y que todos esos personajes, a los que volvía por períodos para removerlos un poco, llevarlos más allá o más acá, como quien cambia muebles de lugar, aburrido de ver siempre el mismo aspecto de las cosas, todos ellos y cada una de sus aventuras eran uno solo aplicado a hacer y decir un único asunto, y ese personaje era yo."

(Extraídos del libro Oficio de ventriloquia 1).

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